Este trabajo de ninguna manera es mérito del suscripto. Solamente me
ocupo de dar a conocer el trabajo realizado por Robertson en escribirlo,
del doctor José Luis Busaniche en recopilarlo y del Instituto Nacional
Sanmartiniano, en publicarlo en Concurso Nacional 2008, Relatos
Contemporáneos, Texto Nº 043.
Recopila el doctor Busaniche: Sabido es que San Martín se incorporó al
ejército de la revolución con el grado de teniente coronel y formó el
cuerpo de granaderos a caballo, con el que intervino en la revolución
del 8 de octubre de 1812, derrocando al primer triunvirato. Nombrado
coronel, en diciembre de 1812, fue encargado de vigilar las costas del
Río Paraná, asoladas por una escuadrilla española procedente de
Montevideo. El 3 de febrero de 1813, inició San Martín sus empresas
guerreras con el combate de San Lorenzo. Testigo de ese episodio fue
Guillermo Parish Robertson, comerciante inglés, poco antes llegado al
país y que se encaminaba al Paraguay por Santa Fe, en un destartalado
carruaje. Robertson relata su encuentro con San Martín, a quien ya
conocía, y describe el combate de San Lorenzo en su libro "Letters on
Paraguay".
Por la tarde del quinto día llegamos a la posta de San Lorenzo, distante
como dos leguas del convento del mismo nombre, construido sobre las
riveras del Paraná, que allí son prodigiosamente altas y empinadas. Allí
nos informaron haberse recibido órdenes de no permitir a los pasajeros
seguir desde aquel punto, no solamente porque era inseguro a causa de la
proximidad del enemigo, sino porque los caballos habían sido requisados
y puestos a disposición del Gobierno y listos para, al primer aviso, ser
internados o usados en servicio activo. Yo había temido encontrar tal
interrupción durante todo el camino porque sabía que los marinos en
considerable número estaban en alguna parte del río; y cuando recordaba
mi delincuencia en burlar su bloqueo, ansiaba caer en manos de
cualquiera menos en las suyas. Todo lo que pude convenir con el maestro
de posta fue que si los marinos desembarcaban en la costa, yo tendría
dos caballos para mí y mi sirviente, y estaría en libertad de internarme
con su familia, a un sitio conocido por él, donde el enemigo no podría
seguirnos. En ese rumbo, sin embargo, me aseguró que el peligro
proveniente de los indios era tan grande como el de ser aprisionado por
los marinos; así es que Scylla y Caribdis estaban lindamente ante
mis ojos. Había visto ya bastante de Sud América, para acoquinarme ante
peligrosas perspectivas.
"Antes de desvestirme, hice mi ajuste de cuentas con el maestro de posta
y, cuando quedó arreglado, me retiré al carruaje, transformado en
habitación para pasar la noche, y pronto me dormí." No habían corrido
muchas horas cuando desperté de mi profundo sueño a causa del tropel de
caballos, ruido de sables y rudas voces de mando a inmediaciones de la
posta. Vi confusamente en las tinieblas de la noche los tostados rostros
de dos arrogantes soldados en cada ventanilla del coche. No dudé estar
en manos de los marinos.
¿Quién está ahí?, dijo autoritariamente uno de ellos. "Un viajero",
contesté, no queriendo señalarme inmediatamente como víctima, confesando
que era inglés. "Apúrese", dijo la misma voz y salga". En ese momento se
acercó a la ventanilla una persona cuyas facciones no podía distinguir
en lo obscuro, pero cuya voz estaba seguro de conocer, cuando dijo a los
hombres: "No sean groseros; no es enemigo, sino, según el maestro de
posta me informa, un caballero inglés en viaje al Paraguay".
Los hombres se retiraron y el oficial se aproximó más a la ventanilla.
Confusamente, como pude entonces discernir sus finas y prominentes
facciones, combinando sus rasgos con el metal de voz, dije: Seguramente
usted es el coronel San Martín, y, si es así, aquí está su amigo mister
Robertson.
El reconocimiento fue instantáneo, mutuo y cordial; y él se regocijó con
franca risa cuando le manifesté el miedo que había tenido, confundiendo
sus tropas con un cuerpo de marinos. El coronel entonces me informó que
el Gobierno tenía noticias seguras de que los marinos españoles
intentarían desembarcar esa misma mañana, para saquear el país
circunvecino y especialmente el convento de San Lorenzo. Agregó que para
impedirlo había sido destacado con ciento cincuenta Granaderos a caballo
de su Regimiento; que había venido (andando principalmente de noche para
no ser observado) en tres noches desde Buenos Aires. Dijo estar seguro
de que los marinos no conocían su proximidad y que dentro de pocas horas
esperaba entrar en contacto con ellos.
“Son doble en número", añadió el valiente coronel, "pero por eso no creo
que tengan la mejor parte de la jornada".- "Estoy seguro que no", dije;
y descendiendo sin dilación empecé con mi sirviente a buscar a tientas,
vino con que refrescar a mis muy bien venidos huéspedes. San Martín
había ordenado que se apagaran todas las luces de la posta, para evitar
que los marinos pudiesen observar y conocer así la vecindad del enemigo.
Sin embargo, nos manejamos muy bien para beber nuestro vino en la
oscuridad y fue literalmente la copa del estribo; porque todos los
hombres de la pequeña columna estaban parados al lado de sus caballos ya
ensillados, y listos para avanzar, a la voz de mando, al esperado campo
del combate. No tuve dificultad de persuadir al general que me
permitiera acompañarlo hasta el convento.
"Recuerde solamente", dijo, "que no es su deber ni oficio pelear. Le
daré un buen caballo y si usted ve que la jornada se decide contra
nosotros, aléjese lo más ligero posible. Usted sabe que los marineros no
son de a caballo". A este consejo prometí sujetarme y, aceptando su
delicada oferta de un caballo excelente y estimando debidamente su
consideración hacia mí, cabalgué al costado de San Martín cuando
marchaba al frente de sus hombres, en obscura y silenciosa falange.
Justo antes de despuntar la aurora, por una tranquera en el lado del
fondo de la construcción, llegamos al convento de San Lorenzo, que quedó
interpuesto entre el Paraná y las tropas de Buenos Aires y ocultos todos
los movimientos a las miradas del enemigo. Los tres lados del convento
visibles desde el río, parecían desiertos; con las ventanas cerradas y
todo en el estado en que los frailes atemorizados se supondría lo habían
abandonado en su fuga precipitada, pocos días antes. Era en el cuarto
lado y por el portón de entrada al patio y claustros que se hicieron los
preparativos para la obra de muerte. Por este portón, San Martín
silenciosamente hizo desfilar sus hombres, y una vez que hizo entrar los
dos escuadrones en el cuadrado, me recordaron, cuando las primeras luces
de la mañana apenas se proyectaban en los claustros sombríos que los
protegían, la banda de griegos encerrados en el interior del caballo de
madera tan fatal para los destinos de Troya. El portón se cerró para que
ningún transeúnte importuno pudiese ver lo que adentro se preparaba. El
coronel San Martín, acompañado por dos o tres oficiales y por mí,
ascendió al campanario del convento y con ayuda de un anteojo de noche y
por una ventana trasera trató de darse cuenta de la fuerza y movimientos
del enemigo. Cada momento transcurrido, daba prueba más clara de su
intención de desembarcar; y tan pronto como aclaró el día percibimos el
afanoso embarcar de sus hombres en los botes de siete barcos que
componían su escuadrilla. Pudimos contar claramente alrededor de
trescientos veinte marinos y marineros desembarcando al pie de la
barranca y preparándose a subir la larga y tortuosa senda, única
comunicación entre el convento y el río. Era evidente, por el descuido
con que el enemigo ascendía el camino, que estaba desprevenido de los
preparativos hechos para recibirlo, pero San Martín y sus oficiales
descendieron de la torrecilla, y después de preparar todo para el
choque, tomaron sus respectivos puestos en el patio de abajo. Los
hombres fueron sacados del cuadrángulo, enteramente inapercibidos, cada
escuadrón detrás de una de las alas del edificio. San Martín volvió a
subir al campanario y, deteniéndose apenas un momento, volvió a bajar
corriendo, luego de decirme "Ahora, en dos minutos más estaremos sobre
ellos, sable en mano".
Fue un momento de intensa ansiedad para mí. San Martín había ordenado
que se apagaran todas las luces de la posta, para evitar que los marinos
pudiesen observar y conocer así la vecindad del enemigo. Sin embargo,
nos manejamos muy bien para beber nuestro vino en la oscuridad y fue
literalmente la copa del estribo; porque todos los hombres de la pequeña
columna estaban parados al lado de sus caballos ya ensillados, y listos
para avanzar, a la voz de mando, al esperado campo del combate. No tuve
dificultad de persuadir al general que me permitiera acompañarlo hasta
el convento. "Recuerde solamente", dijo, "que no es su deber ni oficio
pelear. Le daré un buen caballo y si usted ve que la jornada se decide
contra nosotros, aléjese lo más ligero posible. Usted sabe que los
marineros no son de a caballo". A este consejo prometí sujetarme y,
aceptando su delicada oferta de un caballo excelente y estimando
debidamente su consideración hacia mí, cabalgué al costado de San Martín
cuando marchaba al frente de sus hombres, en obscura y silenciosa
falange. Justo antes de despuntar la aurora, por una tranquera en el
lado del fondo de la construcción, llegamos al convento de San Lorenzo,
que quedó interpuesto entre el Paraná y las tropas de Buenos Aires y
ocultos todos los movimientos a las miradas del enemigo. Los tres lados
del convento visibles desde el río, parecían desiertos; con las ventanas
cerradas y todo en el estado en que los frailes atemorizados se
supondría lo habían abandonado en su fuga precipitada, pocos días antes.
Era en el cuarto lado y por el portón de entrada al patio y claustros
que se hicieron los preparativos para la obra de muerte. Por este
portón, San Martín silenciosamente hizo desfilar sus hombres, y una vez
que hizo entrar los dos escuadrones en el cuadrado, me recordaron,
cuando las primeras luces de la mañana apenas se proyectaban en los
claustros sombríos que los protegían, la banda de griegos encerrados en
el interior del caballo de madera tan fatal para los destinos de Troya.
El portón se cerró para que ningún transeúnte importuno pudiese ver lo
que adentro se preparaba. El coronel San Martín, acompañado por dos o
tres oficiales y por mí, ascendió al campanario del convento y con ayuda
de un anteojo de noche y por una ventana trasera trató de darse cuenta
de la fuerza y movimientos del enemigo. Cada momento transcurrido, daba
prueba más clara de su intención de desembarcar; y tan pronto como
aclaró el día percibimos el afanoso embarcar de sus hombres en los botes
de siete barcos que componían su escuadrilla. Pudimos contar claramente
alrededor de trescientos veinte marinos y marineros desembarcando al pie
de la barranca y preparándose a subir la larga y tortuosa senda, única
comunicación entre el convento y el río. Era evidente, por el descuido
con que el enemigo ascendía el camino, que estaba desprevenido de los
preparativos hechos para recibirlo, pero San Martín y sus oficiales
descendieron de la torrecilla, y después de preparar todo para el
choque, tomaron sus respectivos puestos en el patio de abajo. Los
hombres fueron sacados del cuadrángulo, enteramente inapercibidos, cada
escuadrón detrás de una de las alas del edificio. San Martín volvió a
subir al campanario y, deteniéndose apenas un momento, volvió a bajar
corriendo, luego de decirme: “Ahora, en dos minutos más estaremos sobre
ellos, sable en mano".
Fue un momento de intensa ansiedad para mí. San Martín había ordenado a
sus hombres no disparar un solo tiro. El enemigo aparecía a mis pies
seguramente a no más de cien yardas. Su bandera flameaba alegremente,
sus tambores y pitos tocaban marcha redoblada, cuando en un instante y a
toda brida los dos escuadrones desembocaron por atrás del convento y
flanqueando al enemigo por las dos alas, comenzaron con sus lucientes
sables la matanza, que fue instantánea y espantosa. Las tropas de San
Martín recibieron una descarga solamente, pero desatinada, del enemigo;
porque, cerca de él, como estaba la caballería, sólo cinco hombres
cayeron en la embestida contra los marinos. Todo lo demás fue derrota,
estrago y espanto entre aquel desdichado cuerpo. La persecución, la
matanza, el triunfo, siguieron al asalto de las tropas de Buenos Aires.
La suerte de la batalla, aun para un ojo inexperto como el mío, no
estuvo indecisa tres minutos. La carga de los dos escuadrones,
instantáneamente rompió las filas enemigas y desde aquel momento los
fulgurantes sables hicieron su obra de muerte tan rápidamente que en un
cuarto de hora el terreno estaba cubierto de muertos y heridos. Un
grupito de españoles había huido hasta el borde de la barranca; y allí,
viéndose perseguidos por una docena de granaderos de San Martín, se
precipitaron barranca abajo y fueron aplastados en la caída. Fue en vano
que el oficial a cargo de la partida les pidiera se rindiesen para
salvarse. Su pánico les había privado completamente de la razón, y en
vez de rendirse como prisioneros de guerra, dieron el horrible salto que
los llevó al otro mundo y dio sus cadáveres, aquel día, como alimento a
las aves de rapiña. De todos los que desembarcaron, volvieron a sus
barcos apenas cincuenta. Los demás fueron muertos o heridos, mientras
San Martín solamente perdió en el encuentro, ocho de sus hombres. La
excitación nerviosa proveniente de la dolorosa novedad del espectáculo,
pronto se convirtió en mi sentimiento predominante; y quedé contentísimo
de abandonar el todavía humeante campo de la acción. Supliqué a San
Martín, en consecuencia, que aceptase mi vino y provisiones en obsequio
a los heridos de ambas partes, y dándole un cordial adiós, abandoné el
teatro de la lucha, con pena por la matanza, pero con admiración por su
sangre fría e intrepidez. Esta batalla (si batalla puede llamarse) fue,
en sus consecuencias, de gran provecho para todos los que tenían
relaciones con el Paraguay, pues los marinos se alejaron del río Paraná
y jamás pudieron penetrar después en son de hostilidades." G. P.
Robertson
Observaciones:
Los hermanos William y John Robertson son primos del embajador británico
Woodbine Parish, quien es uno de los firmantes el 2 de febrero de 1825
del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Gran Bretaña y las
Provincias Unidas del Río de la Plata. Por las Provincias Unidas el
firmante fue Manuel José García, en su carácter de Ministro Secretario
en los Departamentos de Gobierno, Hacienda y Relaciones Exteriores del
Ejecutivo Nacional, ejercido por el gobernador de la provincia de Buenos
Aires, el general Juan Gregorio de Las Heras. Woodbine Parish es el
autor de Buenos Aires y las Provincias del Río de la Plata,
editado en Londres en 1839.
Fueron constante las interpretaciones capciosas de diversos autores
rivadavianos y academicistas, que derivaron de este casual encuentro
entre San Martín y un súbdito inglés. Molesta tanto los “errores” de
traducción del relato de Robertson, porque sirven a los propósitos de
estos personajes que interpretan cualquier encuentro de San Martín con
un súbdito británico, como la demostración palpable de la tutoría de la
Lautaro sobre las acciones de nuestro máximo prócer en toda su campaña
libertadora. Son innumerables los británicos a los que se les atribuye
funciones de contralor y tutoría de la logia mencionada.
Scylla y Caribidis es la versión inglesa del latin Escila y Caribdis,
que son dos monstruos marinos de la mitología griega, que situados en
orillas opuestas de un estrecho canal de agua, y ubicados cerca de ambas
orillas, los marinos intentando evitar a Caribdis pasarían muy cerca de
Escila y viceversa. Posteriormente, la tradición identificó a este lugar
con el Estrecho de Mesina, entre Italia y Sicilia. El que pasa, siempre
está cerca de alguna de las orillas. Desde la Odisea hasta
la historia contemporánea, esta disyuntiva aparece reiteradamente. Una
de las últimas corresponde a la Invasión Aliada por el Sur de Italia,
precisamente por Mesina.
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