El huevo de Pascua

Cuento de Alicia Jurado

Nuestra Pascua no trae huevos ni conejos recién nacidos, sino hojas amarillas y un presagio de futuras heladas en el aire del atardecer. Es, más bien, una época en que la reproducción se llama a sosiego y en que los puesteros afirman que las gallinas no ponen; pero la Resurrección del Señor se celebra bajo el signo de primaveras ajenas, así como su nacimiento llena las vidrieras sudamericanas con remedos de invierno sobre árboles boreales.

Se acercaba la fiesta y corría abril. La segunda floración de las rosas menguaba ya, demorándose en la enredadera de la casa y en los rosales enanos que bordeaban la pileta.

Etelvina pensaba con tristeza en el fin de las vacaciones, prolongadas ese año a causa de la parálisis infantil. Volverían al frío, los deberes, los viajes penosos a la escuelita de campo en el bayo viejo, llevando en ancas al hermano menor. Se irían sus amigos, los chicos de la dueña de la estancia, cuyos privilegios compartía durante todo el verano: los baños en la pileta de natación, las tortas del té (siempre cortaban un pedazo para ella) y los cuentos que leía la señora en voz alta, a la hora de la siesta, para mantenerlos tranquilos e impedir que anduvieran insolándose en la alfalfa o comiendo fruta verde entre los perales.

Los cuentos eran para Etelvina un motivo de deslumbramiento feliz; un mundo de seres míticos, princesas, reyes, chambelanes damas de honor, casi tan improbables como los duendes o las hadas madrinas, desfilaba por su imaginación envuelto en unas brumas que sólo dejaban transparentar algún dato preciso: los chambelanes, por ejemplo, debían ser gordos y siempre tenían sombrero; las princesas eran rubias y vestían de azul. Escuchaba sentada en un banquito, los codos puntiagudos apoyados sobre las rodillas flacas, el pelo negro cayendo lacio sobre unos ojos que apenas pestañeaban.

La señora era buena con ella: más buena que su mamá, que le pegaba por cualquier cosa y la echaba a gritos de la cocina. Tenía bastante miedo de su madre; la veía trajinar entre las ollas, siempre hosca y cariacontecida, rezongando contra las moscas, las astillas verdes, la carne recién carneada o los choclos demasiado tiernos. Salvo a las horas de comer o dormir, la eludía prudentemente; acercarse podía traerle una tarea inesperada —cuidar a la hermanita que empezaba a caminar, ayudar a secar platos— o un coscorrón. El padre constituía un refugio intermitente; sólo dormía en la casa una o dos noches por semana. No trabajaba en la estancia, era acopiador de pollos y recorría los alrededores comprándolos para venderlos luego en el pueblo, a varias leguas de allí. Era un hombre en quien alternaban la mansedumbre y la violencia, la cobardía y esos arrebatos de los débiles a los que sigue un arrepentimiento fácil y por lo general inútil ya. Con la mujer discutía agriamente, sobre todo en los últimos tiempos. Desde la pieza vecina la chica solía oír palabras groseras en la noche y ruidos sordos que le daban miedo. Entonces se tapaba la cabeza con la almohada y rezaba el Ave María incontables veces, hasta quedarse dormida.

En aquellos días, las cosas habían empeorado. Había amenazas, llantos. Una mañana su mamá se quejó a la señora, delante de ella, de que el marido le había pegado, enseñando los cárdenos moretones en el brazo. La señora se indignó y prometió hablar con él en cuanto lo viese, pero en seguida debió partir para Buenos Aires por dos días, dejando a los chicos con la gobernanta.

Regresó el Sábado de Gloria; los hijos la rodearon a gritos, reclamando las golosinas previstas. Etelvina se mantuvo alejada, a unos pasos de distancia, vacilando entre la curiosidad y la timidez. La valija de mano fue abierta y de ella salieron, como en un acto de pura magia, tres enormes bultos envueltos en papel transparente.

—Uno para Ricardo.

Los brazos del varón se tendieron ávidos.

—Uno para Teresita.

La chicuela, un año mayor que Etelvina, se precipitó a su vez.

—Y uno para Etelvina. Ven acá. Tómalo.

—¿Para mí?

Miró, incrédula. A ella nunca le traían regalos.

—Si, para ti. Es un huevo de Pascua.

Lo tomó con delicadeza, con miedo de romperlo, aferrándolo con las dos manilos. Nunca había visto un objeto semejante. Los otros chicos arrancaban impacientes el envoltorio de papel, a través del cual se adivinaban formas y colores misteriosos.

—Es para comer. Está hecho de chocolate y los adornos son de azúcar. Todo se come.

La señora la miraba enternecida. Pobrecita, pensó, qué suerte que me acordé de ella. Nunca le han regalado un huevo de Pascua.

Etelvina le dio varias vueltas, roja de placer.

—¿Lo abro?

—Claro. Sácale el papel.

Lo desenvolvió con la respiración retenida, muy lentamente. Cuando lo vio quedó absorta, como si se le hubiera presentado en el patio alguno de aquellos chambelanes ensombrerados de su fantasía.

—¡Pero qué bonito! Dale las gracias a la señora— dijo la voz de su madre, que se había acercado por detrás con un repasador en la mano.

Etelvina casi no podía hablar. Miraba y remiraba aquel huevo de chocolate, más grande que esos de avestruz que comía algunas veces asados en las brasas y que siempre le hacían mal. Firuletes de azúcar teñida de rosa y de verde lo protegían con un retículo frágil: arriba, dos palomitas blancas se tocaban los picos, rodeadas de una guirnalda floral. Apoyó el índice sobre una de las palomas, luego sobre las llores rosadas. Aquello era sólido; no desaparecía al tacto. Y era suyo. Ricardo y Teresita ya habían roto cada uno su huevo y devoraban trozos curvos de chocolate.

—¿Cuántas pastillas tiene el tuyo adentro?

—Veintitrés. ¿Y el tuyo?

—El mío veinticinco.

—¡Dos más! ¡No vale! Tendrás que darme una.

—Ni pienso. Me las voy a comer yo.

— ¡Mamá! ¡Ricardo tiene que darme una pastilla! Él tiene dos más. ¡No vale!

Etelvina sacudió el huevo con mucha prudencia, como si fuese un sonajero de cristal. El roce de las pastillas interiores la tranquilizó; también el suyo tenía. Lo hizo girar sobre su eje, extasiada.

—Etelvina, ¿no vas a comer tu huevo?

—Todavía no. Me da lástima romperlo. Lo voy a guardar.

—¡Pero no seas sonsa! —dijo Teresita con la boca llena—. Se te va a poner viejo si lo guardas.

No le hizo caso. Caminando despacito, de miedo a que se le cayera por el camino, se fue al cuarto de la madre con el huevo por delante, como un trofeo.

—Mamá, guardámelo donde no lo alcance Santiaguito.

La madre apartó de la repisa un candelero y la mamadera de la menor e hizo un sitio para el huevo de Pascua. Apoyado sobre sus excrescencias de azúcar, no había peligro de que rodara.

—Ahí lo tenés. No te vayás a empachar, comiéndolo todo de golpe.

Y allí quedó, con sus dos palomas amorosas aleteando en una punta y su corona de rositas rígidas.

Cuando se volvió para salir al patio topó en la puerta con Miranda, el domador. Por aquel entonces era el único peón soltero e iba a comer a la estancia dos veces por día, a la vieja cocina donde se afanaba, presurosa e ineficaz, la madre. Era un correntino alto y muy moreno, de pelo lacio y bigote negro; no sabía leer ni escribir, pero hacía su trabajo admirablemente, amansando de abajo a los potros con una infinita paciencia, a lo indio. De sus manos salían blanditos de boca y sin mañas ni cosquillas. Era buen jinete, además, pero no le interesaba lucirse en las domas, entre corcovos y rebencazos; sabía que se domina mejor, a la larga, por la convicción que por la barbarie. Su única debilidad eran las carreras, y el capataz se quejaba de que perdiera tiempo cuidando parejeros para correrlos los domingos en el pueblo ufano con su rastra de monedas de plata que llamaba la atención en aquellos pagos.

La madre le echó una mirada rápida y sonrió. El hombre mostró, también, los dientes blancos.

La señora debió hablar con el padre, porque durante unos días en que éste permaneció en la casa, pareció más tranquilo. Etelvina sorprendió también una conversación entre la señora y la madre, que la dejó perpleja. Estaban las dos en la cocina y la señora hablaba sin levantar la voz, casi indiferente, como de costumbre.

—Tenga cuidado, Juana. Me parece que su marido anda desconfiando de usted. No sea que le parezca descubrir alguna cosa y tengamos una tragedia aquí, en la estancia.

Juana chilló con su voz ríspida y quejumbrosa:

—¡Por Dios, señora! ¡Ni que yo le hubiera faltado en algo a Gregorio! ¡Cómo si yo fuese una mala mujer! Son cosas que se le meten en la cabeza a él, nomás.

—No es cuestión de maldad, Juana. Usted está harta de su marido y él se da cuenta. No es raro que piense.. .

Se interrumpió de golpe y dijo que el arroz no debía hervirse más de veinte minutos, porque de lo contrario salía hecho un engrudo. Había visto a la chica.

Etelvina se puso a jugar con el ¿De qué desconfiaría su padre? ¿Por qué pensaría que su madre era una mala mujer? No podía ser porque les pegara a ellos, ya que el padre también les pegaba cuando andaba de mal humor, y más fuerte todavía. Entró al dormitorio con el gato abrazado, pensativa, para echar un vistazo a su huevo de Pascua. ¿Cuando lo comería? Lo guardaría para alguna ocasión especial, para una gran fiesta, cuando tuviese que celebrar alguna cosa muy linda. Soltó el gato, arrimó el banquito y se subió a él para ver mejor las palomitas de azúcar. Iba a tocarlas, pero recordó a tiempo que tenía las manos sucias y se redujo a la contemplación. Su madre estaba harta de su padre; no lo había negado. Él le pegaba; era un motivo para estar harta. ¿Pero por qué le pegaba? ¿Por qué le había dicho por la noche esa palabra fea que a ella no le dejaban repetir? Su padre desconfiaba de su madre. ¿Creería que le robaba plata? ¿Pero para qué, si nunca se compraba nada? Ni zapatos nuevos, ni collares, ni caramelos.. .

Gregorio se despidió al día siguiente y salió a trabajar, diciendo que volvería a fin de semana. Dos días después ocurrió la escena inexplicable con la madre.

—¿Papá volvió anoche a las casas? —preguntó a la hora del desayuno, mientras bebía su tazón de café con leche. La señora, a su lado, preparaba una torta para el té.

—¿Anoche? Habrás estado soñando. Tu padre no vendrá hasta el sábado.

—Pero yo lo oí hablando con vos, mamá. Me desperté de noche y lo oí. Hablaban y se reían despacito. Después te quejaste y yo tuve miedo, porque creí que te pegaba otra vez.

Juana se demudó.

—¡Estás loca! — gritó, mirándola como una furia—. Te digo que has estado soñando. ¡Y quién sos vos para discutirme a mí, mocosa de porquería! ¡Acabá esa leche de una vez, que tengo que limpiar la mesa!

Etelvina tragó el resto del tazón (así de un sorbo y se puso de pie. Estaba asustada. Los ojos de la madre habían contenido una ferocidad insólita. Buscó el gatito pero no lo encontró. Su único apoyo fue la voz inalterable de la señora, que levantó la vista del batido para fijarla en Juana, luego en ella.

—¿Por qué no vas a jugar con Teresita? Ya está levantada. —Hubo una pausa. Después—: Dejaste la galleta. Llévala.

Etelvina levantó el pedazo de galleta mordido que había dejado sobre la mesa. La señora siempre la hacía comer. ¿Por qué habría mirado así a su mamá? Lina mirada tranquila, como siempre, pero rara.

A partir de esa mañana Etelvina durmió en uno de los cuartos de arriba, con la mucama. Le dieron una explicación cualquiera, que olvidó en seguida. Estaba contenta; la mucama era joven y alegre y nunca la reprendía, y cuando la luz de la mañana entraba por la ventana abierta se la veía enmarcada por una guirnalda de rosas otoñales, como la del huevo de Pascua pero de color más vivo. Etelvina decidió trasladar su tesoro allí, al cuarto de Pilar. Lo puso sobre la mesa, entre el retrato del novio de la muchacha y el de sus tres sobrinos.

—Hace una semana que tenés ese huevo, hija. ¿Cuándo lo pensás comer?

—No sé. Más adelante. Un día de fiesta.

—Se te va a apolillar ahí, si no te apurás.

Pilar la miró con lástima; tan flacucha, con sus piernitas largas y su pelo lacio, con un aire de pollito mojado metida dentro de ese vestido desteñido, demasiado corto. Si Juana creía que ella, Pilar, no se daba cuenta de lo que pasaba — pensó—; ¡por algo se empeñaba en sacarse la criatura de encima! ¡Ojalá no sucediera ninguna desgracia antes de volver a Buenos Aires!

El sábado por la noche la despertaron voces ásperas de hombres en el patio. Se asomó a la ventana, temblando. Por suerte, Etelvina dormía. Afuera, Miranda y el marido de la cocinera discutían violentamente; no alcanzaba a percibir las palabras, pero el tono era amenazador en uno, desafiante en el otro. Entonces oyó claramente la voz aguda de Juana, asomada a su puerta:

¡Cállense, por Dios, que se va a enterar la patrona!

Las voces se acallaron y no hubo más que noche, con olor a rosas y unas estrellas lúcidas en el cielo. Pilar se acostó de nuevo, pero tardó en dormir.

A la mañana siguiente Juana renqueaba por la cocina; dijo que la había picado una avispa en la pierna, pero se negó a mostrar la picadura cuando Pilar ofreció curársela con amoníaco. Gregorio partió al alba, sin despedirse de nadie. Cuando Etelvina fue a tomar el desayuno estaba Miranda en la cocina, hablando en voz baja con la madre. Vio las dos cabezas muy juntas y el movimiento brusco con que las separaron.

—¿Y vos qué querés? —Juana le gritó con un fastidio apenas reprimido.

—Venía a tomar la leche —contestó la chica, dando un paso atrás como los cachorros acostumbrados a los puntapiés.

—Dale la leche a la mocosa —«dijo Miranda, condescendiente y autoritario a un tiempo—. Dele la leche —se corrigió, observando a la niña. La juzgó demasiado flaca, igual que la madre. Pero para un hombre suelto cualquier carne de mujer es buena, y ésta le hacía además pasteles fritos con el dulce de membrillo de la patrona y robaba para él el vino de la despensa. Al marido no le tenía miedo; un hombre flojo, puras palabras. Que se le animara nomás y lo dejaría listo a la primera vuelta.

Tocó el facón con cabo de plata, como para asegurarse de tenerlo en su sitio, detrás, a la cintura.

Era domingo. Pilar, emperifollada, había ido a visitar a una de las puesteras en el sulky, con la mujer del capataz. Los chicos pasaban el día en una estancia vecina, donde veraneaban sus primos. Etelvina salió al jardín en busca del gatito gris. El sol empezaba a declinar, aterciopelando el césped cortada y poniendo matices de indecible dulzura en las ramas de magnolias y casuarinas. El cerco de espinos resplandecía con sus frutitos rojos y anaranjados. Detrás de la cocina, en el antiguo huerto de frutales, debía quedar algún membrillo: Etelvina fue corriendo hacia allí, olvidada del gato, pensando en el crujido tle la pulpa dura y acida al clavarle los dientes. El padre acababa de volver, sin duda, porque allí estaba su caballo atado al palenque.

Eligió un membrillo grandote y lo bajó con una rama. Pero no estaba muy rico: demasiado agrio. Buscó un eucalipto vecino para trepar a él: después se distrajo hurgando un hormiguero con un palito y mirando la fuga frenética de las hormigas. Por fin se puso a juntar yuyos, para hacerle el té a la muñeca de Teresita al día siguiente. El sol bajaba sobre el horizonte y resolvió ir a ver si los chicos habían vuelto ya.

Cuando se acercó a la cocina le salían de allí. Ceferino, el viejo jardinero; un muchacho que hacía los mandados; la otra mucama, con el pelo suelto porque acababa de lavarse la cabeza y un vestido floreado en lugar del uniforme habitual. De adentro llegaba el llanto histérico de la madre.

Se detuvo en el umbral; al primero que vio fue a Miranda con una manga de la camisa arremangada, mostrando un rasguño largo en que se coagulaba la sangre. La voz de la señora se alzó desde la puerta de enfrente, marcando las palabras algo más que de costumbre.

—Lo siento, pero se van a tener que ir todos de aquí. No puedo permitir que haya estos escándalos en la estancia.

—¡Pero Gregorio se fue para siempre! — sollozó Juana—. Me juró que no lo vería más. ¡Usté lo vió irse a caballo, sangrando cómo estaba. sin querer que lo atendiese nadie!

—Váyase con sus padres, Juana.

Y llévese a los chicos. Yo no me puedo ir a Buenos Aires dejándola aquí. Su marido va a volver, aunque diga que no, y habrá otra tragedia peor.

—Gracias a Dios que no fue grave —terció el jardinero.

Miranda se miró el brazo con indiferencia. Después habló, con la mirada desviada.

—Si es por mí no hay cuidao, patrona. Mañana mismo me voy a mi pueblo.

A Juana se le cortó el llanto y quedó suspensa, con la boca entreabierta. Etelvina no olvidaría nunca esa expresión de asombro, de horror, de comprensión al fin.

La señora asintió sin vacilar.

—Está bien, Miranda. Y usted, Juana, puede quedarse unos días más, hasta que arregle sus cosas; pero no más de una semana, porque el treinta nos vamos a Buenos Aires.

Juana reanudó el llanto, con más violencia que nunca. El mundo entero se venía abajo. En cinco minutos había perdido el marido, el amante, el trabajo, el techo: ninguno la quería, ni siquiera ese negro sinvergüenza que la dejaba sola ahora, con los tres chicos, sin tener a dónde ir.

—Llévense a la criatura —dijo la señora de pronto, viéndola allí. Alguien se acercó para tomarla del brazo, pero antes ele que la alcanzaran Etelvina salió corriendo al patio. Corrió bajo la parra, después bajo la galería. Subió las escaleras a toda carrera y se metió en el cuarto de Pilar. La ventana estaba abierta, como de costumbre. Se asomó al patio y vio que nadie la había seguido. Una tremenda confusión hacía bullir su cerebro de ocho años. Los llantos, la sangre, el abandono del padre, todo era misterioso y apenas real; lo único que le daba vueltas en la cabeza eran aquellas palabras de la señora: tendrían que irse de allí, se acabarían los cuentos, las tortas, los juegos con Teresita- Se acercó a la mesa donde estaba, todavía intacto el huevo de Pascua. Un impulso irresistible le hizo tomarlo entre las manos. Miró las palomitas de azúcar entre flores, los filetes verdes y rosados que envolvían a la cáscara de chocolate. Lo sacudió un poco, para ver si todavía estaban ¡as pastillas adentro: un rumor amortiguado de pequeños objetos la tranquilizó. Sus deditos largos y oscuros se cerraron sobre una de las palomas; hizo una leve presión y no cedió; apretó más; por fin la desprendió entera y la colocó sobre la palma de la otra mano. Después, con mucha deliberación, se la metió a la boca.

Media hora más tarde, cuando Pilar subió al cuarto después de buscarla por el jardín y la quinta y los gallineros y el alfalfar donde se tendía la ropa, la encontró sentada en el borde de la cama, en la penumbra. Encendió la luz. Etelvina estaba seria, solemne, el pelo lacio caído sobre los ojos negros, con un aire de infinito desamparo en los hombros estrechos y el pecho deprimido, aquellas piernitas de tero y las clavículas asomadas al escote de la blusa. Tenía toda la cara —boca, nariz, hasta la frente— manchada de chocolate. En el cuenco de la mano derecha sostenía media docena de pastillas de colores, ya ablandadas por el calor y pegajosas; en la palma izquierda, el último pedazo de cascarón brillante, al que se veía adherida aún la cola de una paloma de azúcar.

 

Cuento de Alicia Jurado
 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 19 Mayo - Junio de 1959

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-19/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

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