Las pocas palabras de Idea Vilariño por Santiago Kovadloff
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Su última obra —una selección estricta a la que ella tituló Poesía completa— no deja lugar a dudas: lo que allí no figura fue descartado por la escritora por no ser expresión cabal de su propósito. Dan forma a esa selección diez libros representados por un número desigual de piezas. La escasez de textos resalta especialmente en la producción anterior a 1944. Un ejemplar de esa Poesía completa, publicada en Montevideo, llegó a mis manos dedicado por su caligrafía ya vacilante. Fue al principio de 2007, dos años antes de su muerte. Ese regalo generoso lo era doblemente porque Idea y yo no nos conocimos y solo dos veces hablamos por teléfono. El obsequio se lo debo, en lo esencial, a los buenos oficios de Javier Fernández, el amigo que, con más devoción entre los míos, cultivó la memoria de Sarmiento. Asentado en Montevideo por su actividad diplomática en la embajada argentina, Javier conoció la fortuna del trato asiduo con Idea. La admiración que en él despertaba su poesía se emparentaba con la mía solo en términos de intensidad. Por lo demás, poco en común tenían. Los motivos por los cuales los dos nos sentíamos atraídos por ella eran muy diferentes y me animaría a decir antagónicos. Creía él que la de Idea era, ante todo, la agraciada expresión espontánea de un temperamento encendido y trágico. Yo, en cambio, estaba y estoy persuadido de que, si en el empleo literario de las palabras prevalece la espontaneidad de las emociones sobre la administración ponderada de su uso, no hay arte sino franqueza, atributo moralmente loable, pero estéticamente más que insuficiente. Javier era inflexible: aseguraba que el escritor era un ser dotado de inigualable aptitud para comunicar sentimientos e ideas con el acierto de un talento naturalmente agraciado por el don de la expresión. Le resultaba inconcebible la mediación laboriosa del esfuerzo en busca del término justo, empeño que reservaba para caracterizar a quienes al escribir no han sido convocados por la gracia. En fin, romántico en todo, lo era Javier Fernandez también en literatura y hubiera impugnado sin vacilar los versos en que Fernando Pessoa nos dice que «El poeta es un fingidor; / finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que de veras siente». Coincidiendo con Pessoa y con Ezra Pound, que llamaba «il fabbro» a T. S. Eliot, es decir el artesano, yo trataba sin suerte de probarle que donde abunda la espontaneidad falta el trabajo y que lograr aparentar frescura era el deber del escritor antes que jactarse de contar con ella sin esfuerzo. Estas disidencias con mi extrañado Javier encontraban siempre, por supuesto, el mismo desenlace fraternal: la lectura, en nuestro café habitual, de algunos poemas deslumbrantes de Idea Vilariño que le bastaban para acantonarse en su convicción. Como ocurre en el caso de otras escritoras uruguayas de su generación (Idea había nacido en 1920), su oficio se despliega a partir de un recurso de valor poco menos que axiomático: el castellano coloquial rioplatense. Sin renunciar a su temprana devoción por la poesía modernista, en especial la de Rubén Darío y la de Herrera y Reissig, así como por la prosa abrillantada de Rodó, a las que estudió con notable interés formal, ella buscó y encontró en el idioma hablado en su orilla del Plata y ampliamente en la cadencia oral la fuente y el medio de todos sus aciertos expresivos. La carga de silencio colmado de sentido que desencadena cada una de sus breves composiciones se derrama tras la lectura y nos envuelve con un poder de sugerencia inigualable, incluso entre quienes son hoy reconocidas como figuras protagónicas de la poesía oriental: Armanda Berenguer, Ida Vitale, Circe Maia, Marosa Di Giorgio y más recientemente, Cristina Carneiro. Cada sustantivo, cada verbo, cada infrecuente complemento directo o indirecto, cada uno de sus contados adjetivos operan en esas composiciones tajantes como pronunciamientos que se abisman más allá de su propósito explícito, como un eco que aspira a multiplicarse en quien lo escucha. Ya no
Ya no será ya no no viviremos juntos no criaré a tu hijo no coseré tu ropa no te tendré de noche no te besaré al irme nunca sabrás quién fui por qué me amaron otros. No llegaré a saber por qué ni cómo nunca ni si era verdad lo que dijiste que era ni quién fuiste ni qué fui para ti ni cómo hubiera sido vivir juntos querernos esperarnos estar. Ya no soy más que yo para siempre y tú ya no serás para mí más que tú. Ya no estás en un día futuro no sabré dónde vives con quién ni si te acuerdas. No me abrazarás nunca como esa noche nunca. No volveré a tocarte. No te veré morir. Remitiendo exclusivamente a una contundencia similar a la suya, se ha homologado con frecuencia, y a mi ver erróneamente, la poesía de Idea Vilariño a los aforismos de Antonio Porchia. Entiendo que no es justo porque el argentino —muchas veces certero en lo suyo— es sentencioso y la uruguaya no lo es. Hay en Porchia una enunciación de franca intención universalista, un propósito voluntaria o involuntariamente aleccionador del que Vilariño está alejada; una visión casi oracular en Porchia de la que la poeta uruguaya está a salvo mediante una indeclinable primera persona del singular que se muestra expuesta al dolor y al desacierto. La estirpe lírica de Idea Vilariño, más allá de las afinidades que ella guarda con poetas brasileños poco conocidos entre nosotros, como Cecilia Meireles y Manuel Bandeira, se remonta a los grandes líricos griegos y romanos. Safo y Catulo ante todo y el medieval Manrique después. Sobriedad en los términos, concisión en las ideas, contundencia en el tono, una indeclinable aptitud para la sugerencia, son siempre sus rasgos distintivos. Mediante la sobria extensión de cada pieza (y por eso Luis Gregorich llama a la suya «escritura de la omisión»), Idea Vilariño provoca en quien la sigue un mar de asociaciones e intensidades que se multiplican como esos círculos de agua que se abren en la superficie de un lago cuando cae una hoja o una piedra se hunde en ella. Al leerla es casi constante la impresión de que, en cada poema, se condensa y concreta un hallazgo que viene a coartar largas horas de silencio; de un silencio que no es el que desencadena la expresión afortunada, el poema cuando está logrado; sino ese otro silencio en el que, antes de encontrar la palabra apropiada, se extravía el espíritu cuando deambula sin discernimiento, a merced de todo aquello que lo abruma y desorienta. De esa ausencia parece despertar abruptamente Idea con cada composición para terminar ganando un protagonismo indiscutible en la poesía contemporánea de lengua castellana. Poesía «cercana y entrañable», como el citado Gregorich la llamó. Son los suyos poemas «descarnados y a menudo sombríos», consagrados a la emoción clásica y siempre renovada que le depara el saberse viva y muchas veces extenuada por ese vivir, sumergida en el misterio candente del amor y brutalmente arrancada de él para extender su mano ciega hacia quien estuvo a su lado y ya no está. La singularidad de Idea Vilariño alcanza de igual modo su labor crítica, que fue constante y paralela a la producción poética. Por si alguna falta hiciera recurrir a una evidencia que no provenga de sus mismos poemas, son sus textos críticos precisamente los que mejor demuestran el espíritu laborioso que orientó su interés por los problemas de la composición, sean rítmicos o léxicos. Y lo alejada que estuvo siempre del espontaneísmo que, con tanta frecuencia, se atribuyó a sus composiciones. No menos elocuentes al respecto son sus trabajos de traducción. Supo verter al castellano y en verso varias tragedias de Shakespeare. Hay versiones suyas del francés, como las que hizo de Simone de Beauvoir y Raymond Queneau, cuyo valor sigue siendo infrecuente. De Hudson tradujo Allá lejos y hace tiempo, y sus estudios literarios, a propósito de estos y otros autores, son materia de referencia en la docencia universitaria. Ella misma ejerció el magisterio en el Departamento de Literatura Uruguaya de la Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo. A su vez, Idea Vilariño vio su obra traducida al sueco, al portugués, al francés y sobre ella han escrito narradores, críticos y poetas como Juan Gelman, Mario Benedetti, Antonio Muñoz Molina y Eduardo Galeano, sin olvidar a nuestro Luis Gregorich. Juan Gelman afirmó al caracterizarla: Su poesía nos deja entrar pero no salir. No hay trucos ni espejismos. Hay espejos. [...] Más que comunicación hay comunión. [...] El fulgor que nace de la cicatriz de sus palabras aleja la desdicha. Es una hazaña del dolor. [...] Esta poesía es una palabra de hueso a la intemperie. Se diría por todo esto que a sus palabras —esas pocas palabras plenas que a Idea le bastó entregar— las dicta la lúcida comprensión de una última fatiga. No la que irrumpe al cabo del oleaje de los años como señal de desgaste, sino la que nace de la intensidad arrolladora que envuelve cada momento vivido a piel expuesta. A cada uno de esos momentos ella supo transfigurarlos en enunciados poéticos donde nada se ha perdido de esa intensidad y todo se ha ganado para la belleza expresiva. Y así lo confiesan las pocas líneas que siguen: «Haberse muerto tanto y que la boca / quiera vivir un poco todavía». Señaló alguna vez Roberto Juarroz, en diálogo con Guillermo Boido, que la poesía no formaba parte de la literatura. Otro era su lugar, mucho más allá. ¿Se diría que la obra de Idea Vilariño así lo evidencia? ¿Qué significa más allá? Prefiero creer que la poesía es esa configuración de la literatura que alcanza a brindar de esta, en modo potenciado, lo que ella tiene de esencial: el roce fronterizo entre palabra y silencio; lo paradigmático del arte literario que consiste en lograr el anudamiento de la expresión a lo indecible, lejos de todo afán totalizador, de toda ilusión de suficiencia por parte de los significados. Por eso, presumo, Alberto Girri aseguró que «la poesía es el corazón de la literatura». ¿Poesía femenina la de Idea Vilariño? Me resisto a caracterizarla así. Poesía a secas, digo yo; escrita ciertamente por una mujer que, como tal, se plasma en lo que dice. Al hacerlo, la universalidad que a todos nos abarca en una misma condición se deja decir en la entrañable primera persona de Idea. Finalmente, Flaubert tuvo razón: Madame Bovary era él. Idea Vilariño, si nos atrevemos a nuestra última imponderabilidad, somos nosotros. |
por Santiago Kovadloff
Comunicación leída en la sesión 1449 del 27 de septiembre de 2018.
Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. Tomo LXXXI, 2017/2019 Julio-Diciembre 2018 331
Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras
Link del texto: http://www.catalogoweb.com.ar/biblioteca-digital/b20172019.html
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Idea Vilariño en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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