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Quemar naves |
La noche del 20 de noviembre de 1968, partió el activista político de Río Bravo al Distrito Federal para instalarse aquí de manera definitiva. No fue aquella una decisión personal que sólo implicara dejar la pequeña población tamaulipeca, asentada entre Matamoros y Reynosa, y además sede de los comités regionales de la Central Campesina Independiente, la Juventud Comunista de México y el Partido Comunista Mexicano. Fue, sí, lo recuerda bien, una decisión tomada por la dirigencia de la organización juvenil que se encontraba severamente mermada al tener a la mitad de sus integrantes en Lecumberri, símbolo de la prisión política hecha método de gobierno por Díaz Ordaz, tras el inicio del movimiento estudiantil y popular de 1968 y no digamos con la derrota el 2 de octubre del mismo año. Aún recuerda que lo que para él implicaba quemar las naves, era una decisión que podía acatarse o declinarse, pero a los 18 años de edad cumplidos el tamaulipeco optó, sin titubear, por lo primero, pues desde hacía cuatro meses dedicaba su tiempo a la JCM, integrada mayoritariamente por campesinos y jornaleros, y en menor medida por obreros urbanos y estudiantes. También participaba en algunas tareas de la CCI y del PCM. De tal suerte que cuando le informaron de la necesidad de trasladarse al Distrito Federal –México, a secas, le llamaban por aquellos sus rumbos– para contribuir junto a Raúl Ramos Zavala, de Monterrey, Nuevo León; Fabián González, de Guadalajara, Jalisco; Jaime Alcaraz, de Chilpancingo, Guerrero; y Antulio Ramírez, de Uruapan, Michoacán, a las tareas que los encarcelados ya no podían realizar, no sólo le pareció fascinante sino un indescifrable reto que moralmente estaba obligado a afrontar. No le importó, entonces, que a la mayoría de aquellos jóvenes presos sólo los conocía por el semanario La Voz de México y antes por la quincenal Política, que dirigía el inolvidable Manuel Marcué Pardiñas, también por Nueva Vida. Exactamente igual que ahora, pues aboga desde el periodismo por la liberación de varios de los centenares de prisioneros de conciencia y políticos, y por todos ellos juntos a través de la ley de amnistía general que impulsa la admirable tía Rosario Ibarra, sin reparar en la exquisitez del trato personal o no. Claro está que el compromiso que adquirió era radicalmente superior a la indispensable abolición de la prisión política como institución del autoritarismo presidencial. Se trataba de sustituir en el quehacer a jóvenes universitarios que bregaban con mejores instrumentos del conocimiento que él y mayor experiencia, por la transformación socialista de México. Ni siquiera reparó en aquellas evidentes diferencias y no precisamente por soberbia, sino porque estimó que cuando los deberes políticos, ideológicos o simplemente éticos, se presentan en la vida, se afrontan o no. Y se invierten los mejores esfuerzos.
Además le resultaba enigmático cambiar el norte de Tamaulipas como
centro de operación por la megalópolis que, aunque previamente había
visitado en
tres ocasiones, era una gran desconocida que todavía no acaba de
recorrer. Más de cuatro décadas después, sin aquella temprana y acertada decisión, reforzada también con su inicio en el tan riesgoso como fascinante y adictivo oficio de escribidor, en abril de 1970 en la revista Oposición, seguramente no estaría ahora frente a la pantalla de la computadora, instalado en el rescate de estos recuerdos más colectivos que personales, para que el relator se los comparta. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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