Camellos
Ensayo de Noé Jitrik
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El ensayo se ocupa de conceptos centrales en la crítica literaria: escritura, lectura, universos discursivos, etc. A partir de una frase de J. L. Borges, se reflexiona en torno de las posibilidades de lectura y escritura de los textos literarios. Palabras clave: Borges, crítica literaria, discurso, lectura, escritura. The essay deals with central concepts related to literary criticism: writing, reading, discursive universes, etc. Using a quotation by J. L. Borges as a starting point, the paper discusses the concepts of writing and the possible readings of the literary text. Camellos -I- La conocida frase de Borges, “En el Corán no hay camellos”, no es una simple ocurrencia basada en el descreimiento. En todo caso, y en primer lugar, le sirvió para proponer una distinción capital entre el poema de José Hernández —donde no hay caballos o aperos o minuciosas referencias a la vida campestre— y el de Hilario Ascasubi —en los cuales asistimos a verdaderas exhibiciones de sabiduría campesina—. En esta oposición habría, in nuce, un embrión de “teoría de la recepción”, puesto que no es difícil interpretar que hay ahí al menos dos proposiciones de lectura diversas o, mejor dicho, la intención de que cada obra sea leída de manera diferente. Hernández se dirigiría a un saber del escenario o, si se lo quiere llamar de otro modo, a un contexto, es decir, al público gaucho para el cual sería inútil una información de lo conocido. Ascasubi, por su parte, se dirigiría a un público urbano, ignorante de usos, costumbres y enseres gauchos y a quien se quiere, didáctica, interminablemente, introducir en un orden de saber en el que no habría accedido previamente. Pero de ahí se puede inferir algo más, relativo a toda literatura, ya que en esta afirmación han entrado en escena dos conceptos, el de escritura y su correlativo, aunque independiente, el de lectura. Escritura Se podría decir, con perdón del dualismo, que por un lado hay escritores que no pueden sino introducir camellos en sus escritos, como Balzac o, más modestamente, Ascasubi, y otros que pueden o no hacerlo (Flaubert o, no tan modestamente, Hernández) o para quienes importa poco hacerlo (como Juan Rulfo). Los primeros, en general y siguiendo los precedentes ejemplos, podrían ser los realistas o costumbristas en todas sus especies, para quienes lo importante son los objetos representados y cuya representación está a su servicio. Estos parecen fascinados por el mundo exterior y concreto, en cuya percepción y conocimiento creen, y para quienes la escritura es un medio de ejecución de un inevitable homenaje a lo real o a los objetos que componen lo real; distinguibles y apreciables o despreciables, dicho matiz no altera tal carácter de homenaje. Los otros, en cambio, ponen el acento o la libido en la escritura, en cuya materialidad se apoyan ayudados por varias teorías o bien simplemente, de manera intuitiva, creen en ella. Tratan de indagar en la escritura —ya sea en su aspecto de construcción de la representación, ya en los alcances de su destrucción—, en una gama de registros que atraviesa los extremos de vanguardia, como sería el caso de Macedonio Fernández, hasta las más variadas desreferencializaciones, como en el caso de Lewis Carroll. Pero esta distinción no implica una preceptiva; no se trata de que unos valgan más que otros, ni que se “deba” obedecer a lo que preconiza una u otra forma: en todo caso, los escritores toman una opción, en una forma o en otra, que puede ser gloriosa, o bien frustrada y surgida de complejos procesos que conducen a una poética o a otra. Así, la minuciosa investigación que hace Proust en el recipiente de sus recuerdos, y de cuya actitud descriptiva es heredera la obsesiva novela “de la mirada” o la “objetivista”, es única aunque en ella son infinitos los camellos que motivan la escritura. Correlativamente, ciertas meras construcciones llamadas “de lenguaje”, que descartan todo camello porque son excesivamente deliberadas, no pegan el salto a lo que implica el trabajo de y en la escritura. Se diría, por lo tanto, que la distinción es precaria y que, en definitiva, por un lado u otro se llega al mismo punto: o bien ciertos textos “producen” o no lo hacen, sea cual fuere la opción elegida, y es la lectura —y aquí entra una primera referencia a la segunda vertiente de la reflexión— el lugar en el que se trate de camellos o de su ausencia, se puede llegar a percibir un movimiento de la escritura. Habría que señalar, así, que esta consideración tiene que ver con un “después” de la escritura al que llamamos “lectura”: ¿hay un antes? Diría que sí. Dejo de lado el proceso de escritura misma para vincular ese “antes” con la idea de una “materia” que da lugar a una escritura. De dónde sale la escritura Toda escritura, de uno u otro tipo, parte de una materia. En la primera vertiente (la realista), puede provenir de una experiencia u observación de los camellos que andan por ahí; en este caso, actúa un principio de selección, de inventario y de investigación cuyos resultados y formas la escritura trata de capturar; en la segunda, actúa una memoria que, convocada por la escritura, empieza a ofrecer lo que ha acumulado, camellos inclusive. Esta distinción es importante pues apareja dos movimientos bien diferentes: hacia afuera el primero, desde adentro el segundo. Lo que no quiere decir que en un caso o el otro tales movimientos no se vean alterados por intervenciones subjetivas —el estilo, el imaginario— y aun objetivas —las exigencias de un exterior, retóricas, políticas, ideológicas, lugares comunes en curso. Lectura Visto desde el “después”, como momento complementario, hay, por cierto, lecturas limitadas, que sólo persiguen a los camellos que hay en un texto, ya sea aquél en el que hubo una propuesta, o un programa, de instalarlos allí, ya aquél que prescindió de tal intención; también las hay, más amplias y complejas, que dejan de lado los camellos para poner los ojos en otra dimensión, la más cercana a lo que puede implicar el espacio literario. Las primeras, las más habituales, se reducen a reconocer esa fauna y, al hacerlo, se identifican o no con el modo y la forma en que es presentada: se complacen si pueden exclamar “es así”, o se irritan si, molestos, murmuran “no es así” respecto de un camello; superponen un juicio de realidad a un mundo otro en el que toda literatura, de ambos tipos, pretende residir. En suma, son las que se quedan en lo aparente, lo visible, las que pasan, por añadidura, de lo representado de los objetos, personas o caracteres, al autor de la representación; son las que, sin necesitar nada más que lo evidente, infieren de ello un orden de opinión atribuible a quien produjo eso evidente y, en consecuencia, lo absuelven o condenan: al leer “La carta al padre”, de Franz Kafka, por ejemplo, afirman que la persona Kafka tenía serios conflictos con su progenitor, el cual, a su vez, era un ser autoritario y castrante; ignoran que el texto es obra de un escritor que está permanentemente construyendo un mundo y que si bien parte de una figura real —la materia—, se aleja de ella y sólo integra su imagen desarrollándola según lo dicta su ritmo de escritura y las pulsiones que la habitan. Estos lectores son los que al leer los Evangelios extraen como lección que Jesús era de tal o tal modo, como si lo hubieran conocido, ignorando que los evangelistas hicieron una construcción escrita cuyos efectos operan más allá de un “es así”, más allá de un “dijo” o, como suele hacer cierta forma de la crítica que no pasa de ese nivel de lectura, que al comentar el dicho de un personaje de novela lo interpretan como el “autor dice” lo que está escrito que dijo el personaje. En efecto, si bien no se puede afirmar que, en el universo de un diálogo o de un discurso indirecto, lo que dice un personaje lo “dice” un autor, se puede, en cambio, afirmar que el autor “escribe” lo que dice su personaje. En ese matiz, que es como un puente tendido hacia la interioridad del texto, se juega una comprensión del ámbito propio de eso que llamamos literatura y, además, toda posibilidad de lectura; la segunda, que no se queda en los camellos, reconociéndolos o admirándolos, sino que puede montarse en ellos para iniciar un viaje hacia esa otra región que es la escritura. Un probable principio crítico La oposición, entonces, entre “hay camellos” o “no hay camellos”, quitándole desde luego su riesgoso maniqueísmo, podría ser vista como un principio crítico o un instrumento conceptual. Teniéndolo en cuenta, podría distinguirse, otra vez, entre lo que es lectura de lo que no lo es, entre el rechazo a lo diferente y su admisión, entre la permanencia en un continuo interpretativo y la posibilidad de una suspensión productiva de un saber. De modo que, puesto que hay un antes y un después en el espacio literario, el problema reside en el punto desde el que se parte para entenderlos y entender así ambas categorías. Parece evidente que se sale del después para llegar al antes, o sea, que desde la lectura se logra entender la dimensión de la escritura —si es que existe ese propósito—, lo que no evita que en el instante de la escritura predomine, en quien escribe, lo que proporciona el estado actual de la lectura, con sus alcances, limitados o amplios. O bien, que lo enfrente con todos los riesgos que eso implica, a saber, la ininteligibilidad, el silencio o el enigma semiótico que alienta todo esfuerzo humano por acercarse a la significación. Es una hipótesis: las operaciones que se pueden realizar desde aquí pueden ser lo que tratamos de llamar “crítica”. -II- ¿No será posible, entonces, partiendo de ese dilema inherente a la literatura, considerar, como si se hubiera conformado un modelo, lo que sucede en el espacio social? ¿No son acaso objeto de lectura los estremecimientos de una sociedad que, a su vez, produce lo que lleva al estremecimiento —la escritura— y a la correlativa necesidad de entenderlo —la lectura? Discursos individuales/discursos de colectivos Aquí, pero también allí, se trata de discursos producidos por enunciadores genéricos que, si bien por un lado pueden asumir una individualidad en su emisión —porque todo el mundo habla o escribe los discursos personales y sociales—, por el otro se agrupan en series de existencia social, de diferente carácter. En este sentido, y en una primera lectura, diré que son discursos de individuos y de conjuntos sociales; luego, pese a su diversidad, se distribuyen en “campos” discursivos marcados específicamente, en los que se inscriben tanto los de los individuales como los de los conjuntos. Esos “campos” (discurso político, religioso, publicitario, literario, etcétera) recogen, traducen o expresan el sesgo que toman los discursos de los individuos, pero también los diferentes objetivos en los que el conjunto social se produce y se reconoce, así como lo que sus integrantes necesitan como sujetos, además de lo que, como integrantes de determinados colectivos —desde el social más amplio, hasta las pertenencias más restringidas pero igualmente colectivas: raza, clase, religión, profesión, familia, etcétera—. Además, es previsible, así lo indica la experiencia, que el discurso de los individuos tenga un carácter concordante con o diferente del colectivo al que pertenece. El “antes” y el “después” Se presentan, por lo tanto, dos zonas, una, la de la producción discursiva misma, lo que en el fragmento anterior llamábamos el “antes”, y otra la del “después”, o sea, la zona de la comprensión, reacción o interpretación de lo que son y hacen tales discursos, en otras palabras, la de la lectura. Ese “antes” consta de dos procesos, uno que concierne a lo individual y otro que sería propio de lo colectivo, y que pueden ser entendidos de una manera análoga a nuestra teoría de los camellos. Dicho de otro modo, uno y otro pueden ser ejecutados deliberada y concientemente como el servicio útil a objetos reales y exteriores, o bien atender a la discursividad misma, sin que por eso evite presencias reales, o sea, los camellos, en su producción y alcance. El concepto, como se ve, es equiparable, en esta instancia, al de escritura; aunque en el caso la escritura puede o no ser entendida del modo en que lo es propiamente en el espacio literario. En cuanto al “después”, el momento de la lectura, ésta resulta de aproximaciones a los discursos particulares, en los que se pueden leer camellos —ideas, situaciones, cantidades, oposiciones, declaraciones— u otra cosa, algo así como lo que “hacen” las palabras y no sólo lo que dicen. Discursos de individuos En este sentido, y considerando esa masa por la que transcurre la vida social, podríamos decir que los discursos individuales son en principio inclasificables, puesto que cada individuo es enunciante, de modo que hay tantos discursos individuales como individuos: todos y cada uno están atravesados por intereses de todo tipo, pero igualmente individuales. Aquellos que, no obstante, adoptan el discurso de su colectividad y se dejan hablar por ella, renuncian, en alguna medida, a lo que su propio discurso persigue; puede ser que esa renuncia esté dada por un convencimiento —algo así como un hobbesiano o rousseau-niano Contrato Social—, por sometimiento cuya mecánica es muy variada, o por una táctica, la de creer que asumiendo el discurso de su colectivo lograrán más pronto y mejor sus intereses de individuo. Discurso de los colectivos El discurso de los colectivos, en cambio, se constituye en virtud del interés que liga a todos sus miembros y, en consecuencia, resulta de una síntesis en cuyo resultado todas las peculiaridades de los individuos desaparecen, sin desaparecer del todo, desde luego, ya que sus trazas quedan más o menos reconocibles. Es cierto que, según los casos, pudo o puede ser enunciado por un individuo (Mahoma sería el mejor ejemplo, pero también Marx o el presidente de un país o de una empresa). Sin embargo, al ser impuesto por diferentes vías, o aceptado voluntaria o involuntariamente, se convierte en colectivo. Así, una vez construido, el discurso desconoce a todos los que le han dado fundamento, porque se presenta investido de un interés común y pretende actuar en función de ello. Aspira a ser comprendido y admitido, por imposición o por convencimiento, por todos, tanto sus integrantes como los integrantes de otros colectivos, de mayor a menor. Así, el discurso de la raza, cuyo rasgo principal es la afirmación, parece irrenunciable para quienes pertenezcan a ella; lo mismo puede decirse del de la nación, del Estado, y aun de la profesión y la familia: quienes se apartan de ellos suelen ser severamente sancionados como apóstatas, traidores a la patria, malos hijos, falsos profesionales, renegados raciales, etcétera. Diferencias La diferencia parece clara: el discurso de los individuos, como se ha dicho, tiene por objeto lograr el bienestar o la seguridad de quienes lo enuncian; el de los colectivos, que proclama ser portavoz del conjunto, puede pasar por alto lo que los individuos persiguen, “por el bien de la patria”, “por la prosperidad de la profesión”, “por la permanencia del credo”, “por el interés de la familia”. Si lo que está en juego es el interés del colectivo no es fácil que, por ejemplo en un momento de peligro, se considere aquello que del individuo podría ser visto como una excepción o un privilegio, y que podría ser aceptable o razonable cuando tal peligro no existe: si el sistema financiero de un país se derrumba y desaparecen sus respaldos cómo podrían los individuos reclamar que se respeten los compromisos que se han asumido con ellos; ni hablar de una situación de guerra o de conflicto grave: los enunciadores individuales palidecen, sólo parecen legítimos los colectivos o, con más precisión, los de quienes se arrogan la enunciación de los colectivos. Relaciones Ya en este punto de inflexión, y dejando de lado el momento previo a su circulación, podrían considerarse las relaciones existentes entre los discursos individuales y colectivos. Ya se ha dicho: puede haber antagonismo y puede haber acuerdo, las variables son múltiples; en general, hay acuerdo porque, salvo situaciones extremas, reales o aparentes, si el discurso del colectivo es el producto de un consenso, éste puede no desconocer el alcance de uno individual, así sea para justificar su propia validez: si en el Estado —en sociedades como las nuestras; seguramente hay otras en las que esa noción no existe— han sido depositadas históricamente todas las voluntades individuales y por más que el discurso de un individuo haya ido creciendo en su autonomía o por su propia inercia, en algún punto escuchará el discurso colectivo, incluso si tiende a subordinarlo. Y si el discurso del colectivo culmina en una “ley”, a ella también puede apelar el discurso del individuo si éste corre el riesgo de entrar en conflicto con el de un semejante o el del colectivo. Filosofías Sea como fuere, y dejando de lado lo que podemos llamar el “contenido” de los respectivos discursos y sus alcances —los camellos a los que hemos acudido—, ambos son producto de filosofías diferentes, aunque haya entre ellos conexiones más que evidentes, como de alguna manera lo hemos ido mostrando. Respecto del discurso de los colectivos es probable que hayan existido desde siempre —desde que hubo lenguaje y alguna congregación—, simultáneamente con los de los individuos; en algún momento no sólo se hace evidente esa existencia, sino que convoca a su racionalización la cual, por su parte, organiza todos los discursos colectivos, desde el más general y amplio, no construido, hasta los más particulares, los más construidos. Tal vez la idea de “renuncia” explique estos últimos, porque viene acompañada de la idea de “bien común”, “garantía de seguridad”, etcétera. ¿Qué filosofía es esa? Acaso Platón se haya formulado la cuestión que no nos ha abandonado nunca. Acaso sobre ella Marx formuló su idea de sociedad de clases. En cuanto al discurso de los individuos, por más subordinaciones al del colectivo que se realicen, según la fuerza del colectivo o las circunstancias ocasionales o permanentes que lo condicionen, se dirá que tiene su principal fundamento en el hecho de que los colectivos son entidades abstracto-concretas, mientras que los individuos sólo son entidades concretas. ¿Qué filosofía lo explica? En todo caso no es la misma; ha ido variando, desde el cogito cartesiano hasta el existencialismo heideggeriano. Pero poco importa: no suele ser el Ser lo que aparece en el discurso de los individuos sino el querer que, a su vez, responde a diferentes objetos discursivizados; en otras palabras, el discurso individual está lleno de camellos que aparecen como los auténticos habitantes del discurso. Lo que importa, por otra parte, es el modo, me parece, en que ambos se entraman y cómo ese entramado puede proporcionar satisfacción o angustia; el discurso del individuo, sean cuales fueren sus camellos, atendido, considerado, respetado en su emisión, es satisfactorio; el que es desdeñado y obturado o sometido es fuente de angustia. La cantidad de presencia de uno y otro, y el acuerdo entre ambos, define una época y explica, quizás, su malestar propio. Así, si un discurso político se arroga la voz de un colectivo amplio y aspira a que todos los restantes se le subordinen, estaremos en presencia de una sociedad autoritaria y hasta dictatorial, de índole incluso moralizante en cuanto pretende ser expresión del hacer o del bien común. En ese caso, el efecto sobre el discurso individual es de corte o, dicho de otro modo, de descreimiento, desconfianza, temor y aversión, de miedo a la solidaridad, de encierro y soliloquio o de reserva a las zonas que concibe como intocables y sagradas. En los tiempos que corren Es probable que en el conjunto de los discursos de los colectivos se haya producido, en los tiempos que corren, una suerte de fatiga cuya manifestación más visible es un creciente descenso en su capacidad de contemplar o acercarse a los discursos de los individuos. Esto puede haber sucedido, suponiendo que en algún momento hubieran acrecentado esa capacidad, por varias razones: la primera sería el natural e inevitable agotamiento de todo sistema y un discurso lo es; también porque, si un discurso entraña lo que determinadas estructuras sociales piden —y tales estructuras han cambiado velozmente—, el divorcio entre ambas instancias tiene por consecuencia que se sigan profiriendo como si nada hubiera cambiado. Por fin porque, como una ilusoria manera de permanecer e incidir, siguen repitiendo las apelaciones a contenidos que suponen que perduran, o sea, a los camellos, ya cansados y envejecidos. Huérfanos de la relación con los discursos de los colectivos, los individuales los ignoran y se reconcentran; de ahí el efecto tan conocido de falta de credibilidad respecto del discurso político, de desconfianza respecto del predicador o aun del vecino, de tendencia a la generalización enjuiciadora, de desconsideración —pérdida de solidaridad— de los lazos sociales que la antigua relación aseguraba. Tal vez, a partir de la imagen de los camellos en la escritura y en la lectura, y luego en el espacio social, se pueda entender algo de lo que sería propio de una época. |
Ensayo de Noé Jitrik
Instituto de Literatura Hispanoamericana,
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Publicado, originalmente, en: Acta Poética Vol. 29, Nº 2 • 2008 • Aniversario del Centro de Poética y 'Acta Poética'
Acta Poética es una publicación semestral, editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas, Ciudad de México Correo electrónico: actapoet@unam.mx
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