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Táctica y estrategia de Benedetti |
Bajo el cristal de la cómoda de mi cuarto hay una foto especial. Desde ella, el Che me mira mientras mueve una pieza de ajedrez con la seguridad del que sabe que tarde o temprano va a ganar la partida. Me la regaló papá cuando se enteró que yo tenía un enamorado que adoraba el ajedrez. Una vez le hablé a Yandier de esa foto, pero no llegué a dársela. Aún no sé si se la entregue algún día. Yandier y yo llevamos un año y dos meses de novios. Me hice novia suya por pura casualidad. Todavía no me imagino de novia de alguien tan demasiado seguro de sí mismo y mucho menos tan codiciado. Casi todas las muchachas del pre de ciencias exactas, incluyendo a mis amigas del aula, estaban loquitas por Yandier. Yo, no: yo era su mejor amiga y, que recuerde, entre nosotros nunca se mencionó la palabra amor. Un día las muchachas comenzaron a decirnos que hacíamos una buena pareja. Marlene me aseguró que yo, con mi fanatismo por la psicología y mis lecturas sobre la historia del arte, era la perfecta contrapartida de Yandier, el científico, el loco del ajedrez. Así, en broma, empezó lo nuestro. Al principio, los dos les seguíamos la corriente para que nos dejaran tranquilos, hasta que sin darnos cuenta de ello, caímos en nuestra propia trampa y nos hicimos novios. Yandier va a ser bioquímico o físico nuclear. No digo que quiera ser, sino que va a serlo. Ahora está en el último año del pre, pero sabe que será un destacado científico. Ha ganado medallas en olimpiadas de matemática en el extranjero. Recuerdo que cuando regresó de una competencia me afirmó, con la seguridad más grande del mundo, algo que todavía me da miedo: “¡Te lo dije, Ana Sol, cuando yo quiero algo, lo consigo, aunque me muera!” Si digo que Yandier es un fanático del ajedrez, no exagero ni un poquito. Él se conoce por nombres y características a cada uno de los trece campeones mundiales, como si se tratara de compañeros de aula. Una mañana en pleno pasillo, antes de entrar a la clase de Biología, me agarró por el brazo y me confesó uno de sus descubrimientos: “La gente no sabe lo que son las sesenta y cuatro casillas. Cuando uno se mete en el ajedrez de verdad, es como si conociera otro mundo”. Iba a decirle que eso me pasa a mí también cuando leo un buen libro, pero no me dejó ni empezar: “Tal es un monstruo. ¡Tiene una imaginación asombrosa...!” Yo no entendía de que tal me estaba hablando y se lo pregunté. “Ana Sol, en ajedrez estás en -273 F, en el cero absoluto: ¡Tal es el genio de Riga...!” Otro día, en el teatro del pre, en el mismo instante en que la especialista invitada explicaba sobre el SIDA y la importancia del sexo seguro, Yandier me habló al oído. Pensé que me quería besar. Escuché su murmullo y creí que me iba a decir un chiste sobre el uso del preservativo en el sexo oral, pero no supe qué hacer cuando me soltó lo que estaba pensando: “¿Te enteraste, Ana Sol? Kasparov le metió tres partidas a la máquina de ajedrez, ¡es un salvaje!” En realidad, Yandier no conversa: él habla y habla, sin parar, del que siempre ha sido su tema favorito. Cierto día estuve a punto de entregarle la foto del Che jugando ajedrez. Fue cuando elogió a Capablanca. Ha sido la única ocasión en que los dos hemos conversado animadamente sobre ese tema. —Capablanca era la sencillez posicional, un genio. Recordé lo que papá me había contado sobre Capablanca y, para que él no me creyera una ignorante total en esa materia, le dije: —Dicen que a los cinco años le ganó una partida al padre y que a los doce ya era campeón de Cuba. Es el único campeón mundial que no es europeo o norteamericano, el único de un país pequeño. Le expresé orgullosa que Capablanca era cubano como si Yandier no lo supiera. Hablé con tanta vehemencia, que a mí misma no me gustó el tono en que lo decía. Hablamos del primer torneo Capablanca In Memoriam y de la olimpiada de ajedrez realizada en Cuba. Aproveché para decirle que tenía una foto del Che jugando ajedrez con uno de esos grandes maestros. —Che no jugaba mal —me dijo. Y de pronto puso la mano en su frente, como si recordara algo demasiado importante—. Tengo en casa el libro de esa olimpiada realizada en Cuba. ¡Si vieras a la gente siguiendo la partida de Spaski en el tablero electrónico gigante! Hice silencio para ver si regresaba al punto inicial de la conversación sobre la foto. —Yo tengo guardadas todas las partidas que Fisher jugó en su época de oro. Después de esa referencia, comprendí que ya nada ni nadie podría detener la avalancha de anécdotas sobre las locuras y caprichos de Bobby Fisher, el genio malcriado que era su ídolo. Yo no le critico a nadie una afición. Claro, no al extremo de Yandier. Pienso que todos los extremos son malos. Papá dice que eso es cierto; pero que yo soy también demasiado exigente, que tengo el defecto de siempre estar juzgando a los demás. Es posible que tenga razón. Aunque yo diría que el mayor de mis defectos es el que nadie me ve: el de creer demasiado en la gente, como si todo el mundo fuera bueno y sincero. Yo también tengo mis aficiones. No al extremo de Yandier, pero las tengo. Me gustan los temas de psicología, colecciono fotos, frases célebres, refranes, canciones y poemas. El propio Yandier, para vengarse de mis críticas, me acusa de ser fanática de la Nueva Trova. Dice que nadie en el mundo sabe más canciones de Silvio Rodríguez que yo. Incluso, asegura haberlo visto en un concierto leyendo las letras de sus propias canciones, para poder cantarlas. “Pero tú, Ana Sol, no necesitas papeles. ¡Tú te sabes de memoria hasta la última frasecita, de la última canción, del último disco de Silvio Rodríguez!” Era tanta la reticencia, que a ratos me daba la impresión de que Yandier estaba celoso. Un día, no sé si para congraciarse conmigo, se me apareció con un larga duración de Silvio. Me lo entregó, pero ni siquiera para engañarme pudo contenerse, porque se le fue el reproche: —No sé qué tú le hallas al Silvio ese... —dijo en tono brusco. Yo tampoco pude aguantarme: —¡Lo mismo que tú le encuentras a tu Kasparov y a tu Fisher! Nunca olvidaré el día de los Enamorados del año pasado. Todos los muchachos y muchachas del pre estaban esperando que llegara el 14 de Febrero. Yo, para no quedarme atrás, busqué en la memoria la canción que más quería y la copié con mi mejor letra. Se la leí a Yandier antes de entregársela. Creo que fue la única ocasión en que aceptó una canción de Silvio, porque no fue cantada sino la letra de un poema de amor. Me tomó suavemente de la mano y me lo agradeció con un beso en la cara. “Vamos...”, me dijo al oído. Lo seguí por todo el pasillo central hasta el edificio docente. Burlamos la vigilancia del profesor de guardia y subimos al último piso, buscando un sitio donde estar solos. Por fin, encontramos el laboratorio de Física con la puerta abierta y la luz apagada. Yandier me besó en la frente, en los ojos, en la oreja y en la boca. Sentí su mano entre mis muslos y su voz apagada, implorante. De repente se detuvo. Pensé que había escuchado algún ruido, o que alguien venía, pero él dijo lo que yo no esperaba: —Tengo un poema para ti... Me sorprendió extraordinariamente. Sabía que Yandier consideraba como un tiempo perdido mi hábito de coleccionar poemas y canciones. Estaba casi segura, aunque no me lo había dicho, de que él lo entendía como un entretenimiento apropiado sólo para mujeres ociosas. Por eso me sorprendió tanto que Yandier tuviera un poema para mí. Asombrada, minada por la curiosidad, escuché de sus propios labios un poema que yo no conocía. Y era un poema de amor. —¡Qué lindo, Yandier! ¿De quién es? —Lo copié de un libro de Benedetti. Yo había leído a Benedetti; pero si el poema para mí era un bello descubrimiento, más raro había sido escuchar en la oscuridad del laboratorio de Física la voz gruesa de Yandier. La voz de Yandier casi en el mismo tono en que Carilda Oliver recitaba su famoso me desordeno amor, me desordeno. Me entraron ganas de reír. Era algo realmente cómico. Sólo me chocaban dos palabras, por el énfasis conque él las pronunciaba. Entonces se me ocurrió preguntarle: —¿Qué es lo que más te gusta de ese poema? Me explicó que le gustaba el título. Sobre todo, el enfoque de unir el amor con la táctica y la estrategia. Besándome, me confesó al oído: —Es una mezcla rara. Algo así como la estrategia posicional de Capablanca y el juego riesgoso de Fisher, ¿comprendes? No comprendí ni me interesaba comprender. Yo estaba siendo halagada como mujer por un hombre que me recitaba un bello poema. Lo cual significaba que ese hombre estaba muy enamorado de mí para ponerse tan cursi a pesar de no gustarle la poesía. Y de pronto mi enamorado andaba por otros caminos. Además, me disgustaba ese revoltijo de amor y ajedrez que él estaba haciendo. De repente, me sentí como una simple prolongación de sus partidas, como una variante estudiada hasta el infinito, calculada, memorizada y planificada con una lógica tal, que estaba fuera del alcance de la emoción y la sinceridad. —Vámonos —le propuse. Me paré, me puse el sostén y abroché mi blusa. —¿Sucede algo? —Creo que viene alguien —le mentí. Yo había tenido deseos de Yandier esa noche. Deseos de estar abrazada a su cuerpo, de sentir sus manos en mi espalda, en el pelo y la blusa, de oler ese inconfundible olor a Yandier. Deseos de que me besara y besarlo durante mucho rato, sin embargo, los perdí, se esfumaron de pronto. Cada vez que recuerdo esa noche del día de los Enamorados, me viene a la mente el único cuento erótico que me ha hecho papá. Contaba que cierto día, cuando se encontraba haciendo el amor con la novia que más le gustaba y quería, escuchó por la radio la noticia de la muerte del Che y, de pronto, sólo tuvo ganas de marcharse cuanto antes porque era más grande la tristeza que los deseos. A mí me pasó lo mismo. Por supuesto, no he comentado eso con papá. Pero si lo hiciera, él me entendería. Sólo se lo conté a Marlene y me criticó por mi forma de ser: “¡Ay, Ana Sol, tu vives en pleno siglo xx con el romanticismo del xviii !” Quizás. Sin embargo, no me arrepiento de ser, como ella dice, la última romántica de finales de siglo. Además, no podría ser de otra manera, porque no sería yo misma. Por ser tan romántica, no sé si algún día le entregue la foto del Che jugando ajedrez a Yandier, o a otra persona. Tal vez sea una foto para guardar, no para entregar. A lo mejor se queda aquí, en casa de papá, en mi cuarto, conmigo. (Capitulo de la novela juvenil El día que me quieras, obra que al finalizar el año 2012 debe alcanzar la cifra de más de veinte mil ejemplares publicados) |
Julio M. Llanes
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