Un centauro desmontado ensayo de Noé Jitrik
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Revolución: una atmósfera En la mitología que se creó en torno a la Revolución mexicana, que pese a su originalidad no fue la primera del siglo en Latinoamérica -en 1905 hubo una mucho más modesta en la Argentina-, fueron ubicados muchos protagonistas directos, otros tuvieron la suerte de ser considerados héroes. Entre ellos, notoriamente Emiliano Zapata y Francisco (Pancho) Villa: parecen ser los más interesantes, ante todo por lo inesperado de su presencia, uno un campesino, el otro un bandido; luego por la fuerza que llegaron a tener y, sin duda, por el final trágico que los acontecimientos les depararon. Mucho se escribió sobre la revolución, considerada históricamente casi siempre como un episodio fundante, y creo que con razón pues, a partir de ahí, nace otro país, el que conocemos y que es su producto: un país fuerte, con rasgos bien definidos y que ha logrado en ese proceso cosas tales como cierta modernidad, una poderosa burguesía, una cultura artística, científica y universitaria de primer nivel y hasta formas de distribución que desde el final del episodio hasta la fecha han permitido una convivencia social tolerable aunque no se ha vencido la desigualdad ni la pobreza y de una manera u otra se ha permitido el aterrador florecimiento del narcotráfico. Escritores como Martín Luis Guzmán y Mariano Azuela, cercanos partícipes de algunos episodios, novelaron aspectos de esa convulsa lucha que sucedió a la derrota electoral de Porfirio Díaz y fueron seguidos por otros que entendieron que el tema era de tal profundidad que lo abordaron posteriormente desde diversas perspectivas temáticas y narrativas, como Juan Rulfo, por ejemplo, Carlos Fuentes y Fernando del Paso. Es como una herida en el cuerpo de ese país tanto por las culpas que pidieron redención a lo largo de los años como por su permanencia en el imaginario de la construcción social que tuvo lugar después de la presidencia de Álvaro Obregón -su muerte fue un último estertor de las contiendas feroces que habían consumido casi dos décadas del siglo XX- y que se consolidó en virtud de las reformas que se impusieron durante la de Lázaro Cárdenas. Tanto historiadores mexicanos, Jesús Silva Herzog, Adolfo Gilly y Fernando Benítez, hay muchos más, como extranjeros, John Womack y Friedrich Katz, indagaron en los conflictos de esas décadas, centrándose estos últimos en las figuras de Zapata y Villa respectivamente. La bibliografía es imponente e incesante. Particularmente significativas, por no mencionar un acervo fotográfico fuera de lo común -el archivo Casasola, que encierra cientos de fotos de una cercanía impresionante- son las películas que se fueron filmando en la época cardenista -Fernando de Fuentes, Chano Urueta y Emilio Fernández-, pero sobre todo es en la literatura mexicana que caló en profundidad: fotografías y películas muestran pero la literatura problematiza, no hay más que ir a los relatos de Nellie Campobello y, sobre todo, a las memorias de José Vasconcelos, que informan, muestran y juzgan un fenómeno que costaba comprender pero que igualmente fascinaba -John Reed, Eisenstein, Ambrose Bierce, Bruno Traven, no se privaron de observar un extraño y potente fenómeno y hasta involucrarse en él- eclipsado parcialmente por otra revolución, la rusa, que no le debía nada pero que, entre ambas, indicaban que algo poderoso y para muchos inexplicable estaba cambiando el mundo. Esa energía anima las perturbadoras evocaciones de Vasconcelos, una poderosa personalidad que había vislumbrado en los conflictos revolucionarios la materia de una construcción irre-nunciable; testigo presencial, negociador eficaz, escritor preciso y acerado, filósofo de formación e ideólogo implacable, su gestión implicó un giro cultural indeleble; con sólo mencionar el estallido de la pintura mural o la reforma educativa esa afirmación sería conclusiva. Del conjunto de esos textos emana la imagen que tenemos de ese acontecimiento; se nos imponen las figuras, una especie de retórica se ha configurado desde el momento mismo de los acontecimientos, figuras espectrales que se mueven en fantástico baile de muertos de todos tipos y colores, tal como lo ha imaginado Elena Garro en una obra de teatro, Un hogar sólido, que puede ser vista como una metáfora de lo que perdura en el espíritu de ese país marcado por la revolución, lo que dejó iniciado y lo que dejó inconcluso, adjetivo que aparece con frecuencia en los trabajos sobre la revolución y lo que siguió. Y ni hablar Rulfo y sus muertos. Lo notable de este trascendental episodio es que su comienzo o desencadenamiento tiene un aspecto se diría que institucional y hasta cierto punto tranquilo; el proyecto de Madero, con quien se inicia la revolución, tiende a depurar e higienizar las estructuras republicanas que la continuidad ad-eternum de Porfirio Díaz en el poder degradaba; de ahí esa frase o consigna, creación de Madero, que sigue teniendo vigencia en México, “sufragio efectivo, no reelección". Madero, como se sabe, se impuso, Díaz emigró y empezó otra etapa pero bien pronto, por una suerte de lógica que rigió todas las revoluciones que se conocen y hasta los cambios democráticos, lo que estaba reprimido por el autoritarismo entró en escena con toda la violencia de la necesidad. Nada era suficiente en la república renacida y tampoco lo era esta noción sin contar con que quienes lo expresaban emergían, no tenían historia, ignoraban que la estaban haciendo y que había quienes la estaban escribiendo. Pero no por eso esos emergentes coincidían en su interpretación del proceso ni en los fines que empezaban a perseguir; eso produjo una redefinición impresionante del enemigo; muy pronto, Porfirio Díaz pasó al olvido y quienes habían sido resultado del gran cambio se iban convirtiendo de aliados en enemigos a quienes había que destruir a como diera lugar, con combates o con traiciones. El primero a destruir fue Madero pero luego uno a uno, casi todos, además desde luego de las tropas que no se sabe por qué milagro se iban reclutando, de los campesinos que caían en la volteada, de los meros pobladores de los pueblos recorridos y saqueados por unos o por otros; así fueron asesinados Carranza, Zapata, Villa, Obregón y tantos otros. Entre ellos, los Herrera, un nombre a retener. En toda esa larga tragedia los Estados Unidos desempeñaron también un papel, vendieron armas, intervinieron territorialmente, refugiaron a muchos que escapaban de la violencia, el fenómeno, en suma, no les era ajeno y complicaba aún más la ya confusa situación. El costado violento de la Revolución terminó por agotarse, el paso a la modernización no toleraba ese primitivismo y, sin duda, mucho quedó, en las instituciones, en las costumbres, en el fondo imaginario. Pero, ¿se agotó totalmente? Muchos piensan que no, no porque su forma tan radical pueda volver a la vida sino porque sus significaciones perduran. Cabe entonces formular la pregunta: ¿Perdura la Revolución Mexicana? ¿En dónde sigue perdurando? Si la Revolución no solo tuvo un escenario eminentemente agrario sino también un carácter campesino, tal como lo indica sobre todo la gesta zapatista y su formulación en el “Plan de Ayala", lo que perdura, y que muchos consideran “inconcluso", es la promesa que no se logró cumplir, eso que se suele llamar “reforma agraria"; por el contrario, se puede afirmar que la Revolución concluyó en la emergencia de una burguesía urbana cuyo poder y brillo posponen hasta el infinito las desigualdades sociales que precisamente la Revolución había hecho que se manifestaran en toda su crudeza. Lo inconcluso, entonces, radica en otra parte, en el orden de los incesantes regresos e interpretaciones que mantienen vivo el pensamiento de la Revolución y su sentido y que dan lugar a nuevas formulaciones literarias. Que es lo que quiero mostrar. Maclovio Herrera Era innegable la presencia y la actuación de Pancho Villa, Doroteo Arango, en el desarrollo de la Revolución. Atrincherado en los estados de Chihuahua, Coahuila y Durango, a partir de su reconocida condición de bandido y huérfano de un pensamiento revolucionario, pero dotado por igual de astucia y de seducción, logró armar no uno sino varios ejércitos apoyado en los cuales enfrentó sucesivamente a toda manifestación que intentaba poner un límite a su creciente poder. Combatió contra el traidor Huerta, pero había dejado de apoyar a Madero y luego cargó contra Carranza hasta hacer que se tuviera que negociar con él en lo nacional y, en lo local, aceptar su presencia y una estrategia que no tenía límites. Es posible que estos dos rasgos sean el fundamento del mito y, para quienes rechazaban los fundamentos éticos de la Revolución, la razón para considerarla un terrible y destructivo vendaval. En las biografías que se le dedicaron, en particular el texto de Friedrich Katz, se puede leer lo que fue, lo que hizo y, sobre todo, cómo lo hizo. Raramente se cuestiona el mito, sus restos reposan en la “Rotonda de las personas ilustres", junto al grupo de hombres y mujeres que encarnaron los mayores méritos de la mexicanidad, pero en la práctica no siempre logró lo que perseguía y, por el contrario, hubo decididos revolucionarios que lo enfrentaron, en ocasiones frenaron sus avances y condenaron sus demasías. Entre ellos, los Herrera, una familia de revolucionarios algunos de cuyos miembros, Maclovio y Luis sobre todo, que habían desempeñado un importantísimo papel desde el maderismo y el carrancismo, fueron víctimas de Villa, incluyendo a otros miembros de esa familia. Esos asesinatos -hubo muchos otros- fueron el fundamento y la razón precisa de su muerte en 1923. De eso trata La sangre al río (Tusquets, 2015), una original novela cuyo autor, Raúl Herrera, conocido músico mexicano, es bisnieto, nieto e hijo de esa familia y de quien se puede suponer que conoce lo que ocurrió y seguramente carga en su memoria ese destino aciago. Pero no es ese lazo que puedo considerar, no importa si al escribir la novela restañó las heridas y se separó radicalmente del asesino de su familia así como compensó los años en que esa historia familiar estaría vigilando su sueño, noche a noche; tampoco que se ha propuesto desmitificar o desmontar un mito que tiene una monumental presencia en el imaginario mexicano; hacerlo sería someterse a esa vieja ley freudiana según la cual el escritor es al mismo tiempo el enfermo y el médico de sí mismo; eso, me cuesta admitirlo, no funciona casi nunca. Intentaré ponerme en otra parte, no en el del asesino ni en el de los asesinados sino en el de la novela misma que sigue y renueva la tradición que tal empeñoso proceso generó, me refiero a la “novela de la revolución". Por de pronto, el texto se evade de la retórica impuesta por la llamada “novela histórica" que se había impuesto en América Latina hasta casi la primera década del siglo. Es claro que la novela tiene una innegable sustancia histórica, la que se constituyó con la Revolución Mexicana, pero Herrera va por otro lado, retoma episodios registrados pero les da una forma, ficcionaliza: el crescendo, por ejemplo, de la discusión entre Maclovio Herrera, que quiere convencer a Villa de que la revolución no es sólo cosa suya ni para su beneficio, y Villa, que por ese mismo propósito lo condena a muerte, a él y a su familia, probablemente una ocurrencia narrativa, es un impacto, de una precisión tal que condensa toda la tragedia: no puede pensarse, ni importa, que efectivamente haya ocurrido. A lo largo de la narración, y por los medios que emplea, va tomando forma un propósito que tiene el aspecto de un desafío, responder a una pregunta crucial, que creo que todo escritor se hace, a saber “¿qué puedo hacer con todo este material?", un material, anécdotas, historias, documentos, que debió haber estado presente en toda su vida, desde la niñez, atravesada por los relatos, hasta la adultez, llena de fantasmas familiares. Su manera de responder fue concentrar, buscar fuentes testimoniales, periódicos y documentos y, en seguida, apartarse de la historia oficial. Pero, esa pregunta podía justificarse porque debe haber habido el despertar de un deseo de doble registro, por un lado de escribir, por el otro, de recuperar la tragedia, internándose en las voces que debió escuchar durante toda su vida. Quiero suponer que, al escribir, ese deseo se polifurcó; los deseos eran derivados, varios: reivindicar a su familia, inmolada por uno de los aspectos incontrolables de una revolución a la que habían entregado su vida, destruir el mito de Pancho Villa, héroe consagrado, recuperar lo que fue la vida propia de esa familia, proponer una interpretación del proceso revolucionario y proporcionar una imagen de ese Norte de México, tan peculiar, que había salido del sopor provinciano para entrar en un vértigo que lo había llevado a la desolación y la muerte. El texto está articulado a partir de un narrador polifónico o, más precisamente, de diversos narradores que el principal convoca; en primer lugar, si cada uno de ellos aparece como testigo privilegiado y hasta protagonista episódico y/o marginal de los hechos referidos, el relato crea una atmósfera testimonial que tendría un doble alcance; por un lado un valor histórico, se sabe más al considerarlos; por el otro, un valor ético, en relación con el propósito central. Pero, en segundo lugar, las “declaraciones" de cada uno de ellos, así como los extractos de diversos expedientes, tal como, aparentemente, fueron presentadas al narrador, están “escritas", de modo tal que, por más que está citada la fuente, se puede adivinar que están elaboradas, transformadas, ficcionalizadas, dirían algunos. Es más, los testimonios de las viudas de los Herrera, de hijos o de cercanos, de cartas, además de su estilo literario -precisión, metáforas, lenguaje popular, modismos-tienen todos un mismo tono, parece indudable que han sido perfeccionados, lo cual asegura un continuo rítmico sobre el cual se va armando una historia que, además de esos rasgos, puede leerse como un trozo de historia exprimida y condensada hasta el recoveco, algo así como lo que fue concretamente la vida en esos turbios años en los que brotaban personajes que morían tan pronto como habían asolado o redimido a campesinos y burgueses. ¿Cómo entrar en un texto semejante? La primera tentación es “aprender", como si las escenas que nos presenta nos entregaran un “hecho" que conocíamos apenas y de un modo tal que en adelante pudiéramos decir “no" a determinadas versiones o interpretaciones. Puede ser: estaríamos en ese caso en la vieja idea de que la literatura es más “verdadera" que la historia o la sociología, como afirmaba mitológicamente Marx. Quiero creer que con ese criterio se reduce el alcance de un texto a menos que se redefina lo que es “verdadero". Abandonemos, pues, ese sendero y vayamos a la narración misma que, operando sobre la información e intentando explícitamente instalarse en la reivindicación, suspende un razonamiento e instala un sobresalto que se traduce en una especie de sobrecogimiento, en un más allá en el cual reina lo que la literatura es y puede ser. Es el temblor del viejo antagonismo entre tragedia y drama: el centauro del norte es desmontado de su caballo pero, al mismo tiempo, y por eso mismo, cobra dimensiones tan trágicas como la revolución misma, su lado oscuro, como el lado oscuro de los monarcas ingleses según qué y cómo las presentaba Shakespeare; y, a su vez, el antagonista, el Maclovio de la saga familiar, aparece dramáticamente como el héroe romántico, el que supo vivir y morir por lo que pensaba que podía ser este país. Navegando entre tragedia y drama, Herrera escribe. Esa palpitación no es difícil de percibir: es lo que hace de este libro una suerte de culminación y remate de la llamada “novela de la revolución" y la saca de la repetición y la retórica. |
ensayo de Noé Jitrik
Publicado, originalmente, en: Zama /10 (2018) ISSN 1851-6866 (impresa) / ISSN 2422-6017 (en línea) [153-157]
Zama es editada por el Instituto de Literatura Hispanoamericano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (Argentina)
Link del texto: http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/zama/article/view/5404/4843
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