Don Quijote: sujeto y personaje
por Josu Landa |
¿Cómo abordar Don Quijote de la Mancha desde la filosofía? No como un documento ahíto de datos sobre historia de las ideas y las costumbres o sobre la política y la economía de una época. No como la concreción de ciertas formas de valor estético. Tampoco como texto en el que supuestamente se confirman ciertas teorías de la más variada laya. Mucho menos como un escenario en el que se actualice alguna variante del lucreciano “naufragio con espectador”, ese escándalo del rigor ético. Estas maneras de colocarse ante la magna obra de Cervantes, esos puntos de mira son los que se avienen con la filología, diversas ramas de la historiografía, la sociología, la crítica y disciplinas afines, no la filosofía. Frente a esas posibilidades, propongo asumir el Quijote como la presentación de un mundo-de-vida con el que se puede sentir una plena empatía. Tomarlo como un mundo al que no sólo podemos comprender —en el sentido más profundo del verbo— sino en el que podríamos vivir, junto con la gente que lo habita. Si Zenón de Elea pone a actuar a Aquiles, “el de los pies ligeros”, en una de sus más célebres demostraciones; si Platón recurre al mito de la fundación de Tebas por el fenicio Cadmo, para tramar su teoría de los hombres de oro, de plata y de hierro, vistos como la base estamental de su Estado idóneo; si Zenón de Citio funda el estoicismo inspirado en la figura de Heracles; si Sexto Empírico alberga en sus Esbozos pirrónicos a Zeus y Anfitrión —y éstos son sólo cuatro ejemplos entre muchos— es porque ha sido posible y aun necesaria esa operación teórica consistente en asumir el mundo del relato como mundo de la vida, a partir del supuesto de la analogía ontológica entre ambos y de su consiguiente intercambiabilidad. Esa actitud es la que me parece adecuada, como filósofo, frente al Quijote. En la Antigüedad, esa forma de relacionarse con el relato se basaba en un orden de creencias míticas, asumidas y vividas por los miembros de una comunidad, incluidos los filósofos. En el presente, se justifica una postura análoga por el hecho de que, desde Descartes, sólo disponemos de la certeza radical de nuestra subjetividad y lo que llamamos “realidad” y “objetividad” es siempre algún modo de la representación: la obra genial de Cervantes nos muestra un avatar concreto de la realidad, con un estatuto ontológico equivalente al de cualquier otro, incluido nuestro mundo de la vida cotidiana. Después de Descartes, de acuerdo con Heidegger, nuestro tiempo se define por ser la época de la “imagen del mundo”. Lo cual significa que “el mundo [es] comprendido como imagen”, de modo tal que “lo existente empieza a ser y sólo es si es colocado por el hombre [o sujeto] que representa y elabora”.1 Desde el punto de vista de la “imagen del mundo” que funda la idea cartesiana de la experiencia, el mundo de los libros y el de la existencia ordinaria son análogos. y esta semejanza estructural se ve acentuada por la genial creatividad que Cervantes pone al servicio de su gran novela. Como advierte Salvador de Madariaga, “su observación es tan penetrante, su estilo tan apto y tenso y claro, que la obra es para nosotros la realidad misma”.2 Así, deberíamos ser capaces de acompañar en sus andanzas al hidalgo manchego y su escudero, degustar las mismas bellotas avellanadas que le ofrecen los cabreros, ponernos prudentemente a salvo a la hora de arremetidas contra gigantes y ejércitos enemigos, curar las heridas del héroe, discutir con él sobre justicia o literatura caballeresca, compartir con Sancho los coloquios que sostiene con él, dirimir el grave problema de la bacía y el yelmo, entrar en la cueva de Montesinos, salvar sus libros de la saña inquisitorial del cura y el barbero... En pocas palabras: vivir con las vidas principales de ese mundo para comprenderlas y así entender un poco mejor la vida misma. Y, luego, de ser posible, trasladar a estos ilustres prójimos a nuestros mundos de teoría, como —otra vez, por ejemplo— hace Platón con Diótima, en su Banquete. Desde luego, el modo de relacionarse con el Quijote que considero más propio de la filosofía no está ni puede estar reñido con cualquier posibilidad radicalmente humana de hacerlo. Al contrario, acercarse a la novela cervantina como filósofo debe significar, en esencia, lo mismo que entablar un diálogo demasiado humano. Esto significa procurar lo que ofrece de placer sensual y estético, lo mismo que de orientación para la buena vida. Pero también comporta establecer un vínculo radical, pasional, con sus personajes. En realidad, es la propia novela la que da la pauta de una relación de ese tipo. Son, en primer lugar, ciertas mujeres quienes comprenden con mayor hondura al ingenioso hidalgo, como es el caso de las damas de la venta (la ventera, su hija y aun Maritornes). Ni su ama ni su sobrina logran esa empatía con él, a juzgar por lo que se registra, por ejemplo, en el capítulo sexto de la segunda parte. Luego, estarían los simples de espíritu, como los cabreros que escuchan absortos la alocución sobre el Milenario, pronunciada por aquel extraño personaje. Se trata, como observa Unamuno, de “oyentes [...] hechos y acostumbrados a oír las voces de los campos y de los montes”, no “comadrerías de solana y sermones”.3 Y están, asimismo, los locos de amor. Los coloquios con barberos, curas y bachilleres se basan, sobre todo, o en el interés o en divergencias estéticas, éticas o pragmáticas. Es lo que se observa en las pláticas con Sansón Carrasco (a quien el texto atribuye “ridículos razonamientos”) y, salvo circunstancias excepcionales, en la conversación constante con Sancho Panza. Están lejos de alcanzar la intensidad de las pláticas del caballero con el despechado Cardenio (I, 23), por caso. Y no faltan ocasiones en que suscitan el desdén de don Quijote, como cuando, de regreso a casa, después de su primera salida, molido por la tunda propinada por los mercaderes toledanos, “hiciéronle [...] mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir...”4 Todo esto, junto a los momentos en que nuestro héroe recurre a las actitudes agresivas —reñidas con la noción de “diálogo”— en que se sustentan sus “aventuras” o simplemente monologa ante oyentes refractarios a sus dichos y hechos. Por paradójico que parezca, es la actitud de esas mujeres, esos interlocutores a la vez ingenuos y sensibles y esos enamorados, la que mejor se aviene con el filósofo que se proponga vivir con intensidad en el mundo de vida que es el Quijote. Se trata de la actitud de quienes comulgan, en algún grado y modo, con el ideal y el ethos del caballero de la Mancha. Como se habrá observado, para que la inmersión en ese universo sea humanamente provechosa se impone entablar un vínculo vital con los agonistas de la novela cervantina, en especial, con “el señor de la historia”, como se llama a sí mismo don Quijote.5 Ese paso sólo puede darse si se le reconoce a éste su condición de ente real. Y esto, en el horizonte existenciario en que vivimos, comporta asumirlo no sólo como personaje, sino también como sujeto. Don Quijote es un hombre que desea, conoce, cree, piensa, ama, actúa, recuerda, habla, sufre, se alegra, se entusiasma, comete errores, premia, castiga, administra una singular justicia, combate, discute, pontifica, come, bebe, duerme y tiene necesidades fisiológicas, como cualquier mortal. Según José Balza, “Sancho es personaje con biología plena”,6 pero la aseveración también es aplicable, con las peculiaridades del caso, a su amo. Al margen de su obvia condición libresca, el caballero es un ente de representación, en términos esencialmente análogos a cualquier persona de carne y hueso, quien a la postre también se nos manifiesta como objeto representado y sujeto representador, según el punto de vista. Su raigambre literaria no hace a don Quijote menos persona que a los demás seres humanos. Tampoco desdice, por supuesto, su calidad de sujeto. Don Quijote es un sujeto deseante, representante, agente y paciente. Decir esto equivale a afirmar que su personalidad e identidad se cimientan en una interioridad, un ethos o morada interna, un carácter... en suma, una subjetividad, a la que también cabría designar como alma, conciencia, yo, ego, primera persona, mente o cualquier otra palabra afín. Así, como en el caso de cualquier ser humano de carne y hueso, la identidad personal de don Quijote está en constante proceso de formación. Con ello cumple, por lo demás, el designio que Pico de la Mirándola había señalado como consustancial al hombre: la libertad de hacerse a sí mismo. Acierta, por lo demás, unamuno, cuando recurre a la etimología de la palabra “hidalgo”, para concluir que en último término don Quijote es “hijo de sus obras”.7 También nuestro desfacedor de entuertos es “artífice de su ventura”, como dice él mismo que somos todos, en uno de sus coloquios con Sancho, hacia el final de libro.8 Don Quijote se nos presenta, entonces, como un sujeto; es decir, como una espontaneidad dedicada a representar, desear y actuar sin cesar y, de ese modo, a realizarse como persona. Al postular esta idea, se hace más comprensible el papel que desempeñan, en ese proceso, factores como la imitación épica y hagiográfica, la pasión propia, la relación con otros personajes —como, sobremanera, Sancho— y la acción ontogenética de las lecturas hechas en clave vitalista. En efecto, el ingenioso hidalgo se está “haciendo” como “hijo de sus obras”, desde antes de transformarse en caballero, hasta el final de su existencia. Primero pasa de ser un confuso Quijano, Quejana... a don Quijote, en su momento “Caballero de la Triste Figura” o “Caballero de los Leones”; pero finalmente, cuando convalece en su lecho de muerte, con el “juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas” con que lo confundían los libros de caballerías y cuidando de no dejar “renombre de loco”, retorna a ser Alonso Quijano.9 Durante la parte sustancial de ese periplo circular, la identidad del personaje está determinada por una modalidad de una antigua y diversa imitatio. Ya Aristóteles había elevado al rango de procedimiento didáctico canónico, el viejo recurso de remedar a los grandes héroes de la épica y la tragedia griegas, para implantar en cada hombre la disposición a la virtud, como una segunda naturaleza. Ciertos libros de caballerías, en especial los que daban vida al célebre Amadís de Gaula, desempeñaron ese cometido en el proceso de incesante constitución de don Quijote. Lo reconoce el propio personaje, en la larga peroración que le asesta al canónigo en el capítulo 50 de la primera parte: Y vuestra merced créame y, como otra vez lo he dicho, lea estos libros [los de caballerías], y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos [...]10 El héroe invita al respeto, pero también a la imitación de quienes tienen, a su vez, pasta o vocación de héroes. Y esto es válido también para el caso de la literatura hagiográfica, cuya función estriba en ensalzar la heroicidad espiritual de los santos cristianos, como para que actúe de modelo a reverenciar e imitar. Por cierto, cabe advertir una curiosa intercambiabilidad entre el dominio religioso y el épico. Basta con recordar el caso de san ignacio de Loyola, quien “era muy dado a leer libros mundanos y falsos que suelen llamar de caballerías” y se convirtió a la vía espiritual luego de que, en ausencia de obras de tal clase, “le dieron una Vita Christi y un libro de la vida de los santos en romance”.11 Esa continuidad entre un ámbito y otro se basa en afinidades como una ascética equiparable. También el ideal caballeresco exige las renuncias y disciplinas inherentes al mundo de la mística, como lo prueban por muestra las penitencias de don Quijote en la sierra Maestra, en honor a la divinizada Dulcinea. Por lo demás, el caso de Loyola no hace sino confirmar que la figura del propio Nazareno fue el principal ejemplo a seguir, dando pie al ideal de la imitatio Christi. Después de él, vienen los apóstoles de su “Buena Nueva”.12 Las situaciones de imitación épica y ostensiblemente religiosa remiten a ciertos tipos de praxis y a determinado orden de creencias. Asumirse como caballero implica poner en práctica lo que ese modelo de vida representa. En tal contexto, el género de acción determina la identidad del sujeto. El propio don Quijote, fatigado por tantas y tan intensas aventuras, acaricia la idea de dedicarse al pastoreo. Pero adoptar esta figura y ejercitarse en el cuidado de ganados, habría derivado no sólo en la conversión del caballero en pastor, sino en la posibilidad de renovar “la pastoral Arcadia”.13 Así, el remedo de una liga adecuada de acción e ideal es lo que sustenta el proceso de constitución y permanencia de la subjetividad quijotesca. Quien imita a un héroe histórico, a un personaje heroico literario o a un santo lo hace movido por la asunción de todo un ethos, un modelo moral encarnado en el talante, en el pensamiento y en la praxis de un ser humano concreto. La relación entre esa referencia modélica y quienes la asumen exige que aquélla sea pertinente a un sistema de valores y supuestos de carácter ideológico y ético. Unamuno lo explica apelando a la noción de “fe”, entendida ésta como una “adhesión, no a una teoría, no a una idea, sino a algo vivo, a un hombre real o ideal” y como “facultad de admirar y de confiar”.14 Pero este recurso unamuniano a la fe se antoja un tanto confuso y parece responder a la obsesión que el pensador vasco sentía por tal concepto. Es posible que la admiración y la confianza en una persona ejemplar por sus virtudes teologales o guerreras se asocie a algún modo del estado de fe. Pero no parece que sean las actitudes esenciales a ese respecto, si al profundizar mínimamente en el ideal en cuestión, se le entiende por ejemplo como “sustancia de las cosas esperadas y argumento de las que no se ven”, como lo hace Dante.15 Esperanza incondicional en una promesa y aceptación ciega de un relato legendario: esto sí parece definir un estado de fe. Y aun cuando se admita que ambas dimensiones aparecen, en diversas formas y grados, en la existencia de don Quijote y en los nexos intersubjetivos que explican la imitación heroica, se impone la exigencia de preguntar por su fundamento. El cual no parece ser otro que una específica voluntad de vivir, manifiesta en términos de una singular pasión: la famosa “locura” del hidalgo cervantino: avatar evidente del entusiasmo (“endiosamiento”) neoplatónico renacentista y de la “moría” o “estulticia” erasmiana, así como prefiguración del “conatus” spinoziano y de la arrolladora pasión romántica. El vocablo “locura” es en extremo vago. Al margen de lo que pueda designar con alguna precisión, lo menos que puede decirse es que refiere un conflicto o una tensión del sujeto con un orden de sentido. Estamos, pues, ante una noción que refiere un modo de relación del sujeto con el mundo. En el caso de don Quijote, podría asegurarse que esa forma de vinculación con la alteridad está determinada por la tendencia vital e intencional de poner valores adicionales a las representaciones basadas en el principio de razón. Lo que hace don Quijote no es delirar, sino enriquecer los fenómenos. Lo que para Sancho y el común se presenta, por ejemplo, como la agreste Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, mujer que “tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo” y que “es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho”,16 para el loco caballero es la máxima beldad idealizada como Dulcinea del Toboso. Es esa asignación de un magis de realidad a las cosas lo que se observa, también, en la interpretación quijotesca de molinos como gigantes o de rebaños como ejércitos, sin que el desvarío derive en una ruptura psicótica con el mundo. No es descabellado asumir la locura quijotesca como un modo de perspectivismo tan vital como cualquiera. Por lo general, éste se presenta como un perspectivismo del ideal (caballeresco), pero su verdadero fondo es el punto de vista de la vida. No se olvide que todo ideal hunde sus raíces en la vida y que, como bien evidenció Nietzsche, toda elaboración “metafísica” remite a intereses vitales no siempre confesables. Porque la voluntad de vivir así se lo impone, don Quijote estipula, en varias partes de su accidentada vida, ideas como por ejemplo aquella de que “eso que a ti [Sancho] te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa”.17 Así, aunque por momentos lo haga de manera extremosa, la subjetividad de don Quijote actualiza los antecedentes del daimonismo socrático, el entusiasmo platónico, el relativismo sofístico, la catálepsis estoica, el fenomenalismo escéptico y la moría erasmiana.18 El quijotismo viene a ser, entonces, no un irracionalismo, sino un modo específico de articular una subjetividad, de la que no está ausente la razón. Esto explica que el caballero andante pueda proclamar, con seguridad asombrosa, “yo sé quién soy”,19 o articular un proyecto tan claro como el que confiesa a su escudero: “[...] has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro resucitar en ella la de oro [...]”20 En realidad, la vida de don Quijote despliega un modelo de subjetividad que antecede, engloba y rebasa los límites del sujeto cartesiano y los del sujeto trascendental kantiano. Salvando las diferencias de contexto, no deben sorprender las similitudes de función y aun de sentido entre las catervas de encantadores y fantasmas que asedian al manchego21 y el genio maligno, “engañador potentísimo” que atisbaba Descartes, de acuerdo con lo que dice insistentemente en la segunda de sus célebres meditaciones metafísicas.22 Las consecuencias vitales del quijotismo no están, pues, reñidas en todo con las del cartesianismo. Sin dejar de contener a éste y, a su modo, al “sistema de la experiencia” kantiano y todo lo que se deriva de él, la subjetividad quijotesca ostenta una mayor complejidad y una humanidad más radical; realidad que no puede expresarse sino como una “multiplicidad psicológica”, según observa José Balza.23 Ciertamente, el sujeto pasional quijotesco no es ni puede ser el cogito cartesiano ni el sujeto trascendental kantiano, pero sería lícito pensar, al modo estoico, que en el caso de don Quijote estamos ante una razón cuya vitalidad deriva en el exceso y la desviación —es decir, en la pasión— para asumirlos, a la postre, y superarlos hasta convertirlos en más fuerza vital. Así, el sujeto quijotesco enriquece la realidad sobre la que actúa, poniendo —como ya se ha visto— un magis que rebasa las limitaciones del principio de razón. El sujeto quijotesco, en suma, responde a la a-lógica voluntad de vivir, aunque para ello se valga, cuando se puede y conviene, de la lógica de la voluntad de saber. El vitalismo entusiasmado que sostiene al héroe cervantino permite entender, entonces, el constante zigzagueo entre locura y cordura, entre temeridad y prudencia, entre idealismo y pragmatismo que caracteriza la historia toda de sus andanzas. Esa tendencia a poner valores existenciarios adicionales a las cosas presenta, por lo demás, a don Quijote como una de las expresiones más acabadas de modernidad. En primer término, por la libertad que comporta esa pulsión. Pero también porque concreta uno de los anhelos demasiado humanos de los últimos cuatro siglos: convertir al hombre —tal vez haya que decir mejor al “individuo”— en el dios hegemónico de un mundo secularizado. Tiene razón Américo Castro, cuando afirma que “en el Quijote se secularizó, se dinamizó y se estructuró artísticamente lo que antes y en torno a él había sido experiencia espiritual y mística, contemplación tensa, anhelante y estática”.24 Pero lo que no ve el ilustre historiador es que eso no es óbice para que la obra de Cervantes participe, a su manera, del proceso que desata los poderes del sujeto moderno. Poderes que, en su sustrato más profundo, se avienen con el paradigma de todo poder: el de índole divina. El sujeto quijotesco —ni más ni menos que cualquier otro— se hace haciendo el mundo, sólo que no está demasiado habituado a reparar en los límites del sentido común. Como todo dios meridianamente distanciado del magma absoluto e indiferenciado de que nos hablan las ontologías antiguas, el sujeto en cuestión crea lo existente a su imagen y semejanza. Y, dada la vital singularidad de su subjetividad, no es de extrañar que las cosas le salgan “mal” al desplegar su acción creadora. Pero tampoco en eso el empeñoso hidalgo es menos que ciertas divinidades de gran prosapia: al propio judeo-cristiano le salió retorcido alguno que otro ángel, así como los primeros especimenes humanos. Y, si se da crédito a los gnósticos, la creación toda es un desfiguro mayúsculo. La pasión vital nutre y cimienta el despliegue existencial de don Quijote y la novela que lleva su nombre registra la riqueza y complejidad de ese proceso. una de las características atribuibles a sus páginas es que esa voluntad de vivir, que motiva al caballero andante a un “hacerse” sin fin como sujeto, es la clave de su “natural” anti-solipsismo. La raigal sanidad de la peculiar mente quijotesca está probada por el hecho de que se ofrece con actitud abierta, sin ambages ni oscuridades, a la relación con los otros y todo lo que aparece en su mundo. Contra Descartes y contra esa sombra escandalosa que acompaña al pensamiento forjado en occidente después de él —el solipsismo—, don Quijote no duda de la realidad de ninguna de sus representaciones, incluyendo las que atañen al otro, al prójimo. El amor incondicional, la disposición a “favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos”,25 la libertad de pensamiento y de acción, el diálogo en sus diversas gradaciones... son las vías de cumplimiento de esa afirmación de los demás y del horizonte vital compartido con ellos. Así como la coexistencia solidaria y el diálogo, las más de las veces ríspido y asimétrico, del ingenioso hidalgo con su escudero es un elemento clave en la constitución de la subjetividad y la humanidad de ambos, lo es también la conversación que han sostenido, tanto don Quijote como el resto de los agonistas relevantes de la novela cervantina, con quienes la han leído a lo largo de cuatro siglos. Si el de la triste figura agrega siempre un magis a los fenómenos del mundo, no lo hacen menos los lectores de la obra respecto de los personajes. Por lo demás, esto es algo que ya había intuido y registrado Unamuno, para quien “cada generación que se ha sucedido ha ido añadiendo algo a [...] Don Quijote”.26 Proceso, éste, en el que no sólo han intervenido los lectores del libro escrito por Cervantes, sino también quienes han conocido las hazañas de su insuperable personaje por medios distintos a la lectura. Desde luego, es casi una obviedad decir que el sujeto don Quijote se torna posible a partir del personaje del mismo nombre y catadura, así como también aseverar que el personaje lo es tal en la medida en que concreta una subjetividad. Ambas dimensiones, la de sujeto y personaje, se requieren mutuamente en todo agonista bien definido, es decir, dotado de contornos claros, así como identificado con modos de actuación ads-cribibles al ámbito de lo humano. En una conferencia sobre el Quijote, Borges recuerda [...] una de las cosas más notables que he leído, algo que me produjo tristeza. Stevenson dijo: “¿Qué es el personaje de un libro?” Y respondió: “Después de todo, un personaje es tan sólo una ristra de palabras”. Es cierto y, sin embargo, lo consideramos una blasfemia, porque cuando pensamos, digamos, en Don Quijote o en Huckleberry Finn, o en Mr. Pickwick, o en Peer Gynt o en Lord Jim, sin duda no pensamos en ristras de palabras. [...] Cuando nos encontramos con un verdadero personaje en la ficción, sabemos que ese personaje existe más allá del mundo que lo creó.27 La analogía ontológica entre mundo de libro y mundo sin más permite reivindicar y destacar una semejanza estructural entre personaje y persona. A partir de esta premisa, es posible postular la idea de que el personaje es la persona del mundo de libro. Y esto significa que, en tanto que sujeto, aquél opera y “vive” de manera análoga a como lo hace cualquier sujeto. También quiere decir que a aquél le afecta la misma historicidad que determina a cualquier mortal. Así pues, como ya se ha adelantado líneas arriba, el proceso de constitución del hombre en individuo autónomo, rayano en la divinidad, en un contexto ideológico paradójicamente secularizado, también interesa a la identidad de don Quijote. Bajtin, por ejemplo, sitúa el fenómeno en el terreno sinuoso del desgarramiento, de la disociación respecto de una unidad originaria: el humus de las formas estéticas creadas por el pueblo. Es decir, lo coloca en “el drama original del principio material y corporal en la literatura del Renacimiento: el cuerpo y las cosas son sustraídas a la tierra engendradora y apartadas del cuerpo universal al que estaban unidos en la cultura popular”.28 A juicio del erudito ruso, “este proceso sólo está en sus comienzos en Cervantes”.29 A partir de la referida analogía de mundos, es lícito “leer” en la figura de don Quijote a una persona bien diferenciada, encarnando buena parte de los atributos con que se identifica el ideal moderno de hombre. En realidad, esta especie de Señor de Todas las Historias dispone de tanta libertad que, en no pocas ocasiones, puede hacer lo que le da la gana, en detrimento de los poderes del narrador. Ya Sergio Fernández ha reparado en que “la malhadada [historia] del Quijote de Avellaneda” incide en que “los personajes [de la novela de Cervantes] se sepan no en la literatura sino sobre la vida”.30 No faltan, por su parte, pasajes en los que don Quijote demuestra tener conciencia de que él está realizando las prácticas y los ideales propios de la caballería andante, para que sean relatadas, por ejemplo, por “el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas [...]”31 Esa disyunción entre el que narra y el que vive las aventuras sin cuento de que habla el libro, potencia una notable autonomía del personaje. La cual, a su vez, se traduce en la autoconciencia de que hace gala la persona-personaje, tal como lo pone en evidencia Américo Castro, cuando trae a colación este consejo a Sancho: “Has de poner los ojos en quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse”.32 Stephen Gilman advierte, a este respecto, que “es frase común de la crítica cervantina explicar cómo el autor del Quijote fue el primero en crear —o en inventar— en dos grandes etapas lo que se denomina personajes autónomos”. En un primer momento, la constatación de que el narrador Cide Hamete Benengeli es “abiertamente sospechoso de mentir”, da la pauta de que “Don Quijote y Sancho (junto con el lector) tendrán que valerse por sí mismos en la determinación de la verdad”. En una segunda fase, el descubrimiento del relato de Avellaneda, cuando se aprestan a emprender la tercera salida en pos de nuevas aventuras, “intensifica aún más el sentido de realidad que [el caballero y su escudero] dan a su vida en común”. De acuerdo con el hispanista estadounidense, desde ese instante, ambos personajes cervantinos “están más convencidos que nunca de que son libres de determinar lo que desean llevar a cabo, por ejemplo, ir a Barcelona en lugar de a las justas de Zaragoza como lo habían planeado y como Cervantes lo había intentado”. Como consecuencia de estas iluminaciones, a decir de Gilman, Don Quijote de la Mancha no sólo es la primera novela propiamente dicha, sino “la más subversiva” de todas.33 Finalmente, hablar de la subjetividad de don Quijote equivale a hablar de su personalidad, de su condición de persona, a partir de su literal sustanciación en las páginas de la novela cervantina. He ahí por qué su nombre representa mucho más que una ristra cuasi-fenomenológica de palabras, como le habría gustado al muy estimable Robert Louis Stevenson. Notas: 1 Martin Heidegger, “La época de la imagen del mundo”, en Sendas perdidas. 3a. ed. Trad. de José rovira Armengol. Buenos Aires, Losada, 1979, p. 80. 2 Salvador de Madariaga, Guía del lector del Quijote. Ensayo psicológico sobre el Quijote. 4a. ed. Buenos Aires, Hermes, 1953, pp. 59-60. 3 Miguel de unamuno, Vida de don Quijote y Sancho. introd. de ricardo Gullón. Madrid, Alianza, 1987, pp. 67-68. 4 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. 3a. ed. Ed. dirigida por Francisco Rico, est. prel. de Fernando Lázaro Carreter. Barcelona, Instituto Cervantes/Crítica, 1999, p. 76. 5 Ibid., p. 649. 6 José Balza, Este mar narrativo. México, FCE, 1987, p. 61. 7 En este punto, unamuno apela a Examen de ingenios para las ciencias, obra de Juan Huarte, quien termina definiendo “hijodalgo” como “hijo de bienes” materiales y “de virtud”. Cf. M. de unamuno, op. cit., p. 27. 8 M. de Cervantes, op. cit., p. 1 168. 9 Ibid., p. 1 217. 10 Ibid., p. 571. 11 Ignacio de Loyola, Autobiografía. introd. de Ignacio Solares. México, UNAM, DGPFE, 2004, p. 12. 12 Aparte del archiconocido caso de Kempis y su propuesta ascética basada en la imitación de Cristo, puede traerse a colación, como simple botón de muestra, uno de los momentos destacables de la ferviente conversión de Francisco de Asís. Según el relato de Tomás de Celano, “cuando S. Francisco oyó que los discípulos de Cristo no debían poseer oro ni plata ni ningún dinero, que debían ponerse en camino sin bolsa ni saco ni pan ni cayado, que no debían llevar zapatos ni una segunda túnica, sino que debían predicar el reino de Dios y hacer penitencia, se dejó llevar por la alegría en el Espíritu Santo: ‘Esto es lo que quiero’ gritó; ‘esto es lo que he estado buscando, lo que desde lo profundo de mi corazón, ardo en deseos de realizar” (apud Lester K. Little, Pobreza voluntaria y economía de beneficio en la Europa medieval. Trad. de Mercedes Barat. Madrid, Taurus, 1983, p. 189). Y esa profunda revelación se tradujo en actos como el de arrojar por la ventana el dinero producto de la venta de un cargamento de lujosas telas y su propio caballo, en el mercado de Foligno, a unos 20 km. de Asís. 13 M. de Cervantes, op. cit., p. 1 174. 14 M. de Unamuno, op. cit., p. 99. 15 “[...] fede e sustanza di cose sperate, / ed argomento de le non parventi...” (Dante Alighieri, “La divina comedia” (Paraíso, 24, 64), en Obras completas. 3a. ed. Trad. de Nicolás González Ruiz. Madrid, BAC, 1973, p. 485). 16 M. de Cervantes, op. cit., p. 283. 17 Ibid., p. 277. 18 El brevísimo capítulo xxvill de Elogio de la locura, aunque relativo a los motivos de la ciencia, parece anticipar las ansias de inmortal fama que embargan el alma del hidalgo manchego: “¿Qué impulsa, sino la sed de gloria, al ingenio de los mortales a elaborar y cultivar para la posteridad disciplinas tenidas por tan excelsas?” (Erasmo de Roterdam, Elogio de la locura. Pról., trad. y notas de Pedro Voltes Bou. Madrid, Espasa, 2000, p. 55). Por lo demás, la actualización de los citados antecedentes doctrinales, por parte de don Quijote, es más radical y va más allá de los límites que, en su sentido parecido, reconocen Américo Castro y sus seguidores. (Cf. Anthony Close, “Cervantes: pensamiento, personalidad, cultura”, en M. de Cervantes, op. cit., pp. LXIX y LXX). 19 M. de Cervantes, op. cit., p. 73. 20 Ibid., pp. 208 y 219. 21 Recuérdese que don Quijote llega a hablar de “este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla”, en el capítulo XVIII del libro que registra sus aventuras (M. de Cervantes, op. cit., p. 195). 22 René Descartes, Meditaciones metafísicas. 9a. ed. Trad. de Juan Gil Fernández, pról. de José Antonio Míguez. Madrid, Aguilar, 1980, pp. 57-58. 23 J. Balza, op. cit., p. 90. 24 A. Castro, Cervantes y los casticismos españoles. Barcelona, Alfaguara, 1966, p. 111. 25 M. de Cervantes, op. cit., p. 189. 26 M. de Unamuno, “Sobre la lectura e interpretación del ‘Quijote’”, en Ensayos. Pról. y notas de Bernardo G. de Candamo. Madrid, Aguilar, 1951, t. i, pp. 660-661. 27 Jorge Luis Borges, “Borges sobre el Quijote: una conferencia recobrada”, en Verbigracia, sup. de El Universal. Caracas, 7 de febrero de 1998, p. 3. 28 Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Frangois Rabelais. Trad. de Julio Forcat y César Conroy. Madrid, Alianza, 1998, p. 27. 29 Ibid., p. 27. 30 S. Fernández, Una visión interna del Quijote. México, UNAM, DGPFE, 1998, p. 45. 31 M. de Cervantes, op. cit., p. 205. 32 Cf A. Castro, El pensamiento de Cervantes. Ed. ampliada y con notas del autor y de Julio Rodríguez-Puértolas. Barcelona, Noguer, 1980, p. 75. 33 Stephen Gilman, La novela según Cervantes. Pról. de Roy Harvey Pearce, trad. de Carlos Ávila Flores. México, FCE, 1993, pp. 126-127. |
por Josu Landa Goyogana - filósofo, poeta, narrador y ensayista de origen venezolano. Su pensamiento filosófico gira en torno a la ética y la literatura.
Publicado, originalmente, en "Anuario de Filosofía" Vol 1 (2007)
http://revistas.unam.mx/index.php/afil/issue/view/2587
Universidad Nacional Autónoma de México
http://www.revistas.unam.mx/
Link del texto:
http://revistas.unam.mx/index.php/afil/article/view/31446
Editado por el editor de Letras Uruguay
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
Facebook: https://www.facebook.com/letrasuruguay/ o https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Círculos Google: https://plus.google.com/u/0/+CarlosEchinopeLetrasUruguay
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de ensayo |
Ir a índice de Josu Landa |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |