Cruzando el charco |
Cuento
finalista en el Concurso Internacional Gustave Flaubert- 2006 y publicado
en la Antología “Voces Hispanoparlantes en el mundo” Editorial Trazo
literario. Río Tercero. Provincia de Córdoba. Argentina.
Venía
repitiéndose hacía unos días que él no había cruzado el Charco para
terminar suicidándose en un rincón de Buenos Aires. Sin embargo allí
estaba en medio de esa miserable pieza preparando con todo detalle el nudo
que se apretaría a su cuello y lo libraría de su sufrimiento. La
viga de hierro le vino como anillo al dedo para suspender la cuerda .La
observó balancearse implacable, elegante como péndulo de reloj marcando
los segundos de su decisión. Buscó
el único asiento de la pieza, lo afirmó y se subió a él. Miró por última
vez la plaza desierta, las copas de los árboles, el espejo negro y
brillante, estremecido por ondas apenas perceptibles. Y más allá, el
Horizonte Oriental al que estaba a punto de decir adiós. Sintió
la boca reseca. Mecánicamente bajó de la silla y fue a la heladera. Sacó
una botella de agua y la bebió hasta acabar el líquido fresco. Se dirigió
a la ventana, cerró una hoja y divisó el banco de la plaza, ocupado
ahora por dos niños que jugaban de manos. Quizá no se habían percatado
de la soga que pendía del techo. Aunque cerrara la ventana, verían todo
a través del vidrio sin postigo ni cortina. Bajó para ver si conversando
con ellos lograba que se alejaran. Para
cuando cruzó los niños corrían persiguiéndose entre los árboles,
lejos del banco. Se
sentó abatido. El cuerpo tenso, afiebrada la mente. Le pareció que la
vida lo había cacheteado siempre. Escuchó las voces de las madres en las
hamacas, el carcajear de los adolescentes en plena primavera de la vida y
del año. En cada pibe vio a sus dos hijos, a cargo de la abuela en un
cantegril de Montevideo, de donde había venido buscando mejorar su suerte
de niño lustrabotas y canillita. De joven estudiante de bibliotecas públicas.
De adulto que le peleaba a la sociedad un lugar con un título bajo el
brazo. De militante contra la prepotencia que cobraba sus víctimas. Sentía
la opresión en el pecho. Quería regresar a la pieza y poner punto final
a tanto desesperanza. Miró hacia el cuadrado de la ventana. El sol que caía
sobre el río auroleaba el óvalo pendiente que lo esperaba para cumplir
su misión fatal. Tan fatal como había sido el destino de la mujer que se
unió a él. La que le había dado dos hijos. La que había dejado la vida
con el último pujo que dio paso al primer berrinche de la hija menor,
mientras él resistía en una celda noches de espanto y de tortura. Ahora,
crecidos ambos, seguro estarían jugando en el patio de la casa de la
abuela. Y esperaban los pocos pesos mensuales que enviaría para no ser
canillitas como él, ni estudiantes con libros ajenos como él, ni esperar
los Reyes de la caridad, ni presos políticos como tantos y tantos
compatriotas. Al
galope los recuerdos cruzaban el Charco yendo y viniendo. Como había
venido él con el título de Técnico electrónico bajo el brazo, y se
quedado cerca del río y del puerto, para poder imaginar cada noche la
silueta de su Montevideo natal. Dos
años después había probado todos los trabajos de día y aguantado todos
los insomnios de noche esperando el momento en que los cruzados medievales
derribaran puertas también de este lado del Charco. Sintió
que las luces de la plaza lo encandilaban. Volvió la cabeza a la ventana.
El colgajo aún lo esperaba. También lo debían estar esperando en el
cantegril su madre y sus hijos, los compañeros de ideales y los amigos. Abandonó
el banco con movimiento nervioso. El viento acunaba los jacarandáes en
flor. El rumor del agua le cantaba arrullos conocidos. Frente a él
cruzaron parloteando los niños con los que había bajado a hablar. Atravesó
la calle, subió los escalones, entró a la pieza. Subió a la silla y
descolgó la cuerda. Cubierto de sudor estalló en sollozos. Minutos
después con manos trémulas dio cuerda al despertador y frenó la
manecilla en las cinco. Preparó su mejor ropa y el certificado de Técnico
electrónico. Apagó la luz.
Antes de que el sueño lo invadiera insistió para sí mismo que No, que él NO había cruzado el Charco para suicidarse en cualquier rincón de Buenos Aires. |
Elsa Lombardo
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