La cama de jacarandá

Cuento de Alicia Jurado

For in that sleep of death, what dreams may come,

When we have shuffled off ihis mortal coil,

Must give us pause.

                                 Hamlet, 111, 1.

A Susana Rombal   

El azar, señor de la vida y de la muerte, quiso que yo viniese a pasar una temporada en la casa de mi tía Amalia. Una serie de circunstancias imprevistas lo dispusieron así: primero, se rompió un caño en el departamento vecino al mío, dejando la pared y parte de mi techo en estado deplorable; consultados los albañiles y el pintor, resolví que era la mejor oportunidad para renovar la pintura de todo el piso, que lo requería con bastante urgencia. En segundo lugar, debí buscar un alojamiento temporario durante los trabajos, pues aquél estaría inhabitable; imposible salir de Buenos Aires, porque necesitaba vigilar de cerca a los obreros (yo era muy exigente en lo que se refiere a detalles) e imposible mudarme a casa de mamá, que acababa de alquilar su departamento para viajar a Europa. Ninguna amiga mía, que yo sepa, dispone de un cuarto de huéspedes. Ya había resuelto ir a un hotel, cuando me vino a la memoria que la casa de mi tía Amalia estaba desocupada desde haría más de un año, a partir de la muerte de su dueña, mientras se tramitaba la sucesión. Seguía intacta, completamente amueblada; su situación, en pleno barrio norte, no podía ser más conveniente. Abajo vivía un antiguo portero y otra criada vieja iba tres veces por semana hacer la limpieza y a lustrar la platería.

Recordar esto y llamar por teléfono a mis primos fue todo uno; consintieron en que fuese y yo prepare mis maletas.

Ahora bien: es imprescindible explicar qué estilo de casa es esta, donde vine a vivir sola porque mi cocinera quedó al cuidado de la mía. Nosotros descendemos de una lamí lia de coleccionistas: mi abuelo se dedicó al arte precolombino, mi madre a los marfiles medievales, mi hermano a la numismática. Yo misma tengo, lo digo con cierto orgullo —porque lo único que heredé de mis mayores fueron sus aflicciones— una colección pequeña pero nada desdeñable de perfumeros de Chelsea que, como nadie ignora, fue la primera fábrica inglesa de porcelana, establecida en el siglo dieciocho.

Mi tía y su marido coleccionaron muebles coloniales, además de cuadros, porcelana y platería de la época. Desde la entrada, los altos bargueños y los sillones de coro dan la tónica de austeridad y lobreguez que caracterizaron aquel período, no exento, por cierto, de valores estéticos. La sala da a la calle y es el lugar menos oscuro de la casa, pero nunca se usó como living porque su asiento más cómodo es la alfombra, ancha, tupida y adornada con el escudo de la familia. Las paredes, revestidas de damasco color oro, llevan retratos de antepasados: dos vitrinas despliegan un conjunto admirable de mates de plata, sahumadores, yerberas y algún peinetón en el que todavía se enreda la cinta punzó con la ya desteñida leyenda referente a los salvajes, inmundos y asquerosos unitarios. Una espantosa cabeza cercenada de San Juan Bautista, que aterrorizó mi infancia, cuelga en efigie frente al canapé y los sillones de respaldo rígido y mira de soslayo las dos sillas peruanas enchapadas en plata. El comedor está en penumbra, tenuemente iluminado por un oscuro patio contiguo revestido de azulejos sevillanos. Aquí el damasco de las paredes es rojo y sólo las bandejas y jarras de plata lanzan destellos débiles entre los muebles espléndidos y severísimos, mientras las porcelanas isabelinas dibujan en el fondo indecisos resplandores, como si fuesen los espectros de jícaras y de soperas.

No fatigaré al lector con la descripción completa de la casa. Baste decir que abundan las puertas de notable artesanía, los escalofriantes Cristos españoles que refulgen en medio de sus tormentos, los relicarios, las custodias, los pálidos espejos, las lámparas votivas de plata maciza que difunden una luz suave y siempre insuficiente. Pero no puedo pasar por alto el dormitorio, porque en él se desarrolla la acción de este relato, de cuya veracidad muchos podrían dudar si no terminara como concluye. El dormitorio da a una terraza que desciende a un jardín, pero la cortina metálica que protege el ventanal está baja y el mecanismo eléctrico que la levantaba, al oprimir un botón, no funciona. Como resultado, la habitación se vé sumida en la más perfecta tiniebla, que sólo reparan parcialmente la luz del velador y la de otra lámpara pequeña, junto a una mecedora colonial. El moblaje está de acuerdo con el resto: mesitas ratonas, una cómoda que necesita de cuatro hombres robustos para desplazarla, sillas de alto respaldo delicado y sinuoso, una mesa de tocador con patas de cabra graciosamente arqueadas. Pero lo más extraordinario es la cama: un enorme lecho de jacarandá con dosel y cuatro columnas, cuya exquisita talla tiene tal belleza que me hizo olvidar los pavores acumulados durante la media hora en que recorrí la casa, estudiándolo todo, el día en que llegué. Había visto esa cama a menudo y, sin embargo, nunca reparé en sus detalles como aquella noche en que me acosté a dormir en ella por primera vez. Colcha, dosel y cortinas son de seda amarilla, apenas desteñida por los años. A los pies, dos curvas convergen hacia el centro para alzar allí una especie de abanico hecho de cinco lazos, pero en la cabecera el diseño se lanza a la fantasía de un barroco profuso y ligero a un tiempo, con algo de hoja inmóvil y de llama endurecida. La madera enmarca un medallón tapizado con la misma seda de la colcha v forma tres triángulos imprecisos, más pequeños y redondeados los laterales, mayor y tendiendo a isósceles el central. El vértice superior se encorva hacia adelante y tiene el contorno de la cabeza de una cobra irritada y también el de un pétalo; a uno y a otro lado se abren formas que podrían ser elefantes o simples volutas inofensivas, según la iluminación. Y las cuatro esbeltas columnas se dilatan a mitad de camino, con una leve torsión como la de la falda de una bailarina que gira, antes de continuar su ascenso y rematar en un penacho de plumas lignificadas.

En aquella cama, digna de una virreina, no fue fácil conciliar el sueño. Un enorme rosario de cuentas de madera, colgado junto a mi cabeza, tintineaba con cada movimiento; lo puse sobre la mesa de luz, pero quedaba aún la agitación de velamen en tormenta que se producía en el dosel, al menor cambio de posición que intentase. A las dos de la mañana comenzó un extraño gemido, seguido de palpitaciones rítmicas, que resultó ser de la bomba automática que proveía de agua a la casa. A las tres me dormí, sin nuevos incidentes.

Fue después de una semana, cuando ya me había acostumbrado a vivir en aquel museo, cuando advertí el primer síntoma de un fenómeno extraño: me desperté una mañana con una sensación rarísima, una curiosa exaltación que me hacía mirar las cosas como si nunca las hubiese visto. La cama tenía una gracia deslumbrante; el tocador me sobrecogió con su elegancia; el sol se derramaba como una canción por la ventana del cuarto de roperos, el único a que tenía pleno acceso, donde yo había instalado una de las sillas menos incómodas pura leer durante el día. Salí a la calle y la calle era íntima y misteriosa como una magia no compartida; las flores de los puestos de las esquinas me daban ganas de gritar con su hermosura. Tardé un rato en percibir que lo que estaba sintiendo era, sencillamente, la felicidad.

¿A qué podría deberse ese estado insólito? Hacía mucho que no me ocurría nada parecido; hacía años que la vida era uniformemente gris, matizada por insignificantes disgustos y triviales alegría. Dolor pequeño y dicha diminuta. Empecé a reconstruir el soneto de Banchs que acababa de citar, quizá imperfectamente. ¿De qué hablaba? Del estado que precedió al amor. El amor. Y de pronto comprendí, con cierta zozobra, que la felicidad que me invadía se parecía muchísimo a la ya olvidada felicidad del amor.

A la tarde se disipó el hechizo y desapareció durante tres o cuatro días. Entonces, volví a despertar con la misma sensación, aun más vivida, de angustia e intensa alegría. Encendí la luz: eran las nueve de la mañana. El dosel, plegado con delicadeza como una tienda de seda, parecía un sol amarillo, indeciblemente gozoso. Cerré los ojos, con el afán de atrapar los retazos de algún sueño que explicase mi emoción, pero fue inútil: ya lo había olvidado. El día transcurrió con el mismo desasosiego dichoso de la vez anterior, como si estuviese a punto de ocurrirme un milagro.

Después llegó el fin de semana y me fui al campo, donde recobré la normalidad; pero el lunes, en Buenos Aires, se reprodujo el estado ya conocido. Había, sin embargo, una novedad: comprendí claramente que era provocado por un sueño y que sólo en lo hondo de mi subconsciente hallaría la clave del enigma. Pero ese sueño desaparecía con la lucidez sin dejar rastros y yo quedaba a oscuras, distraída, melancólica, sensibilizada, con ganas de reír y de llorar por cualquier cosa.

Pasaron dos noches antes de que lograse llevarme una imagen a la vigilia. Era una figura humana, tan borrosa que no se distinguían en ella ni las ropas ni los rasgos y no sé si habló, porque no recuerdo ninguna palabra que pudo haberme dicho. Yo sabía, no obstante, que era un hombre. Durante todo el día pensé en él con el temor y el deseo de recobrarlo; tuve que leer hasta muy tarde para poder dormirme otra vez. Al amanecer regresó y sé que vi su cara; desperté sobresaltada y luego imploré al sueño que volviese, apresando los párpados, escondiendo la cabeza bajo las mantas, pero fue inútil: aquel rostro, que debió de ser hermoso a juzgar por el efecto que me produjo, había naufragado por completo en los abismos de la memoria. Pero lo cjnc me obsesionaba no eran los rasgos físicos del desconocido, sino la tensa, dolorosa felicidad que dejaban en mí, sólo comparable con la que siente el enamorado en los momentos que siguen a la separación.

Empecé a preguntarme si el período de castidad que sobrellevaba desde hacía un tiempo no se estaría prolongando demasiado: esos sueños eróticos, por platónicos que fuesen, eran claro indicio de que debería tomar alguna medida al respecto. ¿Qué hacer? No es fácil, para una muchacha sentimental, buscarle soluciones prácticas a este problema complejo. Pensé, también, que quizá convendría vigilar las comidas por la noche y abstenerme de beber vino, profilaxis indicada contra las pesadillas. Pero ¿cómo calificar de pesadilla esa visión en que no participaban los sentidos —o si participaban de algún modo, nada quedaba en el recuerdo— y que no me producía terror sino deleite?

La visita —llamémosle así— comenzó a repetirse noche a noche, sin intervalos ya. No cabía duda de que fuese un hombre y de que esos misteriosos coloquios (porque hablábamos, y hasta pude guardar a veces el eco de su voz, tierna y grave y próxima como un contacto) tenían una pasión inconfundible. Yo no sé por qué tardé tanto en advertir que me hablaba siempre en inglés.

Mientras esto ocurría, mi vida continuaba su ritmo acostumbrado. Iba a mis ocupaciones habituales, visitaba a mis amigos, no faltaba a la peluquería ni a los remates interesantes, donde solía perseguir alguna pequeña pieza de Bow o de Derby al alcance de mis medios. Pero un halo de encantamiento se me adhería, como un perfume, durante horas enteras. Me sorprendía a menudo mirando el reloj, calculando cuánto faltaría para la noche. Más de una vez, me pregunté si me estaría volviendo loca, o por lo menos si sei ía víctima de una neurosis aguda. Lo curioso es que aquella alucinación se vinculaba directamente con la cama, porque en las oportunidades en que dormmí fuera de ella —una vez durante un Un de semana en San Isidro, en casa de amigos, y otra en una cuja que hay en mi i.uarto de vestir, bastante dura, utilizada a título de experimento-no apareció el fantasma nocturno.

De pronto, la dulce tensión se agravó hasta sofocarme. Me desperté temblando, con la seguridad de que nos habíamos abrazado. Recordaba nítidamente el calor, la solidez, la firme presión de aquel espectro que en nada se parecía a las sombras comunes, inasibles según todos los testimonios. Durante la vigilia sufrí, llamándolo, y antes de la medianoche fui a la cama como a una fiesta, después de peinarme largamente delante del enorme espejo con marco de plata que me devolvió una imagen radiante, apenas reconocible. Si estaba loca, era infinitamente mejor que estar cuerda; líbreme Dios, pensé, de perder mi felicidad en manos de algún psiquiatra.

Así me dejé hundir, maravillada, en la insólita aventura. Era patente que yo estaba enamorada, con todos los síntomas del trastorno: obsesión, angustia, sobresalto, lírica beatitud e implacable sufrimiento. Pero ¿de quién, Dios mío? En el momento de despertar, parecía que una mano despiadada me pasase una esponja por las imágenes que acaba de percibir, dejando sólo un recuerdo de emociones. Algún fragmento insignificante persistía a veces: una palabra, una camisa entreabierta en la que advertí inexplicablemente el temblor de unos encajes, una mano de largos dedos donde me pareció ver el oro de un anillo antiguo. Y el último beso —¡ay, sólo el último!— capaz sin embargo de iluminar el día entero durante la espera impaciente del nuevo sueño. No me cabía la menor duda de que mis relaciones con el fantasma eran de una intimidad total: aunque no recordase los sucesos que la originaban, la languidez feliz de los sentidos colmados era inconfundible.

Un día, aquel en que logré retener el vivo rojo de una chaqueta arrojada a los pies de la cama, no pude más. Resolví dar comienzo a lo que debí hacer desde un principio: averiguar el origen del mueble que producía las visiones. Mis primos me dieron informes poco concretos; lo recordaban desde que eran chicos y nunca habían visto dormir a sus padres en otro. Después, uno de ellos aseguró que pertenecía al abuelo paterno y dijo que quizá supiese algo la hermana de éste, que aún vivía. Llamé entonces por teléfono a la tía abuela de mis primos y confirmó lo dicho: esa cama, que pasó a poder de su hermano, había sido de los padres y, según entendía, perteneció a la familia desde antes. Allí concluyeron mis investigaciones, ya que de la generación de los bisabuelos no sobrevivía nadie. Las viejas familias, sin embargo, tienen la ventaja de la documentación, y no me fue difícil dar, en el Nobiliario del Antiguo Virreinato del Río de la Plata, de Carlos Calvo, con las fechas correspondientes al nacimiento y la muerte del bisabuelo de mis primos, primer dueño confirmado de la cama: 1798-1805. Si el mueble ya estaba en la familia, es probable que hubiese entrado en ella a fines del siglo dieciocho; desde entonces, según el Nobiliario, todos sus dueños habían muerto casados y a una edad respetable. Ninguno de ellos podía ser el joven y apuesto fantasma que me abrazaba clandestinamente bajo el dosel.

Comencé otra línea de investigaciones, que me mantuvieron horas revisando láminas y textos en historias del mueble colonial sudamericano; comparándola con modelos similares, me pareció haber acertado con la época de mi cama. Esto quiere decir que era muy difícil que hubiese pertenecido a otros antes de ingresar a la familia de mis primos; el fantasma de chaqueta roja, si alguna vez vivió en este mundo, debió de ser huésped de alguno de ellos y era prácticamente imposible descubrir su identidad, irremediablemente sellada bajo el polvo de la historia.

A medida que progresaban la pintura y el empapelado de mi departamento, aumentaba también nuestra pasión. Las sensaciones físicas se volvían cada vez más intensas y memorables; solía despertar extenuada, casi sollozando. Andaba pálida y ojerosa, la mirada ausente, y ni siquiera pestañeé cuando vi que el pintor, por equivocación, había dado un matiz aceitunado al verde de mi dormitorio, que debió tender al turquesa. Al mismo tiempo, se me planteaban insolubles problemas de índole metafísica. ¿Podría decir, verdaderamente, que un hombre poseído en sueños fuese mi amante? ¿En qué plano, material o inmaterial, se verificaba nuestra unión? ¿Era yo quien había engendrado un incubo en la locura, o era una fuerza extraña a mí la que me tomaba mi cuerpo (o sólo mi alma) como pretexto para manifestarse y amar? Como es natural, no me atrevía a confiar a nadie mis perplejidades; no era cuestión de que se comentase en todo Buenos Aires que se me había aflojado un tornillo. Me bastaba la certeza de que cada noche me estaban prometidos ese cuerpo, reconocido ya y único, y ese rostro del que sabía que sus rasgos, olvidados cada mañana, eran aquellos por los que aceptaría morir.

Una tarde, hace apenas una semana, vagaba por la biblioteca leyendo los títulos de los libros cuando percibí un paquete envuelto en papel madera, calzado en el espacio de un estante vacío. Algo que no fue el azar me guió hasta él, porque sentí que mi impulso no provenía de mí misma. Lo desenvolví con cuidado. Era una carpeta de cuero, llena de correspondencia muy antigua; algunas cartas estaban fechadas en la primera década del siglo diecinueve. Comencé a revisarlas despacio, descifrando trabajosamente la borrada escritura. Vi que había varias dirigidas al tatarabuelo de mis primos, padre de aquel que yo consideré el primer dueño de mi cama. De pronto, vi una escrita en inglés; cuando la alcé, me temblaban las manos.

Era del año 1807. Traducida, decía poco más o menos lo siguiente:

“Muy Señor mío:

Acabo de recibir su carta, en la que me informa sobre la muerte de mi hijo George, caído en el cumplimiento de su deber en la ciudad de Buenos Aires. La gran pena que sufrimos por su pérdida tiene un solo consuelo: saber la generosidad con que sus enemigos lo recogieron, herido, y lo cuidaron en su propia casa hasta el último instante.

Quiera Dios que tenga alguna vez la oportunidad de testimoniarle la amistad y el reconocimiento de su agradecido servidor,

                                                                                                                                                                           Arthur Brooke, esq."

Esa noche lo llamé por su nombre, a gritos, en el umbral del sueño. Cuando llegó llevaba puesta la chaqueta roja; vi los encajes de su pechera y sus serenos ojos grises que ya no podría olvidar en la vida y espero no olvidar en la muerte. Entonces reconocí el uniforme militar y lloré de tristeza hasta que lloré de dicha.

Estos últimos días fueron terribles y maravillosos. Me habla y recuerdo sus palabras; lo veo, y perduran en mí su mirada y su sonrisa. Y ahora que el fantasma se ha vuelto casi real, que mis noches tienen la terrible hermosura de un incendio y mis días se han convertido en un vagar sin fin, en medio de dulcísima fatiga, por las estancias recubiertas de damasco, acariciando sin sentirlos el jacarandá y la caoba de los muebles —menos palpables, menos materiales que esa piel que me ilumina las manos en el sueño— sin saber cuál es de veras mi vigilia, si sueño de sol a sol con una casa espectral llena de muebles de otro siglo y sólo despierto de noche najo el trémulo dosel y la encorvada garra o serpiente o pétalo que se inclina sobre mi desvarío; ahora, que río de gozo en la penumbra porque se acerca la vida y lloro en el alba, que me la entenebrece y deja, ha sucedido la definitiva catástrofe.

Uno de mis primos habló por teléfono para preguntarme hasta cuándo necesitaría la casa. Más o menos una semana, le mentí (creo que hace mucho que se terminó la pintura de mi departamento, aunque no estoy muy segura); me contestó que avisaría entonces al Museo Fernández Blanco para que fuese a retirar los muebles después de esa fecha, pues iban a ofrecer en venta la vieja casa deshabitada y hacía meses que, después de celebrar un consejo de familia, habían donado a la municipalidad la colección entera.

Tardé unos minutos en comprender la inmensidad de mi desventura. Había perdido mi cama en forma irrecuperable. Era inútil desesperarme, rogar, ofrecer por ella cualquier precio —todo estaría inventariado ya y donado, inexorablemente, y me destrozaría la vida sin sospecharlo siquiera. El hechizo está, no cabe la menor duda, unido a esa cama, pues fuera de ella no puedo conjurar el fantasma que la habita desde las invasiones inglesas. Esta será la última noche que dormiré en ella, con él.

Quisiera que mi familia, que es tan católica, se consolara pensando que estoy loca; acaso lo esté. Por eso dejo sobre la cómoda, en sitio visible, esta historia que he escrito de mi puño y letra. Di orden al portero para que mañana, a las nueve, suba a retirar mi equipaje. También le toca venir a limpiar a Calixta; lo he calculado todo.

Dejo mi colección de porcelanas a Alicia Jurado, mi íntima amiga, que las admiraba tanto, rogándole que publique estos papeles cuando le sea posible, para que no se pierda la relación de hechos que tal vez interesen a los estudiosos. Para facilitarle la tarea, les he dado esta forma de cuento.

Tengo preparado ya el vaso de agua y las pastillas que no me dejarán despertar. Sé el riesgo que corro; pero mayores riesgos se han corrido por el amor de un hombre, por el amor de una mujer. No quiero detenerme a preguntar, como Hamlet, qué sueños podrán sobrevenir cuando hayamos arrojado este mortal despojo. Creo, espero, ansío desesperadamente que en mi caso sólo será uno, para siempre.

 

Cuento de Alicia Jurado
 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 45-46-47 septiembre-octubre-noviembre-diciembre de 1963-enero-febrero de 1964

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-45-46-47/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Ver, además:

                       Alicia Jurado en Letras Uruguay

 

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