La esfera de Empédocles |
|
Allí
no se distinguen ni los rápidos miembros del sol ni el hirsuto poder de
la tierra ni el mar, sino que, igual (a sí misma) por todas partes y sin
fin, está fija en el fuerte refugio de la Armonía, una esfera redonda
que se goza de su soledad circular.
Empédocles de Agrigento |
|
1 —
¿Ya llegó? —
Sí, comisario. Se puso furioso cuando tocamos una pelota y la trajimos
como evidencia. El
sargento Rivero alcanzó a su jefe una esfera de color gris perla,
cubierta de piel sedosa. Despedía un leve aroma a flores y en la
superficie crepitaban suaves rayos azules. El
comisario Carrasco tenía fama de hombre duro. Era cruel con los
detenidos, no accedía a los pedidos de clemencia y trataba mal a los
abogados. Nunca se había casado. Afirmaba que
una familia ablanda el carácter y sólo mostraba emociones cuando su
equipo favorito ganaba o perdía en un juego. Jamás sonreía y los
subalternos se quejaban no sólo por el carácter, sino por su costumbre
de empeñar la palabra y no cumplir con la promesa realizada. Esa
noche el comisario miró fijamente la esfera que habían requisado de la
vivienda de Nikolai Sokolov y acarició la superficie tibia en un insólito
ademán de ternura. El sargento Rivero y los policías que lo acompañaban,
advirtieron el gesto que se prolongó cerca de un minuto. —
¡Está bien, hay que moverse! — ordenó molesto al notar que lo habían
descubierto —Que pase a mi despacho. Debo tomarle declaración. La chica
que desapareció es hija de Alexei Smírnov, el prefecto que será
gobernador en las próximas elecciones. ¡Esto no es ninguna estupidez!
Veremos si con esta detención confiesa su crimen. Si no, habrá que
dejarlo en libertad. Nikolai
Sokolov estaba en el pasillo, esposado y con la cabeza baja. Cuando los
policías lo tomaron de los brazos, los miró furioso. Un moretón cruzaba
su cara. —
¿Dónde está ella? — preguntó al sargento Rivero. —
Aquí lo trajimos solo. Además, las preguntas las hacemos nosotros. —
¿Dónde está la esfera? Les dije a los policías que era muy
importante… El
sargento lo golpeó en el estómago con la culata de su arma. Nikolai se
retorció de dolor, pero no se quejó. Al entrar al despacho del
comisario, se abalanzó sobre la esfera que estaba en el escritorio. Antes
que lo sostuvieran, pudo tocarla con la frente y
los rayos azules crujieron con más fuerza. Rivero lo apartó y lo golpeó
en la cara. Carrasco lo detuvo. —
¡Basta, sargento! Déjeme a solas con el detenido. — la estrategia era
mostrarse amable ante la brutalidad de sus hombres. — Tranquilo, Sokolov.
La pelota que trajeron está protegida y cuando usted se vaya la llevará
consigo… eso si de nuestra charla no surge un delito del que sirva como
evidencia. Volvió
a acariciar la esfera. Nikolai levantó la cabeza y lo miró con rabia. —
¿Va a detenerme? ¡Hágalo! Se
aprovecha porque no puedo pagar un abogado. Cantidad de personas son
encarceladas injustamente. Yo no pretendo piedad. —
No sea dramático, Sokolov. Usted es un hombre. Pórtese como tal. Lo
hemos detenido por sospecha de asesinato de la señorita Yelizaveta
Smírnov. Matar es un delito, pero es más grave si se trata de la hija
del prefecto de la ciudad. ¿Entiende? Nikolai
lo miró desafiante. No respondió. —
Puede contarme todo. Hable con confianza, como si yo fuera su padre. ¿La
mató o no? —
Claro que no. Yo la amo. Además, Yelizaveta no está muerta. —
¿Sabe la cantidad de personas que llegan a este despacho diciendo yo la amaba y por eso la maté? El amor no es ninguna garantía.
Hace dos semanas que la señorita Yelizaveta
no se comunica con la familia. Ellos no estaban de acuerdo con que
vivieran juntos. La situación lo compromete. Trate de hacer las cosas más
fáciles y confiese de una vez. El
comisario hizo un gesto al oficial que estaba frente a la computadora
dispuesto a escribir las palabras del detenido. —
¿Qué pasaría si me niego a declarar? —
Después de quince días se presentaría ante el juez. En ese tiempo
ocuparía una celda, compartiendo la disciplina de los presos comunes. Nikolai
se mordió los labios. Observó con mirada torva al comisario que volvía
a acariciar la esfera y a contemplarla con ojos entornados. —
Le explicaría lo que ocurrió, pero ¿qué garantía tengo que al salir
de aquí me devolverá la esfera? —
¿Por quien me toma? Ya se lo dije, esta pelota se irá con usted. Ahora
hable. El
detenido suspiró y bajó los hombros en un gesto de derrota. —
Está bien. Conocí a Yelizaveta hace tres años, cuando hacía acrobacias
en la playa. Era famosa por sus saltos en los que se apoyaba tan sólo con
las manos. El primer día que la vi, llegué a contar hasta treinta, uno
tras otro. A su habilidad más conocida la llamaban La
esfera perfecta. Yelizaveta tenía un grupo de admiradores que la seguían
y cuando estaba por realizar la prueba, todos hacían silencio y formaban
un círculo dejándola en el centro. Entonces torcía el cuerpo hacia atrás,
volteaba la cabeza hasta lograr una inclinación extrema, sus manos se unían
a los dedos de los pies y sellaba el movimiento con el cráneo. Podrá
decirme que son muchos los que realizan proezas parecidas, pero le puedo
asegurar que el cuerpo de mi esposa formaba una esfera perfecta. Desaparecían
las protuberancias y sólo quedaba una superficie lisa, sin accidentes. El
comisario lo interrumpió señalando la pelota —
¿Una esfera como ésta? Sea sincero, Sokolov. Sabemos que en esa época
la señorita Yelizaveta tenía un novio entre su grupo de admiradores. —
Había muchos que la admiraban. Ella después me amó y yo lo comprendí… —
Siga hablando. Aún no sé qué relación hay entre los saltos de la señorita
y su desaparición. —
En un reportaje, un periodista le preguntó cómo lograba arquear el
cuerpo de ese modo. Ella contestó: si
no tuviera la esfera dentro de mí, no podría hacerlo… Después nos
casamos en contra de la decisión de su familia y fuimos a vivir juntos.
Lo que ocurrió empieza allí. —
Quiere decirme que la señorita Yelizaveta le fue infiel. —
¡Eso es falso! Nuestra relación es perfecta, no hubo nada que se
interpusiera hasta que ocurrió lo que ocurrió —
Estoy esperando, Sokolov. Cuente que lo escucho. —
No ha habido en la historia una pareja como la nuestra. Anticipábamos lo
que íbamos a decir… — el comisario bostezó — Resulta extraño que
deba contárselo a usted, con su fama de insensible —
No se interrumpa, Sokolov. Soy capaz de entender todo. Lo escucharé con
atención. —
Lo único que deseo es que al irme me devuelva la esfera. —
Tiene mi palabra. —
Al verla tan feliz, sus padres me aceptaron y todos los domingos íbamos a
comer a casa de mi suegro. Nos ayudaron con dinero y pudimos mudarnos a
una casa con un parque donde ella practicaba las acrobacias. Una mañana
llegué de mi trabajo y la encontré haciendo la esfera. Pensé que
intentaba sorprenderme, reí y la besé hasta advertir que lloraba. Su
cuerpo se había curvado súbitamente y no podía volver a la posición
normal. Hasta las tres de la mañana probé con masajes, calor, frío y
recién se recuperó al amanecer. Le dolían todos los músculos. Si bien
nos preocupó, lo atribuimos a contracturas acumuladas por la tensión de
esos días ante mi cambio de trabajo. Después de dos semanas, una tarde
volvió a tomar la forma de la esfera. Fuimos a un servicio de emergencia
donde la revisaron médicos y quiroprácticos que la trataron sin
resultados. Su familia conocía el problema, pero yo fui quien más se
ocupó. Alivié sus dolores, la alimenté, la bañé. No podía mover el
cuerpo… Nikolai
volvió a interrumpirse. El comisario tenía la esfera en la mano y no
dejaba de mirarla y acariciarla. Su expresión era de miedo y asombro. En
un hombre como él, quizá fuera una forma de expresar ternura. Al ver que
el detenido lo advertía, volvió a dejarla sobre el escritorio con un
gesto de incomodidad. —
Se lo pido una vez más; no se interrumpa. Me decía que consultaron a médicos.
—
Un quiropráctico anciano, con mucho esfuerzo, logró destrabar el cuerpo
como si fuera una cerradura oxidada. Yelizaveta recuperó su estado
normal, pero quedó en cama sin poder moverse. A la noche, volvió espontáneamente
a hacer la esfera. —
Entonces fueron a ver al doctor Petrov —
¿Es necesario que siga hablando? Ya lo investigó. No lo entenderá, pero
contarle esto es doloroso para mí. —
Le recuerdo Sokolov que su declaración es pública y obligatoria. Se
encuentra ante la autoridad — señaló al oficial que no dejaba de
escribir. —
Un médico anciano al que consultamos nos dijo que en estos casos la
medicina convencional tenía limitaciones y nos dio el teléfono del
doctor Petrov. Mi esposa había envejecido y todo su cuerpo expresaba
dolor. El doctor Petrov estuvo dos horas con ella, midiendo la columna
vertebral, el diámetro del cráneo, las caderas. Al terminar nos dio su
diagnóstico. La señora Yelizaveta
padece en su cuerpo el proceso que los Médicos de los Orígenes llamamos
La Esfera de Empédocles. El amor del uno al otro es tan perfecto que
desató en ella la necesidad de plegarse, de convertirse en esfera. El círculo
debía estar en su propio interior, quizá por la historia anterior al
nacimiento. Agregó
que el único tratamiento posible era ceder al amor. Si Yelizaveta forzaba
el cuerpo para evitar la forma circular, sufriría y podría quebrar los
huesos o producir daños irreparables en sus músculos. Una vez que la
esfera llegara al punto máximo de inmovilidad, recuperaría en poco
tiempo el aspecto normal. Puso una de sus manos en mi hombro y me miró a
los ojos. Señor Sokolov, tenga fe.
Esto no durará mucho. Su esposa se encuentra en una época en la que
reina la discordia, el odio, y según Empédocles eso es lo que rompe la
forma de la esfera perfecta y la lleva a la singularidad. Apenas ella se
aparte de este amor que hay entre ustedes, volverá a ser como antes.
Yelizaveta escuchó estas palabras, su cuerpo se relajó y tomó una
perfecta forma circular. Esto también debe conocerlo, ya que mientras la
llevaba rodando a nuestra casa, nos siguió un coche policial y tuve que
exhibir el certificado del doctor Petrov. Tres días permaneció así,
hasta que en la madrugada del cuarto se convirtió en lo que usted tiene
sobre el escritorio. El
comisario hizo un gesto de incredulidad. —
¿Me dice que la señorita Yelizaveta es esta pelota? —
Por
eso le pido que me la entregue. La llevaré a casa y la cuidaré hasta que
recupere la forma humana. Entonces cumpliremos con todos los trámites que
las autoridades exijan. —
Sokolov, usted está loco o me toma por estúpido Ni el juez ni yo vamos a
creer que esta esfera sea un ser humano. —
Me dijo que iba a escuchar mi versión y que luego me la iba a devolver. —
No soy yo el que decide. Por encima de mí, está la Ley. Además, si esta
esfera es una señorita, hay que tratarla con mucho cuidado. —
Es una señora, comisario, estamos casados. No siga llamándola señorita.
El cuidado debe ser absoluto. Entienda que si eligió vivir conmigo, debo
llevarla… —
Sokolov, esta esfera es evidencia y no creo que sea la señorita
Yelizaveta. Sigo pensando que usted la mató y escondió el cuerpo. Me
hice pasar por estúpido mientras lo escuchaba, pero no quiere decir que
lo sea. Tampoco puedo retenerlo, ya que no apareció el cadáver y el móvil
de su crimen no está claro. Le repito, la única evidencia es esta esfera
y me la quedaré como prueba. En cuanto a usted, lo dejaré libre, pero le
recomiendo que ande con buen paso. Mis hombres lo vigilarán las
veinticuatro horas y tarde o temprano conoceré los detalles del
asesinato. —
¡No puede retener algo que es mío! Además,
está faltando a su palabra... —
Puedo retener lo que quiera. Busque un abogado y compruebe cómo los
tratamos en esta comisaría. —
¡Si usted se va a quedar con ella, no quiero mi libertad!. —
Aunque no quiera su libertad, la va a tener. Cuando termine el sumario,
podrá reclamar la esfera al juez instructor. —
¡Es una persona, comisario, no un objeto!. —
¡Retírese, Sokolov! En caso
contrario, lo procesaré por desacato. ¡Sargento Rivero…! Los
policías que lo habían traído le quitaron las esposas y lo arrastraron
hasta afuera. —
¡Devuélvame a mi esposa! — gritaba Nikolai.— Brutalmente
lo arrojaron a la calle. En
la entrada de la comisaría, lo esperaba el doctor Petrov, quien le hizo
masticar algunas raíces y le colocó un par de agujas. Luego lo persuadió
para llevarlo a su casa. Al quedar solo, el comisario ordenó que no lo molesten. Tomó
la esfera y la miró fijamente. —
Tu piel — murmuró — me gusta tu piel —
pasó por la superficie la punta de sus dedos, temiendo que la aspereza de
sus manos la dañara. De pronto la apoyó sobre la mesa con gesto
perturbado. — ¿Qué es esto? ¡Estoy hablando con una pelota! ¡Sargento
Rivero! — El policía se presentó inmediatamente. — Me pone este balón
en la caja donde se guardan las evidencias. Cierre con llave y no abra por
nada del mundo. Al
otro día, el comisario Carrasco llegó a su despacho a las siete de la mañana.
Tenía ojeras profundas y dos heridas en el cuello producidas al
afeitarse. Apenas probó el café con masas que todas las mañanas le
enviaba la confitería cercana —
Por una hora no quiero que nadie me moleste — advirtió al policía de
guardia. Fue hasta la caja donde se guardaban las evidencias, la abrió y
extrajo la esfera, sedosa y pulida. Brillaba más que nunca bajo el sol y
en su superficie crepitaban los rayos azules. Algo
había cambiado. Carrasco abrió la ventana para verla mejor; la piel se
pelaba y caía en gruesas cáscaras, como si fuera una naranja. En el
fondo distinguió la silueta cimbreante de una mujer desnuda. 2 —
En el siglo IV antes de Cristo, Empédocles hablaba de una esfera. Cuando
lo hacía, pensaba en algo preciso; algo que había encontrado en los
mundos que recorría diariamente. ¿Me entiende, Nikolai? El
Doctor Alexander Petrov era joven, aunque su barba le daba un aspecto
mayor. Vestía un levitón del siglo XIX, pantalones de época y camisa
blanca de algodón con botones de oro y un par de gemelos de hueso
sosteniendo los puños. El chaleco caía más abajo de la cintura y sus
zapatos con hebillas parecían sacados de un museo. Saddharma, un loro azul con plumas tornasoles, permanecía posado en
su hombro Cuando Petrov hablaba, el ave lo escuchaba con aire solemne. —En
el caso de Yelizaveta, ella tuvo desde niña serias carencias afectivas
hasta que su amor atrajo a la esfera de Empédocles… claro, no es de Empédocles.
Él fue quien la descubrió. Así como le afectó a ella, podría haber
sido usted quien tomara esa forma, ya que la ama del mismo modo. Nikolai
había pasado la noche en la mansión de Petrov. Ahora bebía el quinto cóctel
de incienso y caléndula, una de las pocas cosas que lo calmaban. Había
escuchado las palabras del médico con la cabeza baja —
¿Qué ocurrirá con Yelizaveta? —
Hay que esperar, Nikolai. Repasemos nuestra charla: la esfera se crea por
el amor. Cuando está totalmente formada, según Empédocles, no es
posible la vida. Ella no tiene miembros y sólo reposa
y goza en su total redondez. El odio es lo que puede despertarla de su
sueño y entonces regresa la persona como la habíamos conocido. Se la
arranca de ese mundo donde la vida es un gesto invisible. Yelizaveta debe
estar absorbiendo el odio que la rodea. En una institución policial, el
sentimiento de destrucción es más intenso que en otras partes. Cuando
llegue a un grado de saturación, la esfera se destruirá y regresará su
esposa. —
Quizá sea una tontería, pero hay algo que me preocupa —
Lo escucho, Nikolai —
Al convertirse en esfera, ella vestía un camisón estampado y unas
chanclas. ¿Qué fue de su ropa? En sus cabellos tenía una hebilla de oro
con una aguja larga y gruesa. Era de mi madre y se la regalé cuando nos
casamos. ¿Eso también se convirtió en esfera? —
Las células de su cuerpo, los átomos de sus prendas han sido traspasados
por el amor y todo se ha convertido en esfera. Quizá regrese con el
objeto de oro, ya que según la alquimia, es el sol entre los elementos de
nuestro mundo. —
¿Y cuánto hay que esperar? —
No lo sé. El Noble Príncipe San Alejandro Nevsky cuenta el caso de una
de estas esferas en Rusia, en el año 1240. Fue una pastora devota que
frente a la imagen de Santa Sofía caía en éxtasis y su cuerpo tomaba la
forma de una esfera perfecta. El siguiente caso lo menciona el historiador
Alexei Votonov ubicándolo en el año 1260 Habla de una joven virgen que
se convirtió en esfera. Por orden del Patriarca, sus padres la dejaron en
casa de una tía que la odiaba y había intentado matarla en su
nacimiento. Procuró sin éxito destruir la esfera. Luego de varios golpes
se partía en dos limpios pedazos, pero se armaba por sí misma. Al
parecer, la esfera de Empédocles es indestructible. —
¿Y qué pasó con la niña? —
Dice Votonov que ante la discordia que la rodeaba, la esfera se peló,
como si fuera una serpiente que pierde su piel, o como una naranja. La
joven desnuda emergió de ella como si lo hiciera de un huevo. Estaba
cubierta por una gelatina que parecía meconio, ya que el sabio
historiador la describe como la
sustancia que envuelve al recién nacido, aunque de un olor insoportable.
Al desprenderse, la niña apareció sin un rasguño. —
Entonces se salvó y fue recibida en su familia —
Es de suponer que sí… El
médico calló con aspecto pensativo y se dedicó a alimentar a Saddharma
con hojas de un arbusto. —
Hay algo que oculta, doctor Petrov. —
Voy a ser sincero con usted. Esta niña era conocida como Tatiana
Vladimira Ivanova y quince años después del hecho registrado por el
sabio Votonov, fue procesada por asesinato. Mató a once personas entre
las que se encontraba una embarazada y dos niños de pecho. Un dibujo de
su rostro muestra rasgos de locura. —
¿Relaciona estos asesinatos con su época de esfera? —
El sabio no lo dice. Fue condenada a muerte, rechazó la absolución y su
cadáver ardió espontáneamente. Conversaron
hasta tarde. En el afán de consolar a su paciente, el doctor Petrov le
hizo escuchar antiguos cantos de las estepas y los entonaron bebiendo
Vodka. Nikolai
volvió a su casa y logró dormir, pero a las tres de la mañana lo
despertó el teléfono. —
Debe acudir a la policía — dijo la voz de Petrov — apareció
Yelizaveta. 3 Encontraron
el cadáver del comisario Carrasco en su despacho. Un cortapapeles le había
atravesado la yugular y yacía sobre su propia sangre. Dentro de un
closet, en la misma habitación, hallaron a Yelizaveta Smírnov desnuda,
inconsciente y acostada en posición fetal. Al revisarla, los médicos
precisaron que estaba en coma. Cuando Nikolai llegó a la comisaría, sus suegros la habían
trasladado a una clínica privada y no quisieron recibirlo. Averiguó la
dirección y se presentó. En la entrada lo detuvo Vladimir, el hermano
mayor de su esposa. —
Será mejor que no entres, Nikolai. Mi padre amenazó con matarte. Te
culpan de lo que ocurrió con Yelizaveta. —
Saben que no fui responsable. No se pudo evitar. —
Dice que no te esforzaste en evitar su desaparición y permitiste que
llegara al estado en que se encuentra. Yo no tengo nada contra ti, pero si
entras habrá un escándalo y el médico advirtió que a mi hermana debe
rodearla un clima de tranquilidad. Nikolai
regresó abatido a su casa. Estuvo tres días en cama, alimentándose
apenas, hasta que se venció el tiempo que le habían otorgado en su
trabajo. La
mañana que estaba por salir, llamaron a la puerta. Era Alexei Smírnov,
el padre de Yelizaveta, un hombre robusto, de mirada temible y conocido
por sus decisiones terminantes. Ahora estaba demacrado y se mordía los
labios. Sin saludar, habló mirando a un costado. —
Ella despertó. Pregunta por usted. Si decide venir, nadie le hará
reproches. Viajaron
en el coche de su suegro y al llegar al cuarto de Yelizaveta, Nikolai
corrió a abrazarla Ambos lloraron mientras se miraban y acariciaban. Los
dejaron solos y luego de una hora llamaron a toda la familia. —
Viviré con mi esposo como antes — afirmó la muchacha y todos
asintieron. 4 Los
médicos estaban desconcertados. La joven había ingresado con escasos
signos vitales y un posible daño cerebral. Era inexplicable que hubiera
recuperado de pronto la conciencia y la salud. Tardaron en autorizar el
alta, ya que temían una recaída. El
mismo día de su egreso, fueron a ver al doctor Petrov. El médico recogió
del cuerpo de Yelizaveta transpiración, flujo vaginal y vellos de
diferentes zonas. Juntó todo en una artesa y lo hizo arder con un poco de
alcohol. La llama se elevó hasta el techo. Luego
la muchacha se acostó sobre la grama y el médico recorrió su cuerpo con
un par de varas de radiestesia que vibraban con la brisa, simulando la voz
humana. Por
el momento todo está bien — dijo Petrov al despedirse — Les pediré
que vengan la semana que viene. Debo someter a Yelizaveta a una sesión de
hipnosis para completar los estudios. No lo hago ahora para que descanse
de toda esta enojosa situación. 5 El
encuentro de la muchacha desnuda y en estado de shock junto al cadáver
del comisario había creado conmoción. El arma era un cortapapeles que
pertenecía al funcionario y se encontraba sobre el escritorio. Los
investigadores descartaron que se tratara de la joven, ya que estaba en un
coma profundo. Sin embargo, las únicas huellas eran las de Yelizaveta y
aparecían en lugares alejados del closet donde yacía. A
la semana recibió una citación judicial y Nikolai la acompañó. Al
declarar ante el Juez, la muchacha se mostró serena y afirmó que sus
recuerdos empezaban el día en que salió del coma en la clínica, junto a
su familia. Dos
semanas después de su despertar, volvieron a casa del doctor Petrov,
quien tenía todo dispuesto para la sesión de hipnosis. Desde
su recuperación, Yelizaveta había estado muy callada, pero esa tarde se
mostró locuaz y habló durante media hora acerca de los planes que había
hecho con su esposo. Deseaban viajar, recorrer el mundo. Cuando
llegó el momento de la sesión, el médico entró con Yelizaveta a un
gabinete privado. A la media hora, Nikolai escuchó un grito angustiante;
ante un segundo gemido, golpeó la puerta del cuarto. No obtuvo respuesta
y entró. Petrov miraba con gesto abatido la esfera, apoyada en la mesa y
recorrida por los crujientes rayos azules. —
¿Qué pasó? El
médico estaba pálido; se limitó a negar con la cabeza. —
¡Otra vez la esfera! — exclamó Nikolai — ¡Esto es una pesadilla…! Tomó
la bola con las manos y apenas su piel acarició la superficie sedosa, las
imágenes se precipitaron. Supo lo que había sentido Yelizaveta. Al
principio una paz absoluta, una carencia total de sentimientos. Luego el
deseo oscuro de salir de allí. Se gestó lentamente en el centro de la
esfera y se transformó en una niebla negra que presionaba las paredes,
tratando inútilmente de romperlas. Yelizaveta
imaginaba todo tipo de crímenes y con ello fortalecía su afán de vivir.
La sangre corría a chorros y la joven se veía a sí misma recorriendo
desnuda campos de batalla donde devoraba los cadáveres, llenando su boca
de sangre seca y pudrición. Odio, venganza, deseo casi sensual de matar.
Era lo único que destrozaría la esfera. Sin
poder apartar sus manos de la superficie sedosa y brillante que
cosquilleaba sus palmas, Nikolai siguió con las visiones. En el momento en que el comisario la acariciaba en su oficina,
la esfera se rompió y surgió Yelizaveta. Cuando el policía la vio
desnuda frente a sí, retrocedió sin saber qué hacer. —
Señorita, puedo ayudarla. No se asuste… Lo
desconcertaba el odio que veía en los ojos de la muchacha. Antes que
pudiera reaccionar, Yelizaveta tomó el cortapapeles del escritorio, avanzó
hacia él y lo clavó tres veces en su yugular. Luego perdió fuerzas,
caminó sin rumbo por la habitación y cayó en el closet donde la habían
encontrado. Nikolai
supo que las visiones no habían terminado. Intentó retirar sus manos,
pero las palmas estaban pegadas a la piel sedosa y vibrante. Había visto
el pasado y ahora la esfera le mostraría el futuro. La
sala de su casa. Yelizaveta bailaba para él, seduciéndolo. Lo besaba y
empujaba a la cama. Nikolai sintió el cuerpo caliente de su esposa, los
movimientos, los gemidos. Estaba más hermosa y apasionada que nunca. En
medio del deseo, advirtió en sus entrañas el espanto de transformarse
nuevamente en una esfera. No le extrañó verla empuñando un par de tijeras a las que
un momento después sintió clavadas en su cuello. La muerte no fue otra
cosa que la inmovilidad de la esfera en la que él mismo ideaba crímenes
espantosos para volver al estado humano. Nunca
supo de dónde llegó el golpe que lo apartó. Cayó desmayado y cuando
recobró el conocimiento, vio a Petrov poniendo esencia de alcanfor en su
nariz y mojando su cara. —
¿Qué pasó? —
Logró
ver lo que esconde la esfera Sobre
la mesa, bajo la luz de la tarde, los rayos azules le daban un aire de
lejanía y hermosura. Petrov encendió un par de sahumerios traídos de
Hiperbórea y el humo tranquilizó a Nikolai. —
Pudo ver y sentir el odio que necesitó Yelizaveta para regresar al estado
humano. Esa es la discordia a la que se refiere Empédocles, sólo que en
vez de extenderse en un largo proceso cósmico, se manifestó en el curso
de una existencia. El tiempo de los astros y de los dioses no es el tiempo
de los hombres. —
Entonces estamos en este mundo por odio, no por amor. —
A alguien que anhelaba un universo donde sólo existiera el amor, Empédocles
le dijo que era un iluso, que si eso llegara a existir, todos moriríamos.
Yo creo que sus enseñanzas hablan de un sutil equilibrio entre el amor y
el odio para que la vida florezca. El sentimiento de Yelizaveta es
demasiado poderoso y para vivir como ser humano, debe desplegar la
discordia. Sólo de esa forma podrá volver
a tener miembros y a reír bajo el sol. —
Todo eso está bien, Petrov, pero ¿qué hacemos ahora? —
Ella regresará, pero el odio que necesita es tan intenso que no vacilará
en matar al que encuentre frente a sí, como ocurrió con el comisario. —
¿Qué solución hay? —
No debería dejar su condición de esfera. Lo ideal es que permanezca aquí.
Toda mi vida he cuidado que esta mansión tenga como característica la
Armonía. Este lugar es una esfera virtual. Aquí ella podrá vivir plácidamente
y quizá en algún momento su infierno desaparezca. La discordia es fuego,
y el fuego se consume al arder. Al
discutir esta propuesta, surgieron los problemas. —
Cuando se convirtió en esfera por primera vez, me detuvieron porque
sospechaban que la había matado. Su padre es un hombre poderoso y si
vuelve a desaparecer, yo seré el culpable. ¿Hay otra alternativa? Discutieron
varias soluciones. Cerca de la medianoche, se habían reducido a tres Decirle
la verdad a la familia con todas las consecuencias. Inventar
un viaje de Yelizaveta. Reducirla
y amarrarla cuando saliera de la esfera. —
Hay algo que no hemos discutido — dijo Nikolai después de revisar las
opciones — Yo nunca podría alejarme de Yelizaveta ni hacerle daño,
porque la amo. —
Nikolai, estos planteos son teóricos. Nos limitamos a discutir
posibilidades. —
Tampoco puedo dejarla con su forma de esfera, quiero verla, estar con
ella… Nikolai
tragó saliva varias veces. —
Hay otra posibilidad que no incluimos — dijo por fin — no me preguntó
si quería que Yelizaveta volviera, sin importar el precio —
Dejaría que ella lo asesine —
Sí. —
Me temo que no es una posibilidad, sino una certeza. Usted lo vio en su
futuro; además, es su reacción lógica. Ella no tiene control sobre sus
actos. Para dejar de ser esfera, no hay otra salida que el odio. —
Quiero volver con ella y viviremos juntos. A pesar de la profecía que
presencié esta tarde, no creo que vaya a matarme. —
Yo no estaría tan seguro. —
Si es así, yo mismo pondré un arma en sus manos. No puedo seguir
viviendo en estas condiciones. —
Es su vida y la respeto, pero debiera meditarlo mejor. —
Le propongo algo, doctor. Yo iré a mi casa con Yelizaveta y usted nos
buscará al amanecer. Se hará cargo de mi cuerpo si me ha matado. Si no,
seguiremos esperando… El
médico intentó disuadirlo una vez más, pero Nikolai tomó la esfera y
la apretó contra sí. —
Me voy, Petrov. Decido quedarme con mi esposa. 6 El médico le prestó un bolso para proteger la esfera. Al
salir a la calle, Nikolai abrió la cremallera. Sentía que la esfera
necesitaba respirar. Soplaba una brisa fresca. La luna brillaba y podían
verse claramente las estrellas. Nikolai suspiró. Prefirió
caminar las treinta cuadras que lo separaban de su casa. Al mirar el
cielo, descubrió que la luna llena también era una esfera. Las copas
redondas de los árboles del parque, la bóveda celeste, las estrellas.
Nunca había reparado que en la noche había tantas esferas —
¿Recuerdas Yelizaveta cuantas noches anduvimos juntos bajo este cielo?
Somos los mismos. No importa que tu forma haya cambiado… Se
detuvo al escuchar algo extraño dentro del bolso. Los rayos azules producían
un sonido suave y uniforme,
como un gato cuando lo acarician. Nikolai sintió que ese rumor expresaba
las palabras de Yelizaveta. —
Si, querida, yo también huelo la noche. Estamos en primavera y hay aroma
a azahares. Yo también siento la caricia de la luna. Si tuvieras pies,
caminaríamos descalzos en la hierba como acostumbrábamos, para
humedecernos las plantas con el rocío. Un
transeúnte solitario lo miró con miedo. Él no podía escuchar el
ronroneo de Yelizaveta dentro del bolso, los sonidos que subían y bajaban
como en una charla plácida y serena. Recordaron los días en que se
conocieron, cuando ella hacía la esfera perfecta en la playa, las dos
semanas que duró la luna de miel. Todos comentaban que eran la pareja
ideal. Las
voces de los amantes cantaron a coro viejas canciones,
recordaron bromas e hicieron planes. El murmullo de la esfera
resonaba en el cuerpo de Nikolai. Atravesó callejones solitarios y se
cruzó con sujetos que quizá pensaran en asaltarlo, pero al verlo se
apartaban con miedo. Algunos perros ladraban amenazantes y al escuchar el
murmullo de la esfera, se alejaban atemorizados y llorando. Frente
a su casa aguardaba un automóvil verde. En su techo giraban las luces de
la policía. La esfera hizo silencio y Nikolai se detuvo. Un hombre
corpulento bajó del vehículo, se acercó a él y exhibió una
credencial. —
¿Señor Sokolov? Nikolai
asintió con la cabeza apretando el bolso contra su pecho. —
Soy el detective Dolores Sanchís —
¿Qué ocurre? ¿Otra vez me van a detener? —
El problema no es con usted. Estoy investigando la muerte del comisario
Carrasco y busco a su esposa. No se encuentra en la casa. Nikolai
pensó con rapidez. —
Fue a visitar a su prima en el sur. —
Debo registrar la vivienda. Tiene derecho a oponerse, pero si lo hace
regresaré con una orden judicial. Nikolai
abrió la puerta y permitió la entrada al detective. —
Sus huellas son las únicas que se encontraron en la escena del crimen,
incluso en la empuñadura del arma. Lo publican todos los periódicos —
Piense un poco en lo que dice, detective. Mi esposa estaba desnuda y en
coma. No podía matar a nadie. —
Eso es cierto, y no hay una acusación formal. Quizá haya recibido un
ataque del comisario. No todos estábamos de acuerdo con los métodos de
Carrasco. Sólo queremos conversar con ella. Recién estuve en casa de su
familia y me explicaron que luego de su reaparición habían vuelto a
vivir juntos. —
Se fue ayer. Después de lo ocurrido necesitaba distraerse. No pude
acompañarla por mi trabajo. En
el bolso, la esfera seguía en silencio. La cremallera continuaba abierta
y la superficie sedosa y perlada asomaba como intentando ver lo que ocurría.
El
detective con su acompañante, un robusto policía, subieron a la planta
alta a revisar el dormitorio. Al quedar solo, Nikolai se apuró a cerrar
la cremallera. La esfera pareció suspirar. Al
rato los hombres bajaron. —
Señor Sokolov, resulta extraño que en el cuarto de su esposa estén
todas las maletas y al parecer su ropa. —
Ella viaja con pocas cosas, un bolso y nada más. —
Supongo que conoce la pena por falso testimonio y encubrimiento. El espejo que estaba junto a la puerta reflejaba el rostro de
Nikolai, rojo de furia. —
¿Encubrir qué? ¿No piensan que un hecho como éste podría explicarse
en otros términos que no sean los policiales, el de matar o ser muerto el
de ser delincuente o no? Hay
otras interpretaciones. —
Estoy dispuesto a escucharlas, señor Sokolov. —
Se las daría si las tuviera. No dependen de mí. Si usted hiciera bien la
investigación, podría encontrar al culpable de la muerte del comisario
Carrasco a quien muchos odiaban por su crueldad. —
Volveremos a vernos, Sokolov. Será mejor que nos avise si su esposa
aparece. Mejor para usted y para todos. Cuando
los hombres se fueron, Nikolai abrió la cremallera del bolso. Del
interior llegó un ruido ronco, como si algo se desgarrara. Al sacar la
esfera vio que la piel sedosa caía en tiras, como una naranja al ser
pelada. —
Detente, Yelizaveta — murmuró mientras recogía ropa y alimentos — no
puedes salir ahora, te busca la policía… Como
respuesta, la esfera se peló otro par de centímetros. Nikolai
se asomó a la ventana. El coche seguía frente a su casa. Los policías
esperaban su salida o la llegada de Yelizaveta, pero había una puerta
trasera sin vigilancia. Nikolai
encendió la radio y la luz de la sala, tomó el bolso y una pequeña
maleta con ropas de su esposa. Salió a un ramal de calles que conducían
al río. Ya no se escuchaba el suave ronroneo, sino una sucesión de
gemidos y desgarros. De vez en cuando llegaban aullidos leves, casi
humanos. Poco antes de la madrugada llegó al río, solitario y apenas
iluminado por las luces de la calle. Se detuvo en un puente abandonado.
Las recientes lluvias habían dejado una capa de barro y Nikolai bajó a
la ribera ensuciando sus zapatos y el pantalón El lugar era perfecto para
esconderse por un breve tiempo. En
la orilla apoyó el bolso sobre un tronco y sacó la esfera. Una luz
violeta la iluminaba desde dentro y distinguió una forma humana que se
agitaba bajo una capa gelatinosa. Nikolai se sentó a unos pasos y esperó.
Al rato reconoció el rostro
deformado de Yelizaveta y tuvo que apartar la vista. Nunca había visto
tanto odio. Volvió a mirar; ese afán de destrucción de la mujer que
amaba, era parte de sí mismo. Desnuda,
cubierta de meconio y despidiendo un olor repugnante, Yelizaveta emergió
de la esfera y se abalanzó hacia él. Nikolai no opuso resistencia. Ella
tomó su cuello con ambas manos y lo apretó intentando estrangularlo,
pero resbaló en el barro y cayó llenando de lodo su cuerpo y sus
cabellos. Nikolai se inclinó y la ayudó a incorporarse. Yelizaveta se
aferró a su mano llorando con angustia. —
Todo está bien — la tranquilizó — debemos escondernos. Caminaron
hacia el este y ella entró en las aguas para quitarse el barro y el
meconio. Nikolai abrió la maleta y sacó una blusa, una falda y un par de
zapatos. Yelizaveta se vistió y siguieron caminando tomados de las manos
hasta el ensanche del río. Se detuvieron junto a un muelle con forma de
dragón. —
Querida, la situación es difícil, pero volveremos a vivir juntos y todo
será como antes. Nikolai
miró la luna llena cayendo sobre las aguas. Formaba un triángulo que
llegaba hasta la orilla. —
Tengo un amigo en Brasil. Quizá podamos pasar la frontera y llegar hasta
allí. Me imagino que viviremos en una casa pequeña a orillas de un río
como éste. Seremos felices, Yelizaveta, te lo prometo… Escuchó
un ruido a su espalda y al volverse vio a su esposa sosteniendo el alfiler
de oro que fuera de su madre. La larga y afilada punta brilló bajo la
luna. Nikolai no se movió. —
Mátame si quieres, Yelizaveta. No me resistiré. La
mujer bajó con fuerza su mano, pero vaciló y en vez de hundirlo en la
cabeza de Nikolai, rozó su oreja y lo clavó en el hombro. Se quedó inmóvil,
sosteniendo el alfiler. —
¡Nikolai! — exclamó con tono de súplica. Se
abrazaron, pero Yelizaveta no soltó el alfiler El odio volvió a deformar
sus rasgos y levantó el arma. 7 Una
hora antes del amanecer, el doctor Petrov subió al coche y marchó a casa
de su paciente con el temor de un desenlace trágico. Golpeó
varias veces, pero nadie contestó a pesar de la luz encendida y la radio
a todo volumen. Al recorrer el exterior de la casa, advirtió la salida
trasera. El
médico estaba habituado a visitar mundos paralelos y tenía el instinto
ejercitado para percibir lo que era invisible a los demás. Ahora vio el
fantasma de Nikolai caminando hacia el río. Transportaba la esfera en el
bolso y en la otra mano una maleta con ropas y algunos alimentos. —
Es reconfortante que tome en serio la atención de sus pacientes, doctor
Petrov. No
había escuchado llegar al policía. —
Soy médico y cumplo con mi deber, detective Sanchís. —
Doctor, usted sabe que soy un admirador suyo, pero en este momento estoy
en mi trabajo y debo preguntarle qué tiene que decir a la policía sobre
Nikolai Sokolov y su esposa —
Debe saber que hay una ley que protege el secreto profesional. Yo también
busco a Nikolai y a Yelizaveta. Estoy tan desorientado como usted Esperaba
encontrarlo en su casa, pero está vacía. —
Doctor, es evidente que Sokolov se marchó por la puerta trasera.
Reconozco que logró burlar nuestra vigilancia. —
¿Y por qué lo vigilan, detective? ¿De qué lo acusan? —
A él no. A su esposa. Es pública la noticia que la vincula al crimen del
comisario Carrasco. —
Si la veo le diré que se presente. No tengo dudas que la señora Sokolov
cumplirá con la ley. Si me disculpan, me esperan mis pájaros y mis
plantas. Debo alimentarlos… Bajo
la mirada inquisidora de los policías, el médico subió al coche y volvió
a su casa. Allí buscó las varas de radiestesia. —
Deben estar listas muchachas — susurró — Buscarán aquello que
aparezca en mi mente. Las
varas contestaron con un canto entusiasta de afirmación. Mientras
conducía hacia el río, Petrov rogaba que no fuera tarde. Tenía como
norma respetar la iniciativa de sus pacientes, pero en este caso el
peligro de muerte era seguro. Llegó
al puente que se extendía al oeste de la ribera. Calzado con gruesas
botas, seguiría a pie por la orilla cubierta de barro y arena. Las varas
de radiestesia detectarían a Yelizaveta y Nikolai, en quienes Petrov no
dejaba de pensar. El
sol asomaba cuando llegó al extremo este, donde el río se ensanchaba y
el muelle con forma de dragón penetraba en las aguas. La marea alta
dejaba ver tan sólo la cabeza del ofidio, orientada al sur. Las varas
estaban atentas. De vez en cuando vibraban, procurando descubrir los
contenidos del pensamiento de Petrov. El médico las dirigió sin
resultados al norte y al oeste. En dirección al sur, cantaron jubilosas. Petrov
entró a las aguas. El horizonte se llenaba de nubes amarillas, rojas y de
un azul profundo. Las varas en sus manos parecieron sollozar. De pronto
hicieron silencio. El
médico creyó escuchar un ronroneo y en un momento el río trajo a sus
pies el par de esferas. Una era perlada y la otra de un gris pardo. Petrov
las observó atentamente: los rayos azules vibraban en las superficies,
como el ronroneo de un gato; como si dialogaran. Las
tomó con cuidado, salió del río y caminó hacia su coche mientras el
sol ascendía en el horizonte. |
Ricardo
Iribarren
Dirección
Nacional de Derechos de Autor — Registro Número 10-199-335
Colombia, 01-Dic-2008
Ir a índice de América |
Ir a índice de Iribarren, Ricardo |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |