Misterio en São Cristovão

Cuento de Clarice Lispector

(Traducción de Valentina Bastos)

En una noche de mayo —visibles los jacintos rígidos detrás del ventanal— el comedor de la casa se hallaba iluminado y tranquilo.

En torno a la mesa, momentáneamente inmovilizados, se encontraban el padre, la madre, la abuela, tres niños y una jovencita delgada, de diecinueve años. El sereno perfumado de São Cristovão no era peligroso, pero el modo como las personas se agrupaban en el interior de la casa volvía riesgoso todo cuanto no fuese el seno de una familia en una noche fresca de mayo. Nada había de especial en la reunión: se acababa de cenar y se conversaba alrededor de la mesa, los mosquitos en torno a la luz. Lo que hacía tan opulenta la cena y daba un aire tan florecido al rostro de cada persona, era que después de muchos años casi resultaba palpable, por fin, el progreso en esa familia: ocurría esa sobremesa de una noche de mayo porque los chicos han ido diariamente a la escuela, el padre tiene sus negocios, la madre trabajó durante años en los partos y en la casa, la muchacha se aploma en la delicadeza que corresponde a su edad, y la abuela se equilibró en su estado. Sin darse cuenta, la familia miraba la dichosa sala, como si vigilara ese raro instante de mayo y su abundancia.

Después, cada uno se alejó hacia su habitación. La vieja extendióse, gimiendo con benignidad. El padre y la madre, cerradas todas las puertas, se acostaron pensativos y se adormecieron. Los tres niños, adoptando las posiciones más difíciles, se durmieron en las tres camas como en tres trapecios. La muchacha, en su camisa de algodón, abrió la ventana del cuarto y aspiró todo el jardín con insatisfacción y felicidad. Perturbada por la humedad olorosa, se acostó, prometiéndose para el día siguiente una actitud enteramente nueva que conmoviera a los jacintos e hiciese estremecer las frutas en sus ramas —en ello meditaba cuando la ganó el sueño—.

Transcurrieron las horas. Y cuando el silencio parpadeaba en las luciérnagas —los niños colgados de su sueño, la abuela rumiando un sueño difícil, los padres cansados, la jovencita dormida en medio de su meditación—, se abrió la casa de la esquina y de ella salieron tres enmascarados.

Uno era alto y tenía cabeza de gallo. Otro era gordo y llevaba disfraz de toro. Y el tercero, más joven, por carecer de ideas, se vistió de Caballero antiguo y se puso máscara de demonio, a través de la cual surgían sus ojos cándidos. Las tres máscaras atravesaron la calle en silencio.

Al pasar por la casa oscura de la familia, el que se había disfrazado de gallo y a quien pertenecían casi todas las ideas del grupo, se detuvo y dijo:

—¡Mirá, che!

Pacientes bajo la tortura de la máscara, los compañeros miraron y vieron una casa y un jardín. Sintiéndose elegantes y miserables, esperaron con resignación que el otro completase sus pensamientos. Finalmente el Gallo agregó:

—Podemos cortar jacintos.

Los otros dos no respondieron. Aprovecharon la circunstancia de haberse detenido para examinarse desolados y buscar la forma de respirar mejor dentro de la máscara.

—Un jacinto para que cada uno se lo ponga en su disfraz, concluyó el Gallo.

El Toro se agitó inquieto ante la idea de tener un adorno más que cuidar en la fiesta. Pero, tras un instante en que los tres dieron la impresión de pensar profundamente lo que debían hacer, sin que en verdad pensasen en cosa alguna, el Gallo se adelantó, ágilmente trepó sobre la reja y pisó la tierra prohibida del jardín. El Toro lo siguió con dificultad. El tercero, aunque vacilante, de un solo envión se encontró en el mismo centro de los jacintos, cayendo con un retumbo amortecido que dejó expectantes y asustados a los tres: sin respirar, el Gallo, el Toro y el Caballero del Diablo escrutaron la oscuridad. Pero la casa persistía bajo el dominio de las sombras y los sapos. Y, en el jardín ahogado de perfumes, los jacintos se estremecían, inmunes.

Entonces el Gallo se adelantó. Podía cortar el jacinto que estaba al alcance de su mano. Sin embargo, los más grandes, que se erguían junto a una ventana —altos, duros, frágiles— lo atraían con sus destellos. Hacia ellos se dirigió el Gallo en puntas de pies, y el Toro y el Caballero lo acompañaron. El silencio los vigilaba.

Apenas había quebrado el tallo del jacinto más grande, cuando el Gallo se detuvo, helado. Los otros dos quedaron inmóviles y su hondo suspirar los hundió en el sueño.

Detrás del vidrio oscuro de la ventana, un rostro blanco los estaba mirando.

El Gallo se inmovilizó en el ademán de romper el jacinto. El Toro se hallaba con las manos todavía erguidas. El Caballero, exangüe bajo la máscara, había rejuvenecido hasta recobrar la infancia y su horror. Detrás de la ventana el rostro miraba.

Ninguno de los cuatro lograría saber quién era el castigo del otro. Los jacintos, cada vez más blancos en la oscuridad. Paralizados, se espiaban.

La simple proximidad de cuatro máscaras en la noche de mayo parecía haber resonado en huecos recintos, y en otros, y en otros todavía, que sin esa conjunción instantánea en el jardín, quedarían para siempre retenidos en el perfume que está en el aire, y en la inmanencia de cuatro naturalezas que el azar señalara, fijando hora y lugar, — el mismo azar fatal de una estrella errante. Los cuatro, venidos de la realidad, habían caído en las posibilidades que ofrece una noche de mayo en São Cristovão. Cada planta húmeda, cada guijarro, todos los sapos roncos, aprovechaban la silenciosa confusión para ganar el mejor lugar — todo en la oscuridad era muda aproximación. Atrapados en la celada, se miraron aterrorizados: fue atropellada la naturaleza de las cosas y las cuatro figuras se escrutaban con las alas prontas. Un gallo, un toro, el demonio y un rostro de muchacha habían desatado la maravilla del jardín... Entonces apareció la gran luna de mayo.

Era un toque peligroso para las cuatro imágenes. Tan riesgoso que, sin el menor ruido, las cuatro visiones mudas retrocedieron sin quitarse los ojos de encima, temiendo que en el momento de no hallarse unidos por la mirada, nuevos territorios distantes serían heridos y que, después de la silenciosa derrota, apenas quedarían los jacintos, ya dueños del tesoro del jardín. Ningún espectro vió desaparecer al otro, porque todos se retiraron al mismo tiempo, lentamente, en puntas de pies. Sin embargo, no bien se rompió el círculo mágico de cuatro, libres de mutua vigilancia, la constelación se deshizo con pavor: tres bultos saltaron como gatos las rejas del jardín, y otro, erizado y de pronto crecido, se alejó de espaldas hasta el dintel de una puerta, donde, lanzando un grito, se puso a correr.

Los tres caballeros disfrazados, que, a raíz de la funesta idea del Gallo, pretendían causar sorpresa en un baile que estaba lejos de la temporada de carnaval, lograron su triunfo en medio de la fiesta ya comenzada. La música se interrumpió y los bailarines, todavía enlazados, entre risas, vieron que tres enmascarados jadeantes se detenían como indigentes en la puerta. Por fin, después de varias tentativas, los invitados tuvieron que abandonar su deseo de convertirlos en reyes de la fiesta porque, asustados, los tres permanecían unidos: uno alto, otro gordo y otro joven, uno gordo, otro joven y otro alto, desequilibrio y conjunción, los rostros sin palabras bajo las tres máscaras que vacilaban independientes.

Mientras esto ocurría, la casa de los jacintos se iluminaba entera. La muchacha estaba sentada en la sala. La abuela, con los cabellos blancos trenzados, sostenía el vaso de agua; la madre alisaba los cabellos oscuros de la hija, en tanto el padre recorría la casa. La muchacha no lograba explicarse: parecía haber dicho todo con su grito. Su rostro se achicó con nitidez, se deshizo toda la construcción laboriosa de su edad y era otra vez una nena. Pero en la imagen rejuvenecida que la devolvía a otras épocas, para horror de la familia, un hilo blanco aparecía entre los cabellos de su frente. Como persistiese en mirar hacia la ventana, dejaron que descansara en su asiento y, con los candeleros en la mano, temblorosos de frío bajo sus camisones, salieron a incursionar por el jardín.

Poco después, las velas se dispersaban danzando en la oscuridad. Las hiedras se encogían bajo la luz; los sapos, bruscamente iluminados, saltaban entre los pies; los frutos se doraban por un momento entre las hojas. El jardín, arrancado de su éxtasis, ya se engrandecía, ya se extinguía; las mariposas giraban en vuelos sonámbulos. Finalmente, la vieja, buena conocedora de los canteros, señaló el único rastro visible en el jardín que se esquivaba: el jacinto todavía vivo pero con el tallo quebrado... Entonces era verdad: algo había ocurrido. Volvieron, iluminaron toda la casa y pasaron el resto de la noche expectantes.

Sólo los tres niños dormían más profundamente que nunca.

La muchacha recuperó gradualmente su verdadera edad. Era la única que no se dedicaba a escrutar. Pero los otros, que nada habían visto, se volvieron atentos e inquietos. Y como la prosperidad en esa familia era frágil producto de muchos cuidados y de algunas mentiras, todo se deshizo y tuvo que ser reconstruido casi desde el principio: la abuela de nuevo dispuesta a ofenderse, el padre y la madre otra vez fatigados, los niños realmente insoportables, en suma, toda la casa como esperando que una vez más la brisa de la abundancia soplase después de una cena. Lo que acaso sucedería en otra noche de mayo.

 

Cuento de Clarice Lispector

(Traducción de Valentina Bastos)

 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 11 Enero - febrero de 1958

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-11/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

Ver, además:

                     Clarice Lispector en Letras Uruguay

 

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