Esta
historia que voy a contarles sucedió hace mucho. En una época en que
hombres y mujeres se desvivían, desolaban, revivían y morían, simbólicamente,
por pasiones tan primitivas y lejanas como el amor. Una época en que el
amor se hacía cuerpo a cuerpo, sudor contra sudor, gemido sobre gemido.
Después llegó Internet. Y la paz a los corazones. Y el aburrimiento. Será
por eso que mis jóvenes amigas disfrutan tanto con esta historia y me
piden una y otra vez que se las cuente.
Todo sucedió en una semana. En apenas siete días y siete noches. Un sábado
tenía cuarenta años, el siguiente cien. Me volví sabia. Y esa sabiduría
producto del placer, que siempre está ligado al dolor, no me envejeció.
Por el contrario, puso en mis ojos un brillo único y perenne, con el que
todavía seduzco a las personas que prefieren los ojos humanos a los de
las computadoras. Yo nací, morí y volví a nacer en una semana. Después
de eso nunca volví a ser la misma. Fui mejor.
CAPITULO I
Fabián me habla por teléfono. Mientras lo escucho miro por el
ventanal de la sala: Juan, el jardinero de la eterna boina negra, recoge
los residuos de la pirotecnia usada para despedir al año.
- ¿No le diste franco? -pregunté a Abuela al verlo, mientras desayunábamos.
- No tiene familia, almorzará con nosotros. Le dije que no hiciera nada
pero ya conocés a Juan, si no hace algo se muere.
Abuela es de origen aristócrata pero anarquista. La adoro. Sus
antepasados pelearon, y se destacaron, en las luchas por la independencia
en el siglo diecinueve y a punta de matar indios se fueron quedando con
miles de las mejores hectáreas de la provincia de Buenos Aires. Abuela
siempre sintió vergüenza por esa fortuna amasada con sangre, como si el
dinero casi siempre no se obtuviera de esa forma. Ella tiene chofer pero
prefiere, a sus ochenta años, subirse a su bicicleta roja e ir a comprar
el pan en la panadería que está en el centro del pueblo.
- ¿Para qué tenés chofer? -le dice mi hermano maliciosamente, porque no
la entiende.
- Para crear una fuente de trabajo. ¿O vos no sabés que hay desempleo?
–le responde ella con una sonrisa burlona, sin inmutarse.
Abuela tiene una hermosa cabellera ondulada, fuerte, de moderno corte, que
brilla intensamente bajo el sol y en las noches se ilumina como una perla.
El cabello de Abuela, que quedó completamente cana a los cincuenta años
y se negó a teñirse pese a la presión familiar y social, fue siempre
motivo de conversación, porque nunca se ha visto un cabello blanco,
negro, rubio, más seductor que el de ella. Abuela lo sabe y cuando anda
en su bicicleta juega a conquistar al viento, a los árboles, a los ojos
que espían tras las ventanas a tan especial y adorable señora. Ella
regresa a la casa tan feliz, con la cesta cargada con pan caliente, que
los pájaros parece que cantaran sólo para ella. Yo la visito una vez al
año, por pocas semanas, y nunca me canso de admirarla con los ojos.
Abuela es hermosa porque nunca permitió que el mal se instalara en sus
venas por mucho tiempo. Abuela perdona pero no pone la otra mejilla. Sus
ojos negros, profundos, guían como faros en la noche a las almas
perdidas. Abuela es la gurú de una secta que no tiene nombre pero sí
cientos de seguidores. ¿Lo sabe ella? Cuando se lo digo ríe y su rostro
adquire la frescura de una adolescente. Abuela casi no tiene arrugas
porque nunca supo lo que era el odio. La rabia sí. Los bisabuelos la
conocían bien. Junto con la herencia dejaron un testamento en el cual
impedían que se despojara de sus posesiones. Abuela no se amilanó.
Convirtió la estancia en una cooperativa agrícola.
Abuela es pequeña, no alcanza el metro sesenta, y es tanta su energía
que cuando camina parece que avanzara en sus pies un batallón de infantería.
Adora cocinar y prepara sabrosos platos para ella y para sus invitados,
que nunca faltan a diario en su casa. Comer en su mesa es llevar a la boca
los más deliciosos manjares. Abuela no se priva de nada, come con alegría
y en abundancia, bebe con placer el vino que cosechan sus nietos y en su
estómago siempre hay un lugar especial reservado para los postres.
- ¿Me estás escuchando? –dice Fabián trayéndome a la realidad.
- Claro. Me estabas hablando de un fiesta de disfraces. ¿En casa de quién?
- No los conocés. Es un matrimonio que se mudó el verano pasado, cerca
de la casa de tu abuela y construyeron un chalet muy lindo de dos pisos,
algo excéntrico para este pueblo en opinión de varios pobladores. Pero a
mí me encanta, y ellos son divinos, estoy segura de que te van a
encantar.
- ¿El chalet pintado de lila suave?
- Exactamente.
- Qué curioso. He pasado varias veces por allí y siempre me llamó la
atención. Me preguntaba quiénes osaban desafiar de esa manera la férrea
tradición del lugar.
- Bueno, ahora tenés la oportunidad de conocerlos. ¿Venís?
- ¿Qué día dijiste?
- El cinco. Víspera de Reyes.
CAPITULO II
Me encuentro más en los recuerdos de los otros que en mis propios
recuerdos.
Quizá porque me he mudado tantas veces de casa y de país, ya no hay en
mi memoria espacio para el recuerdo.
Es por eso que cada vez que vengo me encuentro con la niña y la joven que
fui y no la reconozco.
Así, de los retazos de los recuerdos de los otros, reconstruyo mi pasado.
No siempre tengo ganas de que eso suceda.
Pero los que nunca se han movido, o lo han hecho poco, tienen una obsesión
por volver al pasado, porque es la única forma que tienen de irse.
CAPITULO VII
(...) Me alejo y me siento en un sillón. Qué placer poder mirar sin
consecuencias. Me gusta observar a la gente, adivinar sus vidas por sus
gestos, un gesto dice más que mil palabras.
En este país las personas, en general, tienen la mala costumbre de vivir
no como quieren sino como deben, siguiendo normas que nadie sabe quién ni
cuándo creó. El uso de la libertad es un derecho duramente castigado. Es
como si dijeran: si yo me someto, todos deben someterse.
Siempre
que regreso siento que me colocan un corsé, y encima de una talla más
pequeña del que me corresponde.
No encajo, nunca encajé.
Quizá por eso me fui.
Porque a una extranjera se le tolera que no conozca las reglas,
simplemente está fuera de ellas.
Una extranjera, además, nunca encaja, desde el exacto momento en que abre
la boca y un acento extraño golpea los oídos nacionales, molestando.
Pero duele menos ser extranjera en país ajeno que ser tratada como
extranjera en tu propio país.
Ninguna diferencia se perdona, racial, sexual, religiosa, pero la
diferencia que menos se perdona es el ejercicio de la libertad. Por ella
supuestamente matamos pero por sobre todo, nos matan.(...)
CAPITULO XI
Pasan tres niños pequeños montados en un viejo caballo grande.
Pasa la niña que fui yendo a la escuela en sulky.
Los niños ríen, son felices.
También yo lo era, entonces.
Se paran delante de una mora rozagante de frutos y las manitas revolotean
en el aire, desesperadas.
El caballo pasta, tranquilo, indiferente a sus brincos.
La mora baja sus ramas para amamantar a los niños con su leche negra.
|