Vacaciones en Bragado 
Carlos Raúl Lemiña Cortés

Cuando los Veranos desembozaban su perfil ignominioso y Buenos Aires se desliaba entre vapores de animadversión, siempre que nuestro padre lograra despegarse por unos pocos días de sus negocios, viajábamos a Bragado, donde vivía nuestra abuela materna, en plan de vacaciones. Mamá solía decir que nos íbamos al campo, cuando en realidad lo que hacíamos era dejar nuestra confortable casa de Palermo, para encerrarnos en dos habitaciones, cocina y servicio al fondo, donde era inviable esquivar la presencia autoritaria de la abuela, a quien debíamos llamar, por mandato no esclarecido, mamá Aurora. El campo no era más que una deliberación fortuita, inducida más allá de los límites del pueblo, y escapaba a nuestras atribuciones. Para mamá Aurora eran tierras para los animales y la labranza, y nada tenían que hacer allí un par de críos descomedidos, que era su manera de referirse a Josefina y a mí cuando estaba de mejor humor que, no habré de ser yo quien exagere, era de lo peor.

El abuelo, que seguramente había muerto de hastío, dejó entre su más preciada herencia cinco alsacianos, a los que la brutalidad de mamá Aurora convirtió  en virtuales asesinos, excepto Cano, contra cuya proverbial nobleza jamás pudo, que era quien nos alegraba el alma entre tanta pesadumbre, a despecho de mamá Aurora que no toleraba la felicidad en su entorno. Mujer resentida si las hubo, nunca supe cuáles eran las cuitas que intentaba cobrarle a todo el género humano y a cuanto bicho que tuviera la malhadada fortuna de ir a parar a su infausto ejido. Lo cierto es que,  en los pocos días de convivencia a que nos veíamos forzados una vez al año, me espantaba la inquietud que afloraba de mi interior como una espiración de odio y otros sentimientos no menos repugnantes.

Cuando llegamos a Bragado, en nuestro último viaje, Cano salió a nuestro encuentro y escoltó  el automóvil, entre piruetas y ladridos, a lo largo del camino de tierra, hasta la galería que amparaba la entrada de la casa donde, curiosamente, no nos esperaba mamá Aurora, consuetudinariamente dispuesta a dar órdenes e inducir situaciones mortificantes. En su lugar estaba Fidel , un sufrido peón que a duras penas sobrellevaba una ancianidad derruida por el trabajo y que por respeto a la memoria del patrón, a quien había servido devotamente antes de la peste que diezmó la hacienda en el 45 y licuó las finanzas de la familia, no había querido abandonarla.

Cuando bajamos del auto y Cano se alzó en dos patas para saludarme, me abracé a él para brindarle la escasa cuota de afecto que recibía una vez por año y, entre risas y revolcones, me sobresaltó el llanto compulsivo de mi madre que se introdujo en la casa seguida por mi padre. Josefina intentó ir tras ellos, pero Fidel se lo impidió sujetándola de un brazo. Luego me tomó de una mano y, haciendo caso omiso de nuestras protestas, nos obligó a acompañarlo.

- Vamos a ver el campo...

Lo que quizás en otro momento hubiera significado para nosotros una invitación feliz, se esfumó en el menoscabo de nuestra voluntad, y en la obcecación de Fidel por sacarnos de allí. No había nada que pudiéramos hacer. Sus brazos sarmentosos conservaban una fuerza que excedía nuestra poca resistencia, y ni hablar de razones que ni siquiera se molestó en considerar.

A nuestro parecer tan maldispuesto, el campo resultó un verdadero fiasco. Y nada puedo rescatar de mi memoria que no sean un cansancio infructuoso y una aguda sensación de soledad. Pasado el mediodía, con un apetito feroz y hartos de caminar, volvimos a la casa. 

Fidel dijo que bien podía ocuparse de nosotros, y nuestros padres se marcharon a realizar trámites imperiosos a un lugar donde no se permitía la entrada de menores. A lo largo de muchas horas de espera, fuimos comiendo los restos de las viandas que mamá había dispuesto para alimentarnos durante el viaje. Sin duda, los trámites resultarían muy engorrosos, porque no volvieron sino hasta el día siguiente. Durante toda la noche nos mantuvimos despiertos, pese a los esfuerzos de Fidel por hacernos descansar de un viaje que, a su criterio, había sido tan agotador. Doblegado por nuestras súplicas, terminó contándonos perturbadoras historias de aparecidos, de esas que discurren entre la gente de campo que, sumadas a los aullidos de los perros, coadyuvaron  a desvelarnos. Cuando apenas se insinuaba el nuevo sol, el viejo salió de la casa para encadenar a los perros, que eran soltados regularmente durante las noches. Cano, que gozaba de ciertos privilegios, lo acompañó pegado a su rodilla izquierda y, finalizada la faena, volvió con él para detenerse prudentemente en el vano de la puerta.

- ¿Lo dejamos entrar?...

La propuesta de Fidel nos llenó de estupor y alegría. Demás está decir que inmediatamente dimos nuestro consentimiento que, en realidad, no era necesario, dado que la pregunta era meramente retórica y antes de que llegara la respuesta, tras un leve ademán de su mano, el perro saltó junto a él moviendo efusivamente su cola. Con los años llegué a sospechar que en ese mínimo gesto Fidel se estaba tomando una inocente y recóndita venganza. De su rostro apergaminado se echó a volar una rutilante sonrisa y, por un par de segundos, sus ojos se iluminaron con una vitalidad adolescente. Luego se abocó a la tarea de prepararnos un voluntarioso desayuno que sabía a fracaso, pero que Josefina y yo consumimos desde nuestra más genuina solidaridad. Cuando hubimos terminado con ese pequeño sacrificio, del que no pretendo vanagloriarme pues no hay pan duro a falta de escrúpulos cuando la urgencia manda, salimos a la galería y nos sentamos sobre el piso de ladrillos, a esperar a nuestros padres. A media mañana, entre una nube de polvo, el camino los trajo de vuelta. Con ellos llegaron dos paisanos de gesto huraño y cuchillo al cinto, armados con escopetas. Mamá nos abrazó y nos hizo entrar a la casa, en tanto afuera se iniciaba lo que parecía ser una discusión entre papá y Fidel. No duró demasiado, pero me sorprendió la actitud de Fidel utilizando un tono de voz insolente que no le conocíamos. Luego de un breve silencio cargado de expectativa, Fidel se asomó a la puerta. Lucía enojado y habló como si le doliera respirar.

- Señora, yo me retiro...

- Está bien, Fidel, gracias por todo...

El viejo me miró, volteó  a mirar a mi madre, amagó decir algo, y terminó yéndose con la cabeza gacha.

- ¿Qué pasa, mamá?...

Los primeros disparos me hicieron dar un respingo y suscitaron el llanto de Josefina que, tapándose los oídos, se refugió en brazos de mi madre, que no logró detenerme cuando corrí hacia la ventana.

A escasos metros de la casa, con un infausto agujero en la cabeza, Cano yacía tendido de flanco sobre la tierra. Los disparos continuaron en tanto el ladrido de los otros perros se fue angostando paulatinamente  hasta que la masacre se redujo a un insidioso e irreparable silencio. 

Aún papá no había terminado de enterrar a los perros cuando la tarde se escurrió  detrás de negros y estremecedores nubarrones. Debíamos apurarnos si queríamos salir de Bragado antes de que los caminos se hicieran intransitables. Finalizada su ingrata tarea, papá clavó maderas atravesadas en cada una de las ventanas, cargó en el auto lo poco que habíamos llegado a desempacar, puso doble candado a la puerta de entrada y emprendimos la vuelta a Buenos Aires.

Casi a la salida del pueblo, con la tormenta desatada sobre nuestras cabezas, como temiendo una respuesta indeseable, Josefina susurró:

-¿Y mamá Aurora?...

- La abuelita se fue al cielo...

Espero que, puesto a castigarme, Dios tenga cierta conmiseración, pero de haber sido aceptada allá arriba, sería reconfortante  saber que Cano deberá  soportar la eternidad en el infierno.

Carlos Raúl Lemiña Cortés

elarcondeanaxagoras.crlc@gmail.com  
cr.lemina.cortes@gmail.com
  
Sitio web: http://sites.google.com/site/elarcondeanaxagoras 

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