La última muerte de Muraña |
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En la memoria de Palermo estabas, en su mitología de un pasado de baraja y puñal y en el dorado bronce de las inútiles aldabas... (De Jorge Luis Borges, a quien está |
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Sin duda auguró su fin, pues sólo los que saben que van a dejar este mundo suelen mirar con esa mezcla de asombro y resignación que produce el horror cuando se lo sabe inevitable. El hombre advirtió que, esta vez, el puñal del enemigo no erraría el lance y entraría en su pecho con un dolor desconocido mucho menos injurioso de lo que jamás hubiera imaginado. A mí se me hace que Muraña maliciaba los acasos propicios de su desgracia y que dispuso el entramado de la hora definitiva, con el oficio virtuoso de aquél que lo ha ejercido hasta el hartazgo. El sitio fue la cruz que la calle procura al Maldonado en el menoscabo de su cauce, por donde el Plata despliega su vanagloria de cielo y lejanía. El momento, los últimos esguinces de la tarde, cuando el sol se rinde a la penumbra socavando el barro del suburbio y la techumbre denuncia el pulso vacilante de las primeras estrellas. Un canto precavido de cigarras languideció al filo del dicterio y una sombra se escurrió en la hondura de una ventana, cobarde o pudorosa, con la voluntad de no haber visto nada. Muraña echó un manotazo al aire, como intentando sujetarse vaya uno a saber de qué extrema alucinación, dio vuelta los ojos y respiró con empeño dos o tres veces más. Fue una muerte mínima y silenciosa, no exenta de cierta dignidad. ¡Había visto tantas muertes bochornosas!... Sintió un blando sobrecogimiento cercano al orgullo, no empañado ni siquiera por la poca entidad del matador, un extranjero sin monta y desconocidos laureles que el destino le había arreglado porque en los andurriales de Palermo ya no quedaba cristiano que se le decidiera. La premura del tiempo, que no sabe de concesiones piadosas, le impidió pensar en muchas cosas más, pero alcanzó a ver, una por una, todas aquellas caras que se habían llevado en los ojos una última imagen de su propia cara. El motivo del duelo o la pelea, habría de diluirse en el entresijo de las cosas que el destino acostumbra ocultar a los ojos de los hombres, porque escapaba a los rencores que Muraña hubiera negociado entre quienes habían tenido la mala estrella de conocerlo. Fatalmente, la imaginería urbana, que es pródiga en imposturas cuando se ignora el fondo de la verdad, fraguaría tres o cuatro historias más o menos creíbles en las que ninguno creería con legítima convicción. Lo cierto es que el matador desapareció sin dejar huella, y el mismo Diablo hubo de cargar con el beneficio de aquella muerte tan deseada. Aun yerto y desprovisto de los infaustos talentos de su ánima, el miedo y el respeto que el finado indujera en la comunidad espoleaban el silencio de la calle vacía. Nadie osó aproximarse a sus despojos. Tan sólo la certeza de la noche, que no sabe de culpas y castigos, acompañó su tránsito en las sombras. |
Carlos Raúl Lemiña Cortés
elarcondeanaxagoras.crlc@gmail.com
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