Vacilón |
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No
importa si el párvulo dispuesto a arrojar la pelota contra los vidrios,
odia a la dueña de casa, detesta a sus hijos o sigue un impulso atávico,
incontrolable que lo lleva a lanzar el feroz balón contra la enorme
ventana, procurando destrozarla, fragmentarla, convertirla en añicos;
sobreviene el puntapié y la pelota describe una veloz trayectoria elíptica,
trazando una certera y rápida parábola ; la física clásica hablaría
del encuentro de dos cuerpos; de la fuerza a
que actúa sobre el punto de apoyo b,
produciendo el choque, la reacción, el impacto; pero con la misma rapidez
de la trayectoria, una silueta se dibuja en el aire de la tarde, cargado
de brisas azules y olor a magnolias y repele el balón antes que el vidrio
inmaculado, destellante por las largas horas que el ama de casa dedicara a
su aseo, se convierta en un frondoso puñado de agudas astillas, clavándose
con un ansia ciega en la pared, en los marcos, en el alféizar; el muñeco
gigantesco, sonriente, construido de metal, madera, nubes y humedades, de
traje naranja salpicado de motas blancas, de gorro azul y una gigantesca
sonrisa, recibe la pelota con el enorme zapato y la devuelve a los cielos;
con una velocidad inaudita, el balón se pierde en los confines del día;
el muñeco se curva entonces en una reverencia y queda inmóvil, agitando
rítmicamente su pie derecho, quizá esperando otro pelota para enviarla a
la estratósfera; se llama Vacilón:
un robot creado para evitar que los balones de los niños destruyan los
vidrios de la barriada. —
Señora,
¡esto es un atropello! —
¿Qué
le pasa vecina? —
He
perdido la pelota de cuero que compré para mi hijo con los últimos
ahorros de mi familia. Usted programó a Vacilón
para que la enviara a la mierda. —
Eso
es falso. Además, yo no lo programé, fue mi marido —
¡Entonces fue su marido el que metió la pata, el que la embarró el que
la cagó!. —
¡No
hable así! ¡No sea grosera ¡ —
¡Soy
grosera todo lo que quiera…! Y
así las vecinas se lanzan una a la otra las negras y sutiles flores de la
violencia desde el mediodía hasta el despuntar del crepúsculo; el resto
de la vecindad trata de reconciliarlas y terminan tomando partido por una
o por otra. —
Vacilón
es perverso — afirman algunos — hace lo que le viene en gana. —
No tiene la culpa el chancho sino el que le da de comer — sentencian
otros — Hay que reconvenirlo, regañarlo, ponerle los límites que
trazan la decencia y las buenas costumbres. De
acuerdo con esto último, todos se dirigen a
Vacilón, cuya silueta se forma, cambia o desaparece al activar los
controles de una caja roja. —
¿Por
qué has despachado a la mierda la pelota? Comentan que la fuerza de tu patada la envió a las inmediaciones del
imperio Romano de Occidente. El
muñeco se encoge levemente de hombros sin dejar de sonreír; una vecina
muy religiosa, se planta frente a él y recita aquellos fragmentos de las
Escrituras que hablan de las armónicas relaciones entre las personas y
explica que el repeler suavemente las pelotas evidenciaría el amor al prójimo;
esa noche los vecinos cantan a coro, procurando que las armónicas voces
relajen los complicados circuitos, los sutiles carbones, algunos de los
cuales se forjaron en atanores angélicos, según comenta el fabricante
mientras exhibe imágenes de seres alados que habrían intervenido en la
construcción de Vacilón. Toda
la noche los vecinos adoctrinan al muñeco con palabras sabias y cantos
embriagadores y al amanecer, cuando suponen que ya han influido en el
cibernético cerebro y que los circuitos se han aquietado, colocan en sus
pies una nueva pelota; antes de programar la patada, algunos se trepan a
los altos oídos advirtiéndole una vez más que debe impulsarla con
extrema suavidad; don Álvaro, el vecino más antiguo, a quien se le
encomendó activar el control de la pierna del muñeco, pronuncia un breve
discurso, mientras Vacilón mira
al horizonte sin dejar de sonreír.
—
Estamos
en los finales del tercer milenio. La
tecnología se adueña de los hombres y las cosas. Luego de haber chupado
hasta el hastío los jugos del planeta, hemos logrado que el mismo nos
entregue lo esencial de su vida en forma de angélicos tecnócratas
ocupados en conjurar las fuerzas opuestas de la naturaleza y del trabajo
del hombre. De ellas has surgido tú, hermoso Vacilón,
símbolo de los alados conocimientos infusos aplicados a lo cotidiano. Tú,
encargado de rebatir las pelotas que los pícaros niños lanzan contra las ventanas
de los vecinos. Ahora te pedimos que la fuerza de tu pie se limite a
devolver el balón antes de llegar a los frágiles cristales, sin dañarlo,
sin arrojarlo a lugares lejanos e inconcebibles. De este modo lograremos
el balance sin par de todas las energías del mundo, las inertes, las
activas, las de los mundos visibles y los invisibles. ¿Estamos de
acuerdo, querido muñeco? Sin
dejar de sonreír, Vacilón
asiente con su gigantesca cabeza. Colocada la pelota junto al enorme pie,
apenas lo retira como para tomar un pequeño impulso, y la patea enviándola
sobre los techos de las casas, cruzando las noches y los días, perdiéndola
en un cielo que se convierte a veces en mar encrespado y que ahora grita, salta y salmodia, recibiendo
el veloz balón en sus olas eternas y crispadas. La
segunda pelota perdida; el fracaso de la admonición y la persuasión, hace que los vecinos vuelvan a discutir; algunos son
partidarios de medidas radicales; se tiene demasiada consideración a los
robots y se olvida que son sirvientes de los hombres; muchos de los
presentes pierden horas de trabajo hablando en el oído del gigante
sonriente para que siga
destrozando balones de fino cuero; harían falta medidas más duras;
celdas de castigo; dejarlo sin comer y sin dormir. Otros
vecinos insisten en que no se han agotado los recursos para persuadirlo;
que no se ha orado lo suficiente a
fin que el inicial espíritu angélico vuelva a descender sobre los
circuitos para suavizar, amansar, convertir en blando lo rígido y
finalmente lograr que los instintos se vean constreñidos por la
mansedumbre filial, ya que el robot no es otra cosa que un hijo de los
hombres y los ángeles que una vez lo engendraran. 2 A
un par de kilómetros de los lindes de la ciudad donde los vecinos
procuran convencer a Vacilón para que muestre los suaves flancos de su
carácter, una serpiente alta como un edificio a la que llaman Antígona,
custodia los límites del tiempo; no duerme ni se alimenta y se dedica a
administrar el pasado, el presente y el futuro; observa en silencio y con
expresión lejana las caravanas de peregrinos que atraviesan los sutiles
senderos de las horas y los días por los que marchan a las diferentes
eras; a partir de Antígona, se interrumpen las autopistas, desaparecen
los automóviles y los seres humanos son trasportados por bueyes, asnos y
caballos; allí el hombre se asomará a su propia creación; florecerá
Babilonia la grande; Tales de Mileto gritará el asombro ante las cosas;
Darío el persa emitirá un aullido de triunfo y de derrota y Roma será
el centro del mundo; la gente se vestirá con túnicas y sayos y las
mujeres cubrirán sus cabezas. Un
grupo de vecinos organiza una expedición para recuperar la primera pelota
arrojada por Vacilón que ha caído
en las afueras de Roma el día en que Bruto mata a César; en que sus
partidarios se deshacen en llantos y desbordan
las fuentes y colman los ríos; el balón está en poder de una pareja de
campesinos que lo considera un regalo de los dioses, —
Nosotros
también somos dioses— afirman los vecinos al llegar a la humilde
vivienda — Les pedimos este regalo y a cambio les daremos otros más
valiosos. Abren
una caja con finas piezas de oro, plata, diamantes, lapislázuli y rubíes;
los campesinos eligen diez prendas entre las más valiosas y a cambio
entregan la pelota; al regresar pasan
junto a la serpiente Antígona que en todo momento mira al este y llegan
al pie de Vacilón con la pelota intacta; en ese momento, una nave espacial se
detiene sobre el grupo y dos
seres con tentáculos en vez de manos y pies, muestran achicharrado,
convertido en una pasa, el último balón que pateara el muñeco . Los
seres se prosternan,
cubren sus cabezas con cenizas y piden disculpas como si fueran los
responsables de lo ocurrido; saben que las pelotas son escasas y valiosas
por la tremenda mortandad de ganado y presentan la que encontraron: un
testículo arrugado, seco, agreste y terroso, luego de haber resistido la
fricción de una velocidad incalculable. Los
vecinos la exhiben a Vacilón
que continúa sonriendo en dirección de los techos de pizarra, los
pararrayos y las veletas; no pierde la expresión divertida, casi
infantil, cuando una anciana de aspecto angelical sube hasta su oído
sirviéndose de una escalera y desde la altura profiere una lista de
groserías sin nombre; tampoco se inmuta cuando un grupo de vecinos entre
los que se cuenta el dueño de la pelota, llegan hasta él y frotan en las
tenues mejillas los restos del balón, pintando el rostro con una fea
sustancia arcillosa. —
¡Llega
el doctor Aurelio! — grita alguien —
¡El
doctor Aurelio.-…! ¡el doctor Aurelio! Vistiendo
una túnica de trabajo verdosa y grácil, con grandes anteojos y los
cabellos despeinados, el doctor Aurelio monta una carroza adornada con
plumas de rinoceronte desde la cual saluda acompañado de siete muchachas muy
bellas, ataviadas tan sólo con bikinis que apenas cubren los senos y los
pubis y calzadas con gruesas y brillantes botas; los caballos que
arrastran el carruaje llevan coronas, ya que según el médico, los nobles
brutos serían príncipes, princesas y reyes sometidos a un sortilegio en
este mundo. —
La
energía de Vacilón está
alterada — afirma con seguridad luego de revisar el muñeco y sus
secretarias, sin dejar de moverse rítmicamente al compás de un Rap
ultramoderno, muestran las enormes jabalinas que serán utilizadas como
agujas; el doctor habla a la multitud expectante. —
Las
agujas tienen pequeños
receptores que aportarán a Vacilón
la fuerza celeste para conectarse con los lejanos astros y lograr que una
partícula de ira generada en su nacimiento, no se traslade a su pie
derecho. Sólo así podremos salvar las pelotas de la destrucción. 3 En
tanto los peregrinos van y vienen a las distintas épocas de la historia custodiadas por
Antígona, la boa gigantesca que guarda y mantiene los minutos, las horas
y los años; desde los inicios del hombre hasta la era angélica y atómica;
desde los milenios a las fracciones de segundo son restaurados y
archivados en la sangre de la enorme serpiente, quien decide si los
viajeros deben marchar al futuro o al pasado más remoto; muchos afirman
que esta selección es un capricho de la serpiente, pero los
más aseguran que sus decisiones se basan en una sabiduría que excede el
pensamiento de los hombres. Algunos
peregrinos del siglo XIX vestidos con elegancia, cruzan el sendero de Antígona;
otros, pobremente ataviados, escapan de la restauración monárquica; un
grupo de hombres prehistóricos caminan descalzos dejando sus huellas en
las hirvientes rocas que rodean a la serpiente, la que impasible y serena contempla todo con ojos rasgados y profundos, mientras hombres
mujeres, niños, animales y plantas atraviesan la seda exigua y levemente
espinosa que mana de su cuerpo y se extiende como una rara y permeable
cortina . Muchos
se preguntan: ¿qué hay en el cerebro de la serpiente? ¿Qué siente el
extraño ofidio? Antígona está atenta a lo que ocurre tres kilómetros más
allá con Vacilón y su patada a
la que los vecinos tratan de conjurar. 4 —
La maravilla de la acupuntura está obrando sobre los circuitos angélicos
— exclama cada tanto el Doctor Aurelio frente a la multitud
enfervorizada mientras señala al muñeco que no deja de sonreír; las
agujas cuelgan como racimos de su nariz y sus orejas, mientras que el
resto se reparten en el pecho, el vientre, las piernas y el pubis; en las
puntas, los receptores aportan energía
celeste y la distribuyen a través de los canales del Chi;
la fuerza restauradora se concentra en el
perímetro del muñeco, haciendo que brille con tonos tornasoles; los
vecinos no se mueven del lugar, fascinados por los destellos de Vacilón que les recuerdan los años de infancia, los
primeros amores y una tarde
en la que caminaran entre árboles
de azahar, contemplando la suave geometría de las corolas. —
Con
este tratamiento se convertirá en un dulce muñeco y no aplicará a las
pelotas la fuerza incontrolable que proviene del averno — afirma el
boticario de la cuadra que aún vende medicamentos antiguos en frascos
color caramelo. —
¡Será
bueno, será muy bueno como un niño bueno! — dice la anciana doña Pepa
mientras la prótesis dental bailotea en su boca. Es
la hora de retirar las agujas; ante un toque de trompeta, las hermosas
asistentes del doctor Aurelio se descalzan para trepar por el muñeco; sus
delicados pies y sus hermosas manos, se aferran a la carne húmeda y tenue
y al son de una música sincopada, quitan jabalina por jabalina; les basta
una leve presión para que cedan y abandonen los poros de la carne casi
celeste. Una
muchacha rubia, mostrando sus redondas nalgas, trepa hasta el pubis de Vacilón
y con un gesto triunfal retira la última aguja; entonces, el cuerpo
del muñeco se tiñe de una sustancia etérea, morada, con tintes
verdosos; el sol de la tarde al caer sobre la eterna sonrisa, traza notas
de luz que se repiten formando una melodía y el cuerpo del muñeco brilla
aún más, llenando el lugar de una extraña, intensa y hermosa luz, como
si se tratara de otro sol o de otra luna; los vecinos gritan de admiración.
—
¡Es
otro Vacilón! — repiten y
repiten señalando los fulgores traviesos que recorren los brazos, los
zapatos; que se trepan a sus ingles y se sumen en los resplandores
solemnes del pecho, el cuello y las extremidades. El
Doctor Aurelio está radiante; sus hermosas secretarias, calzadas otra vez
con las argentinas botas, lo rodean abrazándolo. —
¡El
muñeco está curado! — anuncia el médico con tono triunfal y la
multitud lo ovaciona, arroja papeles, silba y enloquece; los viajeros del tiempo que acaban de recorrer los
circunvalares caminos de la serpiente Antígona, se suman a la gloriosa
ovación. —
Ahora
la prueba definitiva — el médico muestra una enorme pelota de cuero de
cebú amarillo que pasta en
las laderas heladas del Monte Fuji, y tres de sus secretarias la colocan
junto al pie del muñeco — Verán que su patada apenas llegará a cubrir
el espacio que se tiende entre una acera y la otra. Vacilón
vuelve a tomar el corto impulso llevando su pie hacia atrás. Un
estallido de luciérnagas. Un
vuelo de mariposas. Con
el puntapié de Vacilón, todo
se detiene; el tiempo cuelga del aire de la tarde y por un momento los
hombres sabrán que aquel día no tendrá crepúsculo; que no llegará la
noche; los viajeros del tiempo serán arrastrados por olas negras
que invadirán las calles; los vecinos se verán unos a otros
con los ojos desorbitados, las lenguas negras saliendo de las bocas y las
carnes cayendo de a pedazos. Pocos
sabrán que la fuerte y preciosa pelota hecha del cuero del último cebú
amarillo que pastara en las laderas
del Monte Fuji, habrá golpeado la cabeza de Antígona, la serpiente del
tiempo, quien caerá muerta a un costado de sus sedosos senderos; que la
tela tenue que surgía de su cuerpo, se habrá rasgado para siempre,
haciendo estallar los días, las horas, los años, las centurias y los
milenios. Agonías
súbitas y nubes provenientes del averno; abismos abiertos en la tarde,
tragando a toda una generación; ya no tendrán sentido los logros de la
historia y todo se hundirá en el súbito olvido. En
medio de la noche sin espacio y sin tiempo, espesa como una gelatina, el
muñeco brillará más que nunca y cuando el propio planeta se reduzca a
una minúscula partícula, seguirá incólume, con
su sonrisa tendida a los vientos de la tiniebla eterna. El tiempo volverá a engendrarse; regresará la vida, y otra humanidad se creará a sí misma y derivará por los peñascos del espacio y en vez de la serpiente controlando los minutos, las horas, los días y las centurias, el enorme muñeco inmóvil y sonriente enviará con su patada a los peregrinos hacia uno y otro sendero de la historia. |
Ricardo
Iribarren
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