Monólogo del Hombre Silvestre

poema de Jorge Jobet

-I-

En el rincón fiel mito, o el alero,

pensado adolescente, asustadizo

en ciudades sin hinojos,

tu frente de piedad,

tus lágrimas de encierro,
Insidiando plenamente el vértice

que abrigará tu envidia,

tu paludismo de larva

a cada instante más helada,

más recóndita y precisa,

como el fuego sagrado

de las bailarinas impávidas,

descanso de acometida,

varón desengañado,
obligación a lo perenne de la fuga.

Te castiga el albatros ruidoso,

oh doncel impúdico,

zampoña de tubos minerales,

de cestas en celo,

aroma a tientas,

vejiga en embarazo,

tus hijos ocres ruedan

en el sol desvencijado.

 

Quedan tus amapolas,

tu cuerpo magro,

el honor de tus abuelos,

la tumba de tus padres,

alzado encima de ellos
y honrándote otra vez con sus hazañas.

 

Nada más que la vida

y el proceso del dolor,

nada más que la muerte,

que imperan en tu voz,

en tu sien estrangulada,

como si nuestro mundo

fuera solo un escombro,

sin negar la aventura,

ni dormir en suspenso,

el peligro o las ruinas

que se ponen de moda,

o este pasto del día

reviviendo tus vértigos.
 

                -II-
Los dos, extraña mía,

ásperamente solos,

en el peso del mito,

gimiendo con decoro,

aliviamos las Locas,

la vejez del insomnio,

el suelo envenenado

de las holladas horas,

sin noción de lo eterno,

o hien, divinamente,

como dioses parados

o demonios andróginos.

 

Aún te martirizan el hogar de tu dueño,
la añeja valentía
del hilado incongruente,
pobre fibra deseosa
de estirarse en la tierra.
No sabemos de nada,

ni sentimos el cielo,

las veladas corrientes

de algún disparadero.

 

Junto a mí te resignas

a partir entre siervos,

cacería de alforjas,
humildad de colmena,

no retienes perdidos

otros fines más sobrios.

 

Junto a mí te abalanzas

sobre lomos genéricos,

con tu gracia de esclava

suspirando en las cosas.
No invoques la paciencia,

la amargura del loto,

el ideal construido

de los santos blasones,

la crespa levadura

de nuestras tejedoras

y el alacrán lampiño

que tus dientes destrozan.

 

                -III-
El águila, en tu entraña,

línea de sombra, lame

tus costados, tu astilla,

tu soledad de lámpara.
El águila del tiempo,

en obra tan pesada,

sin distinción, sin suerte,

segura de sus actos,

como un mendigo seno
palpándote las manos,

el águila te muerde

el corazón sin llaves.

 

Te seguirá mordiendo

con real hipocresía,

desde el alba a la noche,

con su pico enigmático,

desde el pelo a los pies,

con dulzura maligna,

desde el pecho a la espalda,

con la rabia del buitre,

y la luna en su diestra

de vigorosas garras.

 

Aunque niegues al cedro

de otros climas calientes,

con su olvido lloroso

y sus largas rodillas;

aunque grabes en plomo

el eslabón de los muertos,

adorándose en trémolos

de latidos afines,

duro de realizar,

y leer, y escribir

con el puro cerebro;

aunque te armes de furia

y de espíritu angélico,

tan sembrado de angustia
como un hombre disperso,
lacerado de errores y múltiples estigmas,
recibirás la ciencia
del brujo misionero.

 

                 -IV-
¿De dónde llegas, héroe,

desechado, incoherente,

tu augusta perla, tu ancla,

tus antojos de trébol,

prestancia casi incólume
-los niños ocres ruedan
como manes esbeltos.-
abandonada peña,

aparecida en huesos

y fija en estas señas?

 

El amor de los castos

se afila como asceta.

 

¿Tendrás cerca de ti

las varas pre feridas,

el sauce atento,

las normas implacables

de las sacerdotisas,

la leal pesadumbre
del aromo macilento,

el pan y el vino,

la razón ojerosa
de los monasterios?

 

El amor de los presos

se endurece en la fiebre.

 

¿Ah ahondarás el anuncio

de las piraguas ardiendo,

la carne desgarrada

por el lúcido anzuelo?
¿Oirás la campana,
el clarín incipiente,
la rosa funeraria
de las conquistas huérfanas?

 

El amor de las bestias

se acomoda en las cercas.

 

¿Hablará tu desprecio

de almendro cejijunto,

sinfonía de cascos,

equivocación de lirios

que vigilan tu pulso?

 

El amor de las niñas

se adjunta a las luciérnagas.

 

                 

-V-
Nos vamos en la brisa

de pinos ventilados,

cantando con la hierba.
Ungidos los los azares,

desnudan los espejos,
los silenciosos cúmulos

de jóvenes doncellas,

estación donde habitan

los pálidos inciertos.

 

Nos vamos. Reunidos

de gozo, de tristeza,

con la espina de cardo

salpicada de estrellas,

sin odiar lo que andamos,

fingiendo la presencia

de los toros echados

como puños magnéticos.

 

Jamás olvidaremos

nuestra casa silvestre

curvada por el arco

de la vetusta sierra.
Aquí la mansedumbre

de las gratas ovejas

nos calmará los dedos

heridos por las piedras.

 

Qué importan los peligros

de las gordas serpientes,

las cañas devastadas
por tiesas ventoleras,

el salto de los surcos

de conciencia rebelde.

 

Tendremos que volver

a crear los despojos

con aquella pasión

de auténtica discordia;

el aliento surgido

y nominal de los zorros,

y la junta pendiente

de los anchos desórdenes

que crecen al acecho

de lujosas potencias.

 

                 -VI-
Amado de los dioses,

de los suaves profetas,

esquivas la oración

de las mañanas ciegas,

amistad temporal

de clámides ascéticas,

perezoso de triunfo,

ávido de cadenas,

apresurando el crimen

impune de los légamos,

pardo de investidura

marginal, de cabezas

ahorcadas en la cruz

de los injustos templos.

 

Monte de sacrificio,
deudor de tanto clérigo,
el sinsabor acude a tus designios,
a tu recia clave sádica,
a tu viril ombligo
de susto desollado,
como una avispa de carmín
bebiéndote la sal,
fúnebre transparencia
de tu adúltera lombriz.

 

Cuelga un valle terrible

bajo tus sandalias últimas,

un río de cadalsos,

un puente de delicias,

una escafandra ingenua

copiando tus registros.

 

No te deshagas en el aire,
cerviz domesticada,
condición esencial de la hartura,
fase condenable,
rito de órganos terrestres
en lomas de hierro rezagado.

Giró el molino sus maderas

y atravesó los ruedos de la estancia.

Como un presagio masculino,

tu posesión de espasmo,

gustador de vides,

de muslos transpirados,

extirpador del himenio,

de los rostros exangües,

cuánto augur renueva tus raíces,

raptor molesto de la sangre.

 

 -VII-
Libas en la vasija

de la estrecha amargura,

y mueles en la greda

de las pulpas inútiles

la dádiva alumbrada

de los fríos helechos

 

Amparador de nubes,

cazador de deberes,

como una marejada

baña el agua tu sexo,

y corren las mujeres,

novedosas y grávidas,

a tocarte el oído

con sus más dulces voces.

Alero del benigno,

constructor provechoso,

deshacedor del arma

colada de los próceres,

el ansia en ti germina

con su espiga devota,

con su náyade y vaso

de imponderables modos.

 

El destino te sobra

en la conjunción del orco

y ahuyentas a las brujas

que montan en el noto

en cien cabalgaduras

de luces multiformes.

 

Ensueño de la holganza,

actividad del déspota,

un concierto de vírgenes

se inquieta en las escenas,

sobre los rudos picos,

bajo el semblante quieto,

mientras un hombre labra

su orgulloso destierro.

 

                    -VIII-
Ni el más leve sonido

de la nieve crujiente,
árida, endurecida,

soslayando el encuentro

del turbio americano

de alfalfa y de centeno,

ni el más leve sonido

de las arañas de hebra,

otro aspecto de nieve

que vibra en los veneros,

rasgo de reflexiones,

ingénita locura

de aprisionar el Verbo.

 

Espuma sin la carga

de salmones deformes,

las lóbregas especies

recorren el ancestro

de estos hijos que llevo

como calvos tambores,

tropezando en los sótanos

y sufriendo ruta afuera.

 

Nadie intenta salvarme.
Y la humedad me sigue,

Nadie mira mi huerto.
Y mis siembras fructifican.

 

Porque me estoy cayendo

de bruces al sepulcro,

todo lo que yo entierro,
historia de ahora, cierta

dentro de los esqueletos,

todo lo que yo guardo

lo matarán de nuevo.


                            -IX-
¿Quién es malo en la muerte?

Rezonga presto el eco

de las pellejerías

de sorbo a sorbo atadas,

como los mausoleos

de abruptas galerías.

 

Debajo de los siglos,

apenas respirando,

en tálamos nupciales,

con esposos benignos,

laboran tenazmente

las fulgidas polillas.

 

Tanto tábano sucio

sin espacio plausible.
Tanta mugre risueña

conducen los crisoles.
Las heridas ancianas,

indulgentes y pérfidas,

anieblan el ambiente

de musgo a los quelonios.

 

Me parece que fueras

de un antiguo correo:

oleosa y peciolada,

de trajinar hirsuto,

como la cebra prófuga

que rumia sus problemas.

 

Y eres más que una cita,

somos más que una cuerda,

acampando en la estatua

de los graves silencios,

apestados de orines,

de molares grasosos,

esperando que el indio

nos cobije en su choza.

 

                             -X-
A veces, el camino,

tendido entre los cerros,

virtuosamente empuja

los carros del labriego,

el ánima cansada,

las piernas majaderas,

los codos indispuestos

y aplastada la avena.

 

Rocas, sargas, pedruscos,

con el fantasma a cuestas,
un metódico lince

su vuelo de corneja,

la gente se arrodilla

y quiere ir a los duelos

del tiempo presumido

como un joven bostezo.

 

Ya está la imagen suelta

cernida. Ya están todos

los tiernos espinazos

lloviznados de estiércol,

figura calumniada

por malos agoreros.

 

La casa me atestigua

como perra en destierro,

y no poseo fuerzas

para hender sus maderas.

 

A veces, el camino,

me aproxima al labriego,

y entrambos nos hundimos

en las calles del pueblo.

 


poema de Jorge Jobet

 

Publicado, originalmente, en: Revista ATENEA Vol. 33 Núm. 372 (1956)

Revista ATENEA es una publicación de la Universidad de Concepción (Chile). Su objetivo es difundir la investigación y la reflexión crítica en el ámbito cultural chileno y latinoamericano. Comprende temas relevantes de distintas disciplinas (literarios, sociológicos, plásticos, históricos, científicos, etc.), surgidos de investigaciones y estudios provenientes del mundo universitario e intelectual de Chile y América Latina.

Link del texto: https://revistas.udec.cl/index.php/atenea/article/view/5400/5143 / https://doi,org/10.29393/At372-434JJMH10434

 

Ver, además:

 

            Jorge Jobet en Letras Uruguay

 

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