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El muro, una mujer y el tiempo
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Aquella voz, que recordaba la muerte, no venía de muy lejos. La muerte del heraldo. Diusmel Machado |
Amanda ha perdido sus piernas, ahora tiene que hacer sus necesidades en una cuña, en un cajón que le ha inventado su sobrino: a qué se reduce aquella mujer que jugaba con el dinero, que hacía fiestas con invitados importantes de la farándula y hoy se encuentra ciega en el hospital, en la sala de medicina donde los baños son bisexuales y lo mismo haces tus necesidades y un hombre al lado las suyas o fácilmente te bañas y en la ducha de al lado, aunque no tiene puertas, un hombre se baña; porque un hombre en la sala de Medicina de este hospital, deja de ser un hombre sexual para convertirse en enfermo. Amanda escucha una voz masculina y se sorprende, ella no se adapta a este sistema, es de esas mujeres que le ponen agrio el hígado a cualquiera; le grita constantemente a Lucía, la mujer de su sobrino, quien recibe una pensión del Estado por cuidarla y vive con ella, con sus miserias que danzan en la ceguera que hoy la martiriza, porque no puede siquiera apreciar la limpieza de su casa; otrora Amanda era muy exigente con sus criados y ahora alimenta en su interior un fibroma, tiene piedras en los riñones y una diabetes para completar la trilogía. Su vientre no dio vida nunca a un hijo, varias interrupciones de embarazo fueron la salida que Amanda buscó a su vientre fértil, al mismo vientre que antaño disfrutó de una delicada belleza y sensualidad, que en su época la hizo sobresalir entre las demás jóvenes; usaba los zapatos de tacones que le gustaban, hoy un zapato es la causa de su mutilación, un par de mocasines que la había fascinado en una vidriera, al comprarlos le quedaron chiquitos: pero ella era persistente, una peladura en su pie comenzó a hincharlo y ella ya no veía bien como para darse cuenta de que su pie se ennegrecía. Hubo que cortarle un pie y seguir cortando su pierna hasta el mismo muslo, y luego la siguiente, hasta verlas desaparecer para siempre y ser devoradas por el fuego en el crematorio. Amanda se apoya con las manos y vive en esa silla de ruedas desde donde grita y quiere que todos corran, ser la mujer que daba órdenes y disfrutaba pagar criados y tener una finca y los hombres que quería en su cama. Se dice que hizo sufrir a algunas mujeres de su pueblo, los hombres enloquecían por ella. Hoy está en este hospital y alguien aprovecha que su acompañante se fue a la ropería, para acercarse y decirle: —Amanda, tú que tenías tu casa tan limpia y ahora las telarañas la florean y tú eres un desastre, ese pelo de canas grises y grasosas, esa ropa descosida. ¡Pareces un traste!... Amanda quiere responder con ira, gritar imprecaciones; pero la voz se escapa de su lado y sale por el baño que da al otro cubículo. Cuando regresa la mujer de su sobrino, Amanda la coge contra ella: —¡Puerca! ¿Para qué te pago si no me arreglas, y dices que me mantienes bonita? ¡Desnaturalizada! —Oiga, usted se equivoca, pregúntele a su hermana. Yo la cuido a usted y la mantengo arreglada… ¿Quién le ha dicho eso? La presión de Amanda sube, su cara enrojecida va a estallar de ira, prosiguen sus vituperios y maldiciones: —¡Desgraciada! Tú estás conmigo por quedarte con mi casa, con todo lo mío, lo que quieres es que yo me muera, quizá no me das ni mis pastillas. —Pero, dios mío… ¿quién le dijo eso, Amanda? ¿Usted se ha vuelto loca? El personal médico se acerca, le ponen un sedante. En un aparte, le preguntan a Lucía: —¿Ella ha reaccionado así en otras ocasiones? —No, nunca. ¿No será la enfermedad? ¿Cuándo le van a operar el fibroma? ¿Qué harán con su riñón? —Nada, no se puede hacer nada. Con esa diabetes, sería una muerte segura. Hay que seguir con el mismo tratamiento. Amanda duerme tranquila, descansa. Llega la noche y comienzan a repartir la comida, Lucía sale al pasillo a buscar la ración de su enferma. Entonces llega otra vez la voz, se aprovecha de la situación y la despierta: —Amanda, ¿te acuerdas de Gilberto? Aquel hombre de pelo negro y cejas anchas que te amó y sufrió mucho por ti… La enferma quiere volver los ojos, descubrir de dónde viene el susurro; pero el dolor no le deja hacer movimiento alguno. —Pues, se ahorcó el día que no lo viste más y ahora te persigue su espíritu, ha dicho, antes de morirse, que te llevaría con él, poco a poco, pedacito a pedacito. Primero los dedos, después los pies, luego las piernas… y ahora Gilberto te quiere arrancar el vientre, entra sus dedos en tu vulva, hasta el vientre fastidioso donde su hijo no pudo vivir, el hijo que le mataste, el hijo de Gilberto que está sentado a tu cabecera y te mira, te está mirando en este momento, quiere acariciarte, a su madre, a la maldita madre que lo hizo volverse un ángel… ¿No sientes sus alas sobre tu cara?, ¿el olor de la sangre, el llanto de la extirpación? Amanda suelta un grito, se arranca el suero recién puesto por la enfermera. Todos corren, se ha lanzado de la cama gritando: —¡El niño!, ¡el niño me ha mordido! ¡Cuidado con las uñas! ¡Cuidado…! La levantan, sangra, los ñongos que le sirven de apoyo son un conjunto morado de flecos colgadizos. Lucía corre en busca del médico, nuevamente la voz se aprovecha, y entra en los oídos de la enferma: —¿Ahora ves el muro blanco con la cruz escarlata? Detrás está la casa, allí están las manitos pequeñas y tus pies. Gilberto guarda tus piernas, por la tarde las saca a pasear. Todos le dicen que unas piernas moradas no son de buen gusto. Ayer vi cuando las tenía recostadas al muro, y un perro las orinaba… Amanda quiere soltar un último grito, pero es tarde ya. Se ha dejado caer contra el muro. Nadie, ni siquiera un perro volvería a orinarla.
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Odalys Leyva Rosabal
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