Amigos protectores de Letras-Uruguay

 

Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!!

 
 

El último espejismo
César Lazo
clazva@yahoo.com

 
 

L

a vieja llegó hasta el templo de la Virgen de los Remedios, cuando el reloj marcaba las nueve de la mañana en punto. La nave del templo estaba vacía llena de silencio. Sólo el Sacristán se encontraba hincado enfrente del retablo mayor, murmurando oraciones aprendidas de memoria y repetidas por sus labios por más de cincuenta años. La virgen lo miraba con ojos de piedad, encaramada en su pedestal de eternidad.

Sin perder tiempo la vieja interrumpió al Sacristán, para decirle:

_ Quiero ver al señor Cura.

El Sacristán se sorprendió al escuchar el tono autoritario de la mujer, que él conocía como vendedora de rosquillas y alporas en las calles de Paloteca. La vieja lo miró fijamente y el se limitó a decir:

_ Voy a llamarlo.

El se alejó y se perdió por la puerta que comunicaba la nave del templo con un patio espacioso, en cuyo centro había una fuente de donde brotaba las huellas de la grandeza y el poder de la iglesia en tiempos de la colonia, cuando los curas decidían la vida de los indígenas que habitaban estas tierras.

Ella se quedó contemplando los recovecos del retablo mayor. Luego se posó enfrente de la virgen y se arrodilló con la lentitud de sus años. Agachó la cabeza, apretó los puños y murmuro sus oraciones con desesperación. Fue en ese instante que se le metió la muerte en el cuerpo y la hizo experimentar el extraño y último escalofrío que le recorrió la espina dorsal.

Pensó que su hijo muerto años atrás le quería decir algo, pero se dio cuenta fugazmente de su equivocación. Las manos de la muerte le estrujaron el cuello y le faltó oxígeno; se le inflaron los carrillos y la asfixia galopó indetenible por el arrugado cuerpo, que se convulsionaba tirado en el piso frío de terrazo.

Con el último estertor se le estiró la piel y aún trataba de zafarse del abrazo irrompible de la muerte. Todo el esfuerzo fue inútil. Se resignó y dejó que su cuerpo flotara en el vacío y entró al túnel irreversible que la fue conduciendo vertiginosamente hacia una dimensión desconocida.

Todo estaba oscuro, muy oscuro y silencioso y ya no podía escuchar los pájaros que hacían bulla en el follaje de los árboles del parque, ni podía mirar a los zopilotes danzando en círculo sobre la carroña o esperando que la muerte se apoderara, con sus garras de silencio, de algún ser abandonado en algún paraje solitario. Su capacidad auditiva había desaparecido y ya no escuchaba la bullaranga del mercado, ni podía percibir con el olfato sus olores indescriptibles amontonados en plena calle a todas horas del día. Nunca jamás miraría las verduras que bajaban de los camiones a las tres de la mañana, cuando empieza a romperse el silencio por el canto de los gallos anunciando que se acerca otro día. No lograba recordar las noches calurosas y tuvo la convicción que olvidaría los espasmos de la tos de Pablo su marido, por tantos años compartiendo el mismo lecho, las alegrías y las tristezas, ni oír el eco de su propia voz cantando el Avemaría a la hora del Rosario vespertino. Todo estaba oscuro, muy oscuro.

Después flotó en una dimensión donde había mucha luz. El paisaje era una representación de las cosas reales. Se esforzó por pisar aquella nueva realidad de espejismos y caminó por una vereda bordeada de árboles transparentes. El camino era un espejo longitudinal al que no se le miraba el fin. Era un camino sin destino que no llevaba a ninguna parte y por donde sólo transitaban fantasmas que vagaban sin rumbo definido. El cielo era convexo como la mayoría de los cielos, sin luna ni estrellas, sin Osa Mayor ni Osa Menor y sin ninguna constelación. Era un cielo vacío y frío como todos los espejos y reproducía una luz indefinida. Era un paisaje monótono que le provocaba aburrimiento porque las cosas se iban repitiendo hasta causar cansancio en los ojos. En cada árbol estaban reflejados los recuerdos; éstos se salieron y la persiguieron y ella trató de correr porque sintió un gran temor de encontrarse con el pasado. Los recuerdos la alcanzaron y la rodearon, la acosaron y la abrazaron, hasta hacerla sentir una rara sensación de dolor, luego se fueron gritando como locos a través del cielo.

Prefería que le hicieran daño los recuerdos antes de quedar abandonada en un paisaje imaginario. Los recuerdos se alejaban y se convertían en un punto imperceptible en el horizonte. Ella, haciendo un esfuerzo, se levantó sacudiéndose los crepúsculos que le dejaron los últimos recuerdos.

Caminó y caminó y no llegó a ninguna parte. Lloró y se humilló; las lágrimas se convirtieron en una vertiente de recuerdos transparentes y fue así que vio a su hijo, al que mataron los militares en tiempos del Alvarizmo, cuando en el país era prohibido tener aspiraciones y pensar, y las ideas por muy mezquinas que fueran, eran un acto delictivo ante los ojos de los perseguidores; cualquier portador del virus de las ideas, era desaparecido al instante para mantener el orden y el imperio de la ley.

Su hijo estaba atrapado entre los espejos y recordó que un General había dicho que los desaparecidos eran espejismos, que en el país no existían violaciones a los derechos humanos y que son puros cuentos de los comunistas, eternos enemigos del orden y de la familia, y de las fuerzas armadas defensoras de la democracia.

Quedó atónita al saber que su hijo estaba en aquel mundo de cristal. Volvió a pensar en él y recordó el templo donde ella rezaba y cantaba para rogar por su alma. Recordó cuando fue a buscar al señor Cura para que incluyera el nombre de su hijo en la misa del domingo. Se imaginó al Sacristán recorriendo el pasillo en penumbra, para llegar a la casa cural. Lo vio caminar con desgano, arrastrando los pies, contando los pasos y los cuadros de mosaico del gran corredor: rojoblancorojogris - amarillo. El Sacristán era perseguido por su propia sombra. Abrió una puerta y la sombra se diluyó cuando él entró en la habitación del señor Cura. Había mucho desorden y el se puso a ordenar mientras el Cura se duchaba. ”Orden, siempre el orden” - pensó ella. El ruido del agua se percibía cayendo a raudales en el baño de la habitación y él se impacientó por la demora. “Ella se va cansar de esperar y se va enojar” -pensó el Sacristán. “Y con razón” -dijo entre dientes. El Cura salió del cuarto de aseo enfundado en una raída bata y envolvió con la mirada al Sacristán, que reprochaba su tardanza sin decir nada.

_ Padre lo buscan -dijo el Sacristán.

_ Si es para una misa -dijo el cura- diles que son treinta Lempiras y que no puedo recibir a nadie.

_ Aquí está el dinero -dijo el Sacristán y dio la vuelta.

La misa era para su hijo y al recordar lo que dijo el cura, buscó el dinero que llevaba metido en el sostén; lo hizo instintivamente y entonces se acordó que se lo había dado al Sacristán al llegar a la iglesia. “Las treinta monedas de Judas” -pensó.

Recordó el embarazo y las primeras pataditas que sintió en el abdomen y al feto moviéndose en su hogar temporal, insistiendo que le abriera la puerta para entrar al mundo; quizás quería conocer el mundo, la luz, la libertad que ella y Pablo no tenían y que sólo era una quimera en la realidad donde el dolor y el hambre lo comparten millones. Salir a un mundo donde el hombre vive desamparado alejado del bienestar y donde hay odio en vez de amor. Rencor acumulado y deseo de venganza. Un mundo donde se ha renunciado a toda creencia en lo divino. Cuando sintió las pataditas ella también deseaba renunciar a todo, pero Pablo la rescató diciéndole: “Es un varoncito”.

Ella se rió y dejó que Pablo se abrazara a su cuerpo y se quedaron quietos, escuchando el ruido de las mariposas que regaban las fincas a todas horas. El sonido de la sirena de la bomba de martillo, que anunciaba el cambio de mariposas a otra área del bananal; el taconeo intermitente del reloj de mesa. Pablo acercó la oreja a las tetas abultadas por la leche prenatal acumulada y se las acarició hasta que lo invadió el sueño.

Recordó en ese instante la muerte de Pablo y luego la desaparición de su hijo; el ir y venir por las oficinas públicas: rogando, humillándose, insultando, murmurando oraciones y luego renegar de la paciencia de Job y la retirada para siempre de la misa del domingo y del rosario vespertino. Se había quedado sola y desamparada, sin Pablo y sin su único hijo, desperdiciado en la flor de la vida y ahora perdido en un paisaje donde el tiempo se repite como dando vueltas sin ir a ninguna parte.

La última vez que lo vio estaba demacrado y amarillento de tanto desvelo, leyendo aquellos libros prohibidos que ella nunca quiso quemar a pesar del ruego de los vecinos y las amenazas del señor Cura, juzgando, señalando con su dedo acusador y diciendo desde la altura del púlpito, que toda idea ajena al Dios Padre es un pecado imperdonable para el hombre. Él salió apresurado de la casa un día miércoles, para no llegar tarde al trabajo. La última noche había leído El Mundo Es Ancho Y Ajeno de Ciro Alegría y se durmió. Eran las siete cuando se despidió con el beso acostumbrado y el “pronto vuelvo mamá”. “Si Dios quiere mijito”. Ella tuvo el presentimiento que nunca volvería a casa, porque en la noche las gallinas se alborotaron a cantar.

Y ahora la gran sorpresa de encontrarlo en el lugar menos esperado, atrapado, convertido en espejismo que aparece y desaparece con los recuerdos. Dejó de pensar y su hijo se fue volando hasta convertirse en un punto imperceptible casi borroso y los cristales del camino se convirtieron en una espiral y el cielo y el piso transparente se juntaron y su cuerpo se hizo un espejismo atrapado en el paisaje.

César Lazo
clazva@yahoo.com

Ir a índice de América

Ir a índice de Lazo, César

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio