Fantasía en cinco sets |
Tuve una enorme alegría cuando me nombraron Enviado Especial para cubrir la información del Torneo de Wimbledon. La última vez que había salido al exterior fue para la prueba de San Silvestre, en San Pablo. A pesar de mi precario inglés, los cronistas locales y las autoridades del torneo me atendieron bien, ofreciéndome toda clase de datos y de estadísticas sobre la historia del gran torneo de Wimbledon. Todo se desarrolló en forma normal hasta la final Borg-McEnroe. El sueco había conquistado cuatro veces consecutivas el trofeo y se perfilaba como favorito. Aunque, para mi gusto, el “niño terrible” ya era uno de los grandes. Me lo había comentado el propio Enrique Morea y el “mecano” Julián Ganzábal. Muchos colegas argentinos estimaban que la lucha sería a muerte. Y a pesar de la objetividad que debe imponerse el periodista, uno en su fuero íntimo, suele llevar su simpatía. En mi caso, el que debía ganar era McEnroe. Tuve esa certeza al finalizar el primer set 6-1 a su favor. La perplejidad de todos —hasta la del propio Borg— había ido en aumento game a game de aquel primer set. El “hombre de hielo” —Borg— había perdido la línea y el nerviosismo se denotaba en su rostro. En una jugada, al disponerse a replicar, la raqueta salió despedida de su mano. Al promediar el segundo set entendí que algo le pasaba a McEnroe. Y no era porque tenía al público en su contra, si bien esto lo perjudicaba psicológicamente. De pronto rifó dos pelotas en forma inexplicable con toda la cancha a su disposición y con Borg en un ángulo fuera de acción. El game que McEnroe ganaba fácil lo malogró en una doble falta y con una pelota que se le cayó a la red. El score fue variando en favor del sueco, no por sus méritos, sino por los desastrosos desaciertos de McEnroe, el que se “suicidaba” jugando mal, de manera que no se podía explicar. Uno de mis colegas dijo que algo raro le pasaba al norteamericano. Insinuó que la tribuna lo había inhibido, que no se explicaba el accionar tan irregular de McEnroe en posiciones comunes para todo tenista. Observé con atención al niño terrible y vi de golpe que una sombra blanca se movía paralelamente a su cuerpo. Me puse los anteojos de sol. Pensé que se trataba de un efecto óptico. Temblé al comprobar que no era una alucinación o un efecto visual. En un globo del sueco la sombra se abalanzó sobre McEnroe haciéndolo doblar la raqueta y enseguida una pelota que tenía destino milimetrado para ganar el game fue desviada como por arte de magia ante los ojos absortos del público, que se había adelantado aplaudiendo el descontado tanto. Entonces ya vi al fantasma blanco en toda la cancha. No podía admitir esa lucha desigual. Pedí hablar con las autoridades del torneo. No me hicieron caso. La titánica lucha era “pareja” para todos menos para mí. Un colega sueco me dijo: “Tenemos al mejor del mundo” Le contesté que no dudaba de las aptitudes de Borg, sin embargo, no era éste su mejor nivel, aunque estuviese triunfando. Y le grité que un duende, un fantasmito, ayudaba a Borg para derrotar al norteamericano. Varios colegas argentinos me miraron y me gastaron un par de bromas. El periodista sueco no volvió a dirigirme la palabra. Sólo yo sabía que el niño terrible luchaba contra dos contendientes. La indignación crecía en mí y al fin, decidí bajar. Me acerqué a los segundos de McEnroe. No atendieron mi argumentación. Vi que un policía se acercaba. Le mostré las credenciales y me dijo con cortesía que tomase ubicación en el lugar asignado al periodismo. Aproveché para ir a uno de los baños con la idea de escribir un mensaje y hacérselo llegar a McEnroe. Busqué a un boy de gorra a cuadros —que había visto antes cerca de los vestuarios— y le entregué el mensaje con unos chelines de propina. El sol se había apagado y el campo se tornó gris. Había comenzado el cuarto set y Borg en tres raquetazos ganó el primer game. Traté de observar al duendecito y no lo pude localizar. El niño terrible había comenzado a hacer de las suyas y no le daba tregua al sueco. Se había nublado por completo y el viento frío congelaba los huesos. Menos mal que sirvieron café caliente varias veces. McEnroe lució su destreza y, en un game que estaban iguales, con un elegante toque de efecto, dejó picando la pelota, haciendo estéril la zambullida de Borg. Ventaja para McEnroe. Respiré: el fantasmito ya no se veía. Ganó el set el chico terrible y ahora estábamos 2-2. El periodismo seguía discutiendo sobre las posibilidades de ambos tenistas. Muchos de los que antes daban por descontada la victoria del sueco, dudaron a partir de esta igualdad. Hasta decían que McEnroe debía ganar. Me enteré que varios medios londinenses esperaban el desenlace con dos títulos preparados: “Ganó Borg-Ganó McEnroe”. Un periodista alemán adujo que la calidad del sueco iba a imponerse. Le dije que era incontrastable que había aparecido en el tenis mundial un nuevo monstruo: McEnroe. Me cobijé mediante una visera del sol que había reaparecido con toda su fuerza y quemaba. Presentía el triunfo de McEnroe. Sin embargo, comenzó con aplomo Borg el primer game del último set. Me quedé helado cuando el norteamericano quiso colocar una pelota y se le cayó a la red. Era un tanto decisivo. McEnroe se quedó con las dos manos en la cintura, impotente. Borg también había cometido errores, pero no eran tan graves y tan continuados como los de McEnroe. Busqué desesperado al duendecito y lo vi: saltaba y saltaba junto a las piernas del niño terrible. Entonces sucedió lo que para todos fue una pelota inalcanzable para McEnroe: el fantasmito había agarrado sus piernas en el momento que replicaba y el jugador cayó aparatosamente al suelo. Match point. Otra pelota que iba hacia el centro del campo de Borg —cuando había quedado descolocado— tomó vuelo y velocidad como un avioncito de papel, aterrizando centímetros fuera de la línea. Ganó Borg. McEnroe comenzó a dar raquetazos al aire. Sólo yo me di cuenta de que eran para el duendecito. Ni el propio Borg creía en el triunfo: arrodillado, festejaba una conquista impresionante. Ya no me importaba nada: ni la nota ni los reportajes ni el dinero apostado a favor del niño terrible. En el campo ya desierto, quise ubicar al fantasmito. No estaba. El sol había caído definitivamente. Y me encaminé hacia el salón de las télex para los periodistas acreditados. |
Sebastián Jorgi
De “Rock nena linda”
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