Lejos de Casa, fragmento novela de viviana marcela iriart Novela dedicada a Joan Báez |
Caracas,
Diario de Lamentaciones. Tal
vez Vicky tenga razón. ¿Cuántos años lleva ella en el país? Diez,
doce tal vez. Llegó más joven que yo. Ama Chile pero también ama esto.
Si yo pudiera. Si
yo pudiera dejar de pensar cómo eran las calles de La Plata en primavera,
olvidar el aroma de los naranjos en flor, el perfume de los tilos. Si
yo pudiera olvidar la sensación de mis pies fríos al pisar la escarcha
en las heladas mañanas de invierno. Si
pudiera no recordar que allá quedaron mi madre y mis hermanas, mis
amigas, mis estudios. Si
pudiera abrir los ojos una mañana y descubrir las cosas bellas que hay en
esta ciudad; si pudiera dejar de vivir con las valijas hechas. Si
pudiera aceptar que en Argentina todos siguen viviendo aunque yo no esté
con ellos. Si
pudiera olvidar el sabor de los buñuelos de banana de mamá y los mates
calientes en las lluviosas tardes de invierno. Si
pudiera aprender a vivir sin las cuatro estaciones. Si
yo pudiera. Si yo pudiera vivir sin olvidar nada y aprendiendo todo. |
-
Air Panamá les anuncia que en 10 minutos arribaremos al Aeropuerto
Kennedy en la ciudad de Nueva York. Les rogamos ajustarse los cinturones
de seguridad y respetar la señal de no fumar. Si
yo pudiera dejar de llorar como una tonta. Decirle
a mi miedo que se tire al océano. Si
yo pudiera no haberme ido de Caracas. Si
yo pudiera. Córdoba,
enero 1979. En
la comuna hay mucho trabajo. La
feria esta por comenzar y es mucho aún lo que queda por hacer. Yo
aprendo rápido las cosas más sencillas y poco a poco las manos se me van
encalleciendo. Mario
trabaja el cuero de un modo excepcional,
combina maravillosamente colores en dibujos extraños y delicados
que graba sobre carteras y tapices de cuero. Yo estoy fascinada con él.
Sus manos están completamente pintadas de todos colores y ya no hay
nada que pueda limpiarlas. Mario es alto y delgado, muy suave,
tiene 18 años, cinco menos que Danny que es su opuesto: bajito, nervioso,
conflictuado. Todas las tardes Mario ceba mate y me pregunta cómo me siento. Yo estoy con
mucho miedo pero no le digo nada, ya tiene bastante con sus propios
problemas y demasiado hace al tenerme en su casa.
Siempre le digo que estoy muy bien. El me mira sin creerme pero no
insiste. Sus mates son tan dulces como él y, acompañados de tortas
fritas, hacen las tardes inolvidables. Danny, sentado en un rincón, nos
escucha hablar tocando su armónica. Danny
y yo dormimos en una carpa en medio de los árboles frutales. Mario
y Silvia en las dos únicas camas que hay en la casa. Una noche cae una
torrencial lluvia y nos
despertamos con la carpa cubierta de agua. Recogemos rápidamente todo y
corremos hacia la casa. Mario, que no dormía, nos espera en la puerta con
toallas para secarnos. Amorosamente nos cede su cama y se va a dormir a
una hamaca. Danny
bebe mucho y nunca se emborracha. La nariz le gotea a veces como si
tuviera gripe. Siempre se ríe mucho de mí, que no sé distinguir una
planta de marihuana de una de lechuga. La
Feria de Cosquín ha comenzado. Todos
los mediodías hacemos dedo en la carretera para ir y en las noches para
regresar. A veces tenemos suerte y nos levantan en seguida, otras pasamos
algunas horas bajo el sol. Silvia
es la que más rápido consigue transporte, porque Joel es un buen gancho.
Para
mí, que nunca he salido de mi casa ni de mi ciudad, todo es una novedad.
Nos divertimos mucho y aunque el miedo no me abandona y me siento
en estado de shock, la buena energía de todos ellos es una bendición que
no sé cómo agradecer. Estoy
con Danny en la panadería del pueblo cuando veo, a través de un espejo,
a uno de los policías de mi trabajo. Está
en la calle mirando para adentro. Siento
que voy a desmayarme. Me
acurruco al lado de Danny y le cuento al oído lo que está pasando. Danny
mira y el policía ya no está.
Dejamos
pasar un rato y salimos a la calle. No
caminamos, huimos. Al
doblar una esquina lo diviso, una cuadra más arriba, con otro policía. Preparo
rápidamente la valija. Danny
se sienta en una esquina de la cama, cierra los ojos y se pone a tocar en
la armónica “Los sonidos del silencio”.
Mario
grita desde la cocina que es hora de partir. Danny
dice: -
Vos no me vas a extrañar. Me
acerco y le doy un rápido beso en los labios.
El no dice nada, se levanta y sin dejar de tocar se va a la cocina
donde Mario, Silvia y Joel nos esperan. Todos
son generosos y magníficos y me ofrecen regalos. Danny, su música; Mario
las fotos que nos habíamos sacado; Silvia un poema escrito en un papel
que escondió, sin permitir que lo leyera, en mi bolso y un paquetito con
comida para que aguantara el largo viaje. -
Lo preparamos junto con Mario - dice bajando los ojos. Yo no sé qué
decir, qué ofrecerles, y sólo puedo abrazarlos fuertemente uno a uno, en
silencio, escuchando nuestras respiraciones cortadas por el llanto que
aguantamos. Ya
estamos saliendo de la casa cuando
Mario, tímidamente, saca detrás de su espalda
una hermosa túnica blanca y ofreciéndomela dice: -
Es para vos - y los ojos se le llenan de lágrimas. Parado en la puerta de
calle, fumando ansioso, Danny observa. -
Vamos, que se le va a hacer tarde.- dice haciendo aros con el humo. Yo
me pongo la túnica y nos vamos. Me
rodean en el andén previendo la posibilidad de que estén los policías. Cuando
los saludo desde la ventanilla respiran aliviados. Danny
es el último en desaparecer, corre
al lado del micro hasta que este agarra
velocidad y lo deja atrás, solo, con el cabello revuelto y la mano
alzada. Como
dos estrellas que se van apagando veo las manos, más lejos aún, de
Silvia y Mario. Aeropuerto
Kennedy, Diario de Lamentaciones. ¿Cómo
será su voz? ¿Será simpática? ¿Y si no lo es? ¿Me atreveré a
pedirle ayuda? Dioses, estoy sudando. Si no me atrevo no sé qué haré. ¿Por
qué? ¿Por qué se me habrá ocurrido irme de Caracas así, casi como
huyendo, y sin dinero para pagarme hospedaje? Todo mi capital asciende a
500 dólares, con los que pretendo pasar dos meses recorriendo Estados
Unidos y llegar, vía carretera, a México, país en donde me gustaría
quedarme a vivir. Del
otro lado de la línea telefónica siento unos pasos que se acercan. -
¿Habla Blanca? -
Sí. -
Hola, mirá, mi nombre es Sandra y soy amiga de Edgardo, el periodista
argentino que vive en Caracas, ¿te acordás de él? -
Sí claro, ¿cómo está? -
Bien, bien, mirá, te manda unas cartas y... bueno, acabo de llegar, estoy
en el aeropuerto. -
¿Primera vez? -
Sí, sí, primera vez.- -
¿Y en qué hotel vas a alojarte? -
No, no, en ningún lado... es decir... tengo unos amigos acá que van a
alojarme en su casa pero.. no los encuentro. -
Hay unos hoteles bien económicos, si querés puedo darte la dirección de
alguno.- ¡Oh no! ¿Qué voy a hacer? Tengo que atreverme, tengo que
atreverme o me suicidaré en el río Hudson. -
Gracias, pero es que... tengo muy poco dinero, no me alcanza para hotel,
eh, esperá un segundo que se me va a cortar la comunicación, un momento
no más ¿sí?, por favor - malditas monedas, dónde están, donde. ¡Ah,
por fin! - Ya, ya puse más monedas, mirá... ¿sería mucha molestia si
por esta noche pudieras alojarme en tu casa? Y perdoná la confianza. -
En realidad... en fin... tengo un colchón. Sino te molesta dormir sobre
un colchón en el suelo. Cómo
va a molestarme. Mis amigos no existen. Blanca es el único contacto que
tengo en Nueva York. Y
bien, aquí estoy. Parada
frente al río Hudson. El
otoño neoyorkino acabando. Un
viento suave mece las hojas
que caen sobre la calle Riverside. Poca
gente. Algunos
perros con sus dueños. La
tarde cae melancólicamente sobre el río. Blanca
trabaja a pocas cuadras de aquí y estoy esperando que cumpla su horario. Y
bien Nueva York, he llegado. Yo,
Sandra, exiliada argentina de 22 años, he llegado. Un
zaguán oscuro y pequeño, con un espejo rectangular a la izquierda y una
maceta de barro con una planta casi seca en el centro. Una
escalera olorosa, sucia y en penumbras. Unas
paredes en donde la humedad ha creado paisajes sicodélicos. Una
puerta gruesa de madera que suena escandalosamente al abrirse. Llegamos
al departamento de Blanca. Un
diminuto corredor y a la derecha, un cuarto sin ventanas y sin muebles,
con un colchón en el suelo. Un
afiche de Janis Joplin a punto de caerse, un cajón de madera con algunos
libros dentro y una lámpara de noche sobre la parte superior. En
el ángulo entre dos esquinas han colocado una soga: es el ropero. Blanca
me dice que deje ahí la valija. Será mi cuarto por una noche. La
sala. El piso es de madera, como en toda la casa, desteñido, inclinado un
poco hacia el lado izquierdo. Los primeros momentos me siento algo
mareada. Unas
ventanas pequeñas que dan a un minúsculo patio en donde se tropiezan
inmediatamente con otras ventanas iguales de pequeñas. Miro. En algunas,
un rostro ido aparece por ellas. En
el costado izquierdo una pequeña mesa de madera, redonda, y dos sillas,
también de madera, algo destartaladas. Un
poco más allá, la heladera.
Blanca
la abre para guardar un trozo de queso y veo: tres huevos, una planta de
lechuga, un vaso con dos cepillos de dientes y una pasta dentrífica. -
Es por las cucarachas - dice Blanca. Un
colchón de dos plazas ocupa la mayor parte del espacio. Ahí duerme
Blanca con sus recuerdos. Hacia
la izquierda, el último cuarto. Las
mismas ventanas pequeñas. Unas
mantas sobre el suelo. Una
valija abierta con ropa desordenada. Un
cenicero que dice “Soho’s Bar” lleno de colillas. Sobre
el costado izquierdo una gran cortina azul con florcitas rojas tapa algo:
el baño y la tina. La tina es grande, enorme, muy vieja, encantadora. Se
sube por una pequeña y desnivelada escalera de madera. Una manguera gorda
y larga conectada a la canilla. Cuando esta se abre el agua sale en un
chorro violento y frío, friísimo. En
este cuarto vive un delgadísimo y místico hippie argentino a quien
Blanca, por solidaridad, le ha brindado un pedazo de suelo. Es
el departamento de Blanca en el Grenwich Village. Me
parece tan romántico. Pero
no a ella, que tiene que vivir en él todos los días. Blanca,
por suerte, es realmente simpática además de bella: alta, rubia, de
hermosos ojos celestes. Tiene 38 años, es periodista y trabaja en una
imprenta que unos amigos argentinos tienen en la calle Broadway, en el
propio centro del barrio latino. Llegó a esta ciudad huyendo, como tantos
otros argentinos, después de pasar por Caracas y Madrid. -
A veces -me confiesa- cuando llega el otoño y van desapareciendo
lentamente las hojas y la ciudad se pone tan gris, a veces me confundo y
creo estar en Buenos Aires. Entonces miro a mi alrededor, paro la
oreja,otro es el idioma, el acento, observo
a la gente y me doy cuenta, una vez más, que no, que no es cierto.- y la
tristeza le cubre el rostro. Esa
Buenos Aires suya, adorada, que
hace cinco años no ve. Se
divorció hace poco y se siente un poco sola ahora, un poco triste. Así
que vamos al cine, a los café, a los museos y en las noches,
invariablemente, a la Washington Square a escuchar improvisados conciertos
y anónimas representaciones que nos deleitan a ambas. Yo
gozo viendo a la gente pasar. Nadie
igual a nadie. Locos,
bellos, desesperados, suicidas, cuerdos y peligrosos. La
humanidad pasa delante de mí y yo, como una cámara indiscreta, registro
todo en mi mente. Llevo
ya una semana en Nueva York. Estoy tan deslumbrada por todo que la
tristeza ha ido cediendo poco a poco. Camino mucho. Paso casi todo el día
caminando sola. Blanca sale de su trabajo a las siete de la noche. Tal
como habíamos quedado llamo a Elly, mi amiga de Caracas, que acaba de
llegar de vacaciones. Me invita para ver “42th. Second Street”, la
famosa comedia musical que lleva años en cartelera. Cuando me entero el
precio de las entradas quedo apabullada: 50 dólares cada una. Después de
la función me invita a comer pizza con vino. Velada deliciosa. Elly, que
al principio me parecía tan extraña, tan ajena a mí, ha resultado ser
una excelente compañía. La acompaño a su hotel y me voy caminando sola
por la Quinta Avenida, más sola y aburrida que nunca a las doce de la
noche con todos sus maniquíes dormidos. Tengo un poco de miedo. Voy
a la oficina de Amnistía Internacional y me hago amiga de un chico
mexicano, que me lleva al Queen a ver un grupo de Amnistía que está
trabajando por la libertad de mi tía. Son todos judíos, alrededor de los
30 años, simpáticos pero aburridos. Hago un intento por hablar en inglés
y a veces me entienden, otras se ríen. El mexicano hace de traductor. Una
noche salimos con Blanca y el hippie a buscar cerveza. En el camino, de
regreso, nos encontramos con dos amigas suyas y nos sentamos en las
escalinatas de una casa a charlar y beber. La noche está tranquila. Un
poco húmeda. La calle, de viejos y tupidos árboles, está muy
concurrida, parece un día de fiesta y es martes; una de las amigas de
Blanca, sin preocuparse ni
intentar disimular su acción, prende un cigarrillo de marihuana. Yo estoy
sorprendida. Blanca no fuma y yo tampoco. Otro
día. Paso buscando a Blanca por el trabajo y de ahí nos vamos al cine a
ver una película de Fassbinder, en alemán, subitulada en inglés.
Mientras cenamos Blanca me hace la traducción. De regreso encontramos en
el buzón un aviso de desalojo: tiene 48 horas para dejar el departamento.
Ella se lo esperaba y se lo toma con calma, empezamos a empacar. Blanca
se instala en lo de unos amigos. El hippie se ha quedado esperando el
desalojo. Yo paso unas horas en tránsito en el departamento de una señora
uruguaya que, ante la imposibilidad de alojarme allí, me deriva a lo de
una familia peruana. Llamo a Elly para contarle las novedades y me invita
a cenar. Al día siguiente me acompaña a la terminal de micros. Por 98 dólares
compro un boleto hacia San Francisco, con posibilidad de hacer dos
escalas. El viaje, Elly ha preguntado, dura seis días. Buenos
Aires, febrero 1979. Bruscamente
se bajaron las persianas de los cuartos y las puertas de entrada fueron
cerradas con doble llave. El
grito de auxilio ha quedado pegado a las paredes pero nadie lo oyó.
Jueves. Tres de la tarde.
Sol y viento. El
Flaco sólo puede dejar como prueba de su paso por esa calle una hilera de
sangre. El
recurso de Habeas Corpus es rechazado. Maren
entra en la clandestinidad y se reúne conmigo. Quiero
una respuesta, necesito una respuesta, desespero por una respuesta, exijo
una respuesta, muero por una respuesta. ¿Se
hunde su cuerpo en el Río de La Plata y un bagre le besa un dedo? Domingo
en Buenos Aires. Maren
y yo, sentadas en un viejo café, evaluamos la situación. La
ciudad pasa alegre como si estuviera en otro país. El
café cortado que no terminamos de tomar. En
medio del terror nos hacemos un tiempo para las bromas. Que
no perdiéramos la esperanza, por Dios, que no la perdiéramos. Y
los ojos de Maren: ¿llora gritando mamá? A
las nueve tomamos el micro de regreso a La Plata. “Al
compañero llamado El Flaco lo trajeron un día al campo con heridas de
bala. Como sangraba mucho y las balas no habían salido, a las pocas horas
se lo llevaron al hospital. No fuera que se les muriera sin largar la
información. En ese momento a mí me trasladan a otro lugar del campo y
paso tres días bajo tortura, sin recibir alimentación ni agua. Ante el
estado en que me encontraba me llevan a enfermería y ahí me vuelvo a
encontrar con él. Lo habían operado y tenía las heridas abiertas por la
tortura.... (“Informe sobre los campos de concentración argentinos”). La
noche era peor que el día. Una
hoja que cae suena como un paso. El
silbido del viento una sirena. Un
micro que frena de golpe, un patrullero. Un
gato callejero que roza la puerta, una mano girando un picaporte. Estados
Unidos, Diario de Lamentaciones. Después
de una semana abandono Nueva York con un carta firmada por más de
doscientas personas pidiéndole a la dictadura argentina que libere a mi tía
Camila. Mi meta es conseguir dos
mil firmas y para lograrlo
tengo varias semanas y ciudades por delante, además de países, porque
pienso ir a México. Siempre
me sentí atraída por México. Además de las películas y la música,
supongo que la influencia más grande fueron los argentinos y argentinas
que en los años 70 regresaron al país de su exilio en ese país, con
algo de acento y mucho amor por lo azteca. Lo cierto es que desde que
llegué a Caracas he pensado en mudarme al país del norte que parece del
sur. Además de mi amor, sin fundamento todavía, hay otro motivo que me
hace querer vivir allá: hay
una colonia de exiliados argentinos muy grande, no como en Caracas que
somos tan pocos; que trabaja muy bien por los presos y los desaparecidos,
no como nosotros que estamos tan dispersos y poco asertivos. México es el
final de mi camino y espero quedarme a vivir allá. Por
lo pronto abandono Nueva York con mucho mejor ánimo del que tenía cuando
llegué, entusiasmada por la ciudad y su gente. Contenta porque mi amiga
Maleska, de Amnistía Internacional, me invitó a pasar un fin de semana
en Boulder, Colorado, y me paga los gastos. Y porque después llegaré a
San Francisco, la ciudad histórica de los 60 en donde mi admirada Joan Báez,
mi gurú, pasa tanto tiempo (vive muy cerca, en Palo Alto), trabaja en la
sección de Amnistía Internacional y espero que la suerte esté de mi
lado y pueda conocerla. Dejo
Nueva York, después de siete días, como se deja una ciudad en la
que se ha vivido toda la vida y a la que se ama: con el sentimiento de que
volveré en cualquier momento. Porque
una siempre vuelve a los lugares que quiere. Y
los lugares que se quieren siempre esperan el regreso de la gente que los
ama, no importa el tiempo que pase. Después
de quince meses de exilio es una bendición pasar una semana sin sentirme
extranjera. He
recuperado mi condición humana. |
©
Viviana Marcela Iriart
LEJOS
DE CASA
Caracas
1983
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