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Perdonarte, fue la venganza de Picapiedra
César Lazo
clazva@yahoo.com

 
 

Recordá que ese día llegamos temprano a Sonaguera. No creo que hayas olvidado los acontecimientos que sucedieron aquella mañana fría, cuando la neblina lo cubría todo, que apenas mirábamos la carretera de tierra que a esa hora estaba desolada. La ciudad empezaba a despertar y el día llegaba preñado de ruidos, voces, gritos, las campanas, desgañitándose, llamaban a la gente para que asistieran a la misa y el canto de los pájaros matutinos, volando de rama en rama, en los escasos árboles arropados por la niebla. Hacía frío y el sol se resistía a salir de su escondrijo para calentarnos. Yo tenía hambre y te dije que buscáramos un lugar donde comer, pero vos dijiste que mejor termináramos de hacer las gestiones en el Registro de las Personas. Trate de convencerte inútilmente y me arrastraste con tenacidad desesperante hasta la puerta del Registro que todavía permanecía cerrada. Allí estaba Calucho, esperando con paciencia aldeana a que abrieran la oficina. Vos sonreíste y Calucho te correspondió con un saludo efusivo cuando le dijiste: “Hola Calucho, me alegro de verte” y él te dio la mano y te abrazó con la alegría del reencuentro. Hablaban sin parar, recordando los viejos tiempos y yo me mantenía al margen, sintiéndome ignorada, quizá no te diste cuenta o tal vez me ignorabas a propósito, para ocultar un pasado que te avergonzaba, tu pasado parchado con mentiras y que pronto serían puestas a pruebas, oscuridad que se diluye con la luz de la verdad. Pero inútil es tratar de convencer al necio, maneado con sus vanas palabras, por eso la lección no te duró y no pudiste aprender: La verdad no puede ocultarse con un dedo. De repente arrojaste la pregunta: ¿Y Picapiedra dónde está, se murió?” – Picapiedra se apareció ante tus ojos, vivito y coleando, fantasma envejecido, mirándote con sus ojos enrojecidos y saltones. “Mala hierba nunca muere” – dijo el aparecido. Calucho se rió y te miró con una mirada de buey en el matadero. Vos le recordaste cuando le daban de comer queso seco y luego lo ponían a cantar las rancheras de Vicente, aunque prefería los boleros de Marco Antonio Muñiz. Empezaste a reír burlándote de aquel ser famélico y harapiento, que a pesar de su desamparo indigente, te miraba con lastima. Calucho se puso triste, agachó la cabeza  avergonzado por la conducta que te desnudaba ante todos los presentes. Quizá, él miraba el retrato de un Narciso reincidente. Ahora acepto que me enredé con alguien que nunca pudo desligarse de una turgente vanidad que te vuelve esclavo de la opinión ajena.

Vos seguías riendo, lucías nervioso, entonces Picapiedra alzó la voz y levantando su dedo acusador, dijo:

- “Vos mataste a la viuda de Payan, no te hagas el maje”.

La acusación, hecha sin preámbulo diplomático, te tomó de sorpresa y reaccionaste, diciendo: ­- “Ahora está más loco”. Al instante te diste cuenta que ya era tarde, que no podías seguir sosteniendo una discusión que te dejaría mal parado y trataste de evadir la ofensiva de Picapiedra, refugiándote en el interior del Registro Civil, que en ese momento abría sus puertas al público. El te siguió y trataste de ignorarlo, pero él no se amilanó e insistió tanto, obligándote a suplicar. El no hizo caso y te acosaba con la acusación.  “¿Por qué no admitís la verdad?” – te decía. Vos mirabas el cielo raso, y eso lo enfurecía y volvía a repetir: “Vos mataste a la viuda de Payan”. Vos tratando de evitar aquella situación le decías: “Por favor Picapiedra, olvídate del pasado” –. Él insistía y repetía alucinado: “El pasado es lo único que nos queda, el presente es un infierno y el futuro es incierto, mirá lo que le paso a la viuda de Payan después de que vos te fuiste sin decir adiós”. Te quedaste mudo y me miraste con los ojos acuosos y Picapiedra no paró de hablar hasta que llegaron aquellos guardias y se lo llevaron a la cárcel por alterar el orden público; los guardias lo golpearon frente a nosotros, porque él los insultó y les dijo que el hechor eras vos y no él, qué les pasa hombre, es que están ciegos o se hacen los majes, decía,   y se resistió y vos no dijiste nada, te acobardaste o quizá tratabas de vengarte de él. Picapiedra no se preocupaba de acomodar el discurso ni coordinaba los pensamientos ni razonaba las ideas, sólo hablaba y hablaba, narrando el pasado que a vos te asustaba, él dejaba escapar las palabras, torrente que caía de lo alto de una peña. Vos estabas molesto porque te hizo recordar lo que no querías recordar, aquel capitulo, que a la fuerza de querer olvidarlo se iba alejando en el pasado, vértigo sin retorno. Tu pasado. El pasado que te persigue como una sombra y no te deja en paz ni durante  el sueño. Los guardias y Picapiedra se perdieron en una esquina, mientras vos te arrepentías de haber mencionado el nombre de aquel ser que ahora maldecías. Tratabas de disimular tu derrota anticipada y le hablaste a Calucho, pero éste se alejó con su mirada adolorada y vos te refugiaste en un cascaron frágil de mutismo, no habitual en tu personalidad.

Entonces te acordaste de mi presencia olvidada y quisiste explicar, de inventar una excusa, un pretexto para evitar la caída anunciada inesperadamente; era inútil, yo todavía guardaba en mis oídos el eco de las palabras de Picapiedra cuando dijo: “No te hagas el maje, que bien te conozco, como la palma de mi mano. Acordate, yo te acompañaba cuando visitabas a la viuda de Payan a escondidas. Yo te esperaba en la puerta que se cerraba rápido y la viudita te metía apresurada en la cama. Acordate, ella siempre estaba dispuesta a todo para calmar su lujuria; vos te aprovechabas de la debilidad de aquella mujer que nunca pudo apagar su fuego interior, su deseo animal que la perdió, porque vos le enseñaste el camino del suicidio, cuando te fuiste con la Macoto”.

Los que lo conocían se asombraban de su elocuencia, porque todos sabían que en algún momento, alguna fecha borrada del calendario, él había perdido la razón, se le había metido la enfermedad del olvido en la cabeza, había perdido el habla, se comunicaba por señas y vagaba como sombra sin árbol, sin casa ni fuego interior que lo alumbrara. Pero había llegado hasta allí para vengar a la viuda de Payan y habló y habló hasta que los guardias se lo llevaron. Vos te quedaste paralizado, me imagino que tratabas de poner la mente en blanco, de no recordar aquel pasaje triste que te avergonzaba y hacía cargar una culpa. Era tu culpa y nadie te la podía quitar, pero vos volviste a repetir la historia de Adán y siempre tratabas de buscar un culpable de tu propia debilidad.

Cuantas veces me habías contado la historia de la viuda de Payan. Pero, nunca me dijiste que vos eras el amante que entraba furtivamente por la ventana, que ella dejaba abierta todas las noches. Mentiroso. Mentiroso como vos no hay otro. Se te olvido que toda mentira es traicionera, porque la verdad siempre sale  a  flote para desnudarla. Nunca te imaginaste que Picapiedra hablaría, frente a frente y sin temor, escupiendo el rencor acumulado directamente a tu cara, de repente, sin aviso y sin rodeos. Vos estabas allí en medio de la calle y él se acomodó sentándose en la acera del Registro. Hablaba mirándote  a los ojos y vos esquivabas la mirada, temeroso, buscando adonde meter la cabeza que se te escapaba del cuerpo. Yo me sorprendí de tu actitud; sacaste a flote la otra personalidad, el doble yo, el cobarde estaba desnudo; tu cobardía que hasta entonces habías sabido disimular. De repente, ante mis ojos, te tornaste un desconocido, temblando sin saber a donde ir, como todo machista acorralado. El macho que fanfarroneaba a plena luz del día, jactándose de sus andanzas mujeriegas se había esfumado y en aquel momento lo miré convertido en un pusilánime asqueroso y despreciable. La bestia que citaba a la mujer detrás del árbol había sucumbido ante la acusación directa de Picapiedra. No te dio la oportunidad deseada y siguió tirando dardos y vos no pudiste esquivarlos. Yo sufría también, la verdad me dolió mucho; era un dolor superior a tu miedo. El engaño me dolía, porque vos cuando hablabas de la viuda, te referías a una extraña a la que nunca habías conocido tan de cerca.

Yo no tenía porque estar enterada, vos  sabes mejor que nadie, cuando te conocí la viuda de Payan tenía muchos años de muerta. Era tu pasado; a mí no me importaba tu pasado ni el mío, porque nunca he tratado de vivir del pasado, que puedo ganar si me empeño en recordar lo que no tiene remedio; por eso nunca he dejado de comer o de dormir por cosa que nunca jamás podré cambiar; sin embargo, en esa ocasión si me sentí dolida. Vos sabías de las mentiras y por eso tenías miedo del abandono, de enfrentarte a la soledad, al desprecio de quienes habíamos sido embaucados por tus falacias; tal vez sentías vergüenza, aunque lo pongo en duda, los cínicos no conocen el sentimiento de la vergüenza. Acordate  como te expresabas, con epítetos difamatorios, contra la viuda de Payan. Por eso Picapiedra te puso en un sitio seguro, a la distancia que nos separaría para siempre. La culpa, por tu destino de desolación y desamparo, es sólo tuya, porque te metiste por la ventana equivocada en la vida de la viuda de Payan; acordate, no quisiste hacerte responsable del embarazo y el abandono la desespero hasta llevarla al suicidio. Por eso no puedo olvidar aquella mañana fría cuando llegamos a Sonaguera, ni las ultimas palabras de Picapiedra, antes de que se lo llevaran los guardias, cuando te gritó: “Ella no se lo merecía, sólo buscaba un poco de compañía después de nueve años de duelo por la muerte de su esposo”. El te miraba con lástima y cuando se lo llevaban lloró y dijo que te perdonaba y que se hacía cargo de tu culpa, porque  él era tu compañía siempre que hacías las visitas nocturnas.

César Lazo
clazva@yahoo.com

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