Trocadero 162 o Vivir en casa de Lezama Lima. ensayo de Alberto Lauro
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En dos ocasiones fui huésped en la casa de Lezama Lima. Su viuda, María Luisa Bautista Treviño conocía a mi familia paterna. Lo descubrimos cuando el Padre Gaztelu nos presentó. En La Habana se llamaba María Luisa Bautista, para las familias holguineras era simplemente “Cachita”. Su madre, María Treviño, fue una misionera cuáquera mexicana que llegó a Cuba con diecinueve años por el puerto de Gibara, el 14 de noviembre de 1900. Allí fundó el Colegio “Los Amigos”. Cuando en 1902 Estrada Palma arriba a la isla desde su destierro, ya investido como Presidente de la naciente República de Cuba, desembarca por la bahía de Gibara –por ese mismo lugar había salido al exilio-, y la joven maestra religiosa, junto a la población de la localidad, con su coro de niños, lo recibe. Un año después fundaría el mismo colegio en Banes, se casaría con don Elpidio Bautista y tendrían a Joaquín, Andrea y Cachita. Al cabo de los años la hija de la misionera, profesora de Literatura y amiga de Eloísa Lezama Lima, terminará casándose con Lezama (el 5 de diciembre en 1964) --a quien admira y cuya obra conoce bien-- a petición de doña Rosa Lima en su lecho de muerte. Para doña Rosa, María Luisa era como una hija y no quería que Lezama quedara desamparado. Las hijas verdaderas, Eloísa y Rosita, ya se habían marchado al exilio.
A Trocadero 162 se mudaron los Lezama Lima
en 1929, cuando el escritor tenía diecinueve años. Antes habían vivido
muy cerca de allí, en una inmensa casona en el Paseo del Prado No. 9,
que Lezama recrea en las primeras páginas de Paradiso. Diez años
antes, en 1909, había muerto el Coronel Lezama, en Fort Barranca,
Pensacola, y la viuda y sus huérfanos se trasladaron con sus muebles a
otra casa más modesta. |
Lezama escribía en una pequeña habitación
que daba a un cuartito de desahogo. Contigua quedaba la cocina donde
atesoraba cientos de cuadernos de recetas, muchas apuntadas a manos,
aunque no supiera ni hacerse un café. En el pequeño cuarto del final,
con su cama de adolescente, era donde yo dormía. En éste y en la
habitación principal había unos mastodónticos armarios repletos de ropa
del escritor y la de doña Rosa. Cuando la casa fue definitivamente
intervenida por el Estado no se sabe a dónde todo esto fue a parar. |
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A Cachita le ayudó en la clasificación del legado, otro joven que admiraba a Lezama: Roberto Pérez León. El empeño quedó a medias porque Roberto apenas tenía tiempo libre debido a sus estudios y poco después, ella falleció, no sin antes haberle prometido el entonces Ministro de Cultura, Armando Hart, que conservaría tal cual la vivienda, y hacer una Casa-Museo.
La casa estuvo cerrada durante años, hasta
que después de litigios, gestiones desagradables e incomprensibles, la
llave le fue entregada, con el aval de los Vitier, a Emilio de Armas
quien junto a su esposa de entonces, Lourdes Marrero, se mudaron allí
con la tarea de hacer un inventario exhaustivo y habitarla. Como yo
había sido padrino de la boda de ambos y conocía perfectamente el lugar,
vine con ellos a pasar unas semanas y por puro azar, me vi durmiendo de
nuevo, en la cama del Lezama adolescente. Lourdes hizo su tarea en
folios con el membrete del Museo de la Ciudad, que yo archivé cuando
organicé los fondos documentales del Archivo de la Oficina del
Historiador de la Ciudad, sumada a una lista completa de objetos, libros
y cuadros que encontró. Ya para esa fecha faltaban muchas piezas y
libros. Incluso de día tenía que tener las luces encendidas porque en su casa nunca daba el sol: en diciembre era una nevera y en agosto un infierno. No tenía ventiladores. Poco a poco, el suelo de la sala se hundía y el del baño, también. De día, los gritos de los vecinos eran insoportables y de noche, los pleitos impedían dormir. Durante la limpieza de Lourdes recuerdo que rompí unas planillas de la Embajada de los Estados Unidos a medio llenar. Aunque Lezama no se fue de Cuba, creo que en sus horas de desolación estuvo tentado a hacerlo. Emilio y yo destruimos el pasaporte. Antes de irme de Cuba, con la aprobación de Nélida, la criada que sustituyó a Balduvina y que heredó la propiedad de la parcela en el Cementerio de Colón, reparé y pinté --con unos albañiles amigos a quienes pagué en dólares, que estaban prohibidos en esa fecha-- el panteón de la familia Lezama Lima: estaba rajado y el agua de la lluvia se le colaba dentro. Ahora recuerdo cuando Cachita me decía que si quería que la policía se enterara de algo, bastaba con llamarla y decírselo por teléfono. Una vez hicimos la prueba. Ella me llamaría a Holguín y me diría que haría una reunión muy importante donde habría extranjeros, a la que yo no debía asistir. Tenía que contestarle que le traería carne de res de contrabando, y le debía precisar el día y la hora en que llegaría a su casa. Pusimos el plan en marcha y al doblar por Prado para coger Trocadero, dos policías se bajaron de un coche-patrulla, me detuvieron y registraron todo lo que llevaba. Buscaban la prueba del delito. Lo que encontraron fue una caja llena de guanábanas y anones de los árboles del patio de mi abuela. Cuando se lo conté, Cachita con una infinita tristeza en sus ojos desgastados, me dijo: “Te lo advertí. ¿Tenía razón o no?”. |
por Alberto Lauro
Publicado, originalmente, en Periódico de
Poesía, Número 13, octubre 2008
Publicación mensual editada por la Universidad Nacional Autónoma de México http://periodicodepoesia.unam.mx
Link del texto: http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/673
Editado por el editor de Letras Uruguay
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