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Primer encuentro |
La fémina más respetada en todas las latitudes, culturas, religiones, clases sociales y países de verdad –porque también los hay de a mentiritas–, es la muerte. Si no es femenina, por lo menos posee el artículo. En cualquier caso todos le rinden reverencia, respeto. En el mejor de los casos toman sana distancia, como decía aquel presidente mexicano respecto de su septuagenario partido en vías de abandonar parcialmente Los Pinos. Medio cuerpo afuera. Medio cuerpo adentro. César Sepúlveda tomó sus primeras vacaciones en la frontera de la entonces República Democrática Alemana, con Checoslovaquia. Para él era una extravagancia dejar de trabajar o de estudiar. Pero la escuela decretó vacaciones, y frente a la tentadora decisión prepararon maletas mexicanos y colombianos, chilenos y uruguayos, también un brasileño. Recibió su primer impacto cuando el camión escolar se desplazaba por modernas autopistas. Preguntar era el ejercicio favorito ante todo lo que no alcanzaba a entender a satisfacción. En voz baja Ernesto, el profesor de filosofía, contestó: –Se construyeron antes de la Segunda Guerra Mundial. Nosotros sólo las reconstruimos. –¿Cómo fue eso? –Indagó azorado. –Esta parte de Alemania fue la más castigada y destruida por los bombardeos de Estados Unidos. El gobierno imperialista tenía muy claro que el Ejército Rojo ocuparía el sector oriental del territorio alemán y, por ende, decidieron que el costo para la Unión Soviética fuera muy alto. La insatisfacción por la respuesta se dibujó en el rostro del adolescente. Ernesto había parrandeado con el muchacho y hasta perseguido jovencitas, parapetado en él, lo que no libró al cuarentón profesor de terminar rasguñado en cara y brazos una noche de tragos, durante el viaje de práctica a la bellísima Erfurt con su imponente catedral. –Bueno, César. Son autopistas que se construyeron bajo el gobierno de Hitler para desplazar los tanques y el armamento a alta velocidad. Llegaron a un albergue localizado a 20 minutos, caminando desde el poblado de Jöstadt. Estaba muy cerca en realidad. Los 16 grados bajo cero, la oscuridad y las toneladas de nieve que cubrían todo el trayecto, lo hacían más gozoso y retador para los jóvenes latinoamericanos. Además, los profesores les advirtieron que bajo ningún motivo se acercaran a la línea fronteriza. Y que ante el de por sí imperativo ¡Halt!, pero pronunciado por un militar y germano, obedecieran enseguida y se identificaran. Era la tercera semana de diciembre del 67. Ocho meses después, las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia. Y Walter Ulbricht fue uno de los promotores más tenaces para poner fin a la Primavera de Praga. En el bar del poblado, César conoció al primer nativo, un joven con varias cervezas frías en el estómago, tal y como debe combatirse seriamente el invierno, que abiertamente proclamaba el deseo de largarse de su país para hacerse de un coche del año y un departamento que el milagro alemán occidental divulgaba con eficacia mediática, todos los habitantes los tenían al alcance de la mano. Un día antes o un día después, todos los vacacionistas se fueron a esquiar. La diversión era plena. El paisaje de un blanco apabullante, impecable, parecía una hoja punteada por las casitas lejanas que esporádicamente aparecían en el recorrido. Las constantes caídas y sentones en la nieve hacían la tarde más alegre, divertida, festiva. Con un poco de práctica, antesala del dominio, empezaron a esquiar y muy pronto la confianza campeó entre todo el grupo. Al poco rato, todos se sentían expertos. Los gritos de admiración y festejo por lo que –en realidad– eran pequeños avances en el aprendizaje, provocaron una algarabía que dejó de escuchar César repentinamente. Sin que ninguno de sus compañeros se percatara, se había internado en un pequeño bosque. El silencio era sepulcral. Sólo escuchaba sonidos extraordinarios, imposibles de identificar. ¿Los produciría el aire hurgando entre las ramas, las aves, su respiración, los osos, los árboles, sus movimientos enérgicos pero desesperados por salir del conjunto de coníferas? No lo sabía ni le interesaba aclarárselo. Sólo se fijó como meta suprema salir del pequeño bosque que se le hacía inmenso. Y lo logró. –Muy bien. ¿Y ahora para dónde? ¿Al norte o hacia el sur? ¿Hacia el este o al oeste? ¡Ni idea! Lejos divisó la luz de una casita rural. Desplazó el cuerpo y la vista y observó otra. La distancia era tal que, calculó, no tendría fuerzas para llegar. El frío arreciaba; la noche era más noche todavía y los ruidos se multiplicaban. Quedarse allí era imposible: el salvaje frío lo mataría. Suspiró profundo una, tres, seis veces. Se le despejó la mente deshabilitada para ocuparse de pensar en los suyos, su lejanísima tierra, sus intensas y agobiantes vivencias en 17 años, cuatro meses y dos semanas cumplidas. Finalmente, se decidió por una de las direcciones cardinales y, dentro de ella, escogió uno de los muchos caminos que tenía. Salió muy bien librado del primer acercamiento con la muerte y llegó al albergue. Nadie se enteró de su ausencia. Todos cenaban plácida y alegremente. –¿Camaradas? ¡Hijos de la chingada! –dijo para sus adentros. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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