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Perches
Eduardo Ibarra Aguirre
eduardoibarra@prodigy.net.mx

 
 

Trató a Perches desde principios de 1969. Él trabajaba como cuadro profesional era la jerga de aquellos tiemposde la dirección del Partido Comunista Mexicano.

Mientras que el muchacho hacía lo propio en la Juventud Comunista de México.

Aún recuerda muy bien cuando a principios de 1971 viajaron con Campa a Morelia para que el líder ferrocarrilero, liberado el 27 de julio de 1970 junto con Demetrio Vallejo, después de permanecer más de 10 años tras las rejas, fuera objeto de un homenaje de los estudiantes y profesores universitarios, se reuniera con líderes campesinos y con la organización local del PCM.

Jaime condujo el automóvil y se ocupó de la seguridad de Valentín. Durante el traslado la función del joven era de copiloto, para después cubrir el acto para el semanario Oposición y visitar al club de la JCM.

De la nota no quedó registro de publicación, la reunión con el grupo juvenil fue imposible porque Joel Caro no la organizó, sencillamente no existía o bien la intensa agenda de trabajo no se lo permitió. Y el papel de copiloto lo sintetizó Campa Salazar, cuando desvelados, hambrientos y con frío llegaron a la hermosa y acogedora casa de Elvira Concheiro Bórquez en Coyoacán.

El copiloto durmió todo el camino.

No era muy exacto. En el recuerdo sólo quedaba un incontrolable sueño, figuras extrañas en la carretera al Distrito Federal que aparecían y desaparecían conforme se estaba ligeramente dormido o parcialmente despierto, además de ruidos que punzaban los oídos. Una tortura.

No tenía constancia personal de las torturas físicas cometidas por los cuerpos policiacos, mas por alguna razón asoció el viaje de madrugada con los célebres procedimientos de los odiados integrantes de la Dirección Federal de Seguridad dirigidos por Gutiérrez Barrios, obsequiosa y temidamente llamado Don Fernando.

Mucho más cerca de sus vivencias estaban las largas jornadas que comenzaban al atardecer y terminaban al amanecer, como ayudante de operador de buldózer, en la construcción de la pista de aterrizaje para los jet en Matamoros.

Era un ruido reiterativo, mecánico, agresivo. Y prácticamente el mismo recorrido de la pala mecánica para remover tierra. La pesada somnolencia, el ruido y los piquetes de los zancudos nunca los pudo olvidar.

El operador de la máquina, Alberto Martínez, El rápido, con gesto de generosidad sólo aparente le decía:

Muchacho. Échate un sueñito allá, en aquel montón de tierra. Yo te despierto.

El recuerdo nítido de una víbora de cascabel que logró subirse al motor de la máquina, la desconfianza al jefe inmediato y obrero de la construcción, bromista y travieso hasta lo indecible, le impedía aceptar lo que añoraba.

Aquella era otra historia. Pero se le cruzó en el camino de retorno de la capital de Michoacán al Distrito Federal. Porque los ruidos, las figuras y la soñolencia eran harto parecidos.

Perches Manzano estaba o aparentaba estar entero: sin sueño ni frío, sólo con hambre y se fue a su casa a desayunar.

El trato fue más intenso, cotidiano, en el taller conocido como de La Voz de México, formado por una vieja prensa plana de los años 30 que sigue dando batallas en la impresión, aún a cargo de Prócoro; un linotipo que Clemente operaba y mesas para doblar a mano los impresos.

En aquel taller de la calle de Plateros, por el rumbo de La Villa, imprimían, en 1974-75, el quincenario Oposición y con el desmesurado título de jefe de redacción al señor en ciernes le correspondía revisar galeras, planas y dar el tírese. Además, cuando el papel se pegaba a las pinzas debía auxiliar al prensista durante jornadas completas a recibir hoja por hoja.

Mesié Perché le denominaba Rosita Puig, formadora en metalera el responsable del taller antes mencionado y del que en 1976, con nueva prensa, abrió sus puertas a un costado de Patriotismo y Viaducto con el nombre de Impresos Latinoamericanos.

Recuerda aún aquellas jornadas de intenso trato camaraderil y, sobre todo, amistoso.

Desde entonces el periodista entendía y atendía, acaso no con la riqueza que proporcionan los encuentros y desencuentros, los aleccionadores golpes que da la vida, sobre todo para él, formado como estaba en la universidad de ésta, lo siguiente:

La amistad es el escalón más alto de la relación humana. A diferencia de los familiares, uno escoge a los amigos y los acepta o los deja como son.

Le gustaba la frase. La acuñó temprano y se quedó con ella para siempre.

Jaime y el muchacho coincidieron en la organización de diversas reuniones secretas, incluidos los congresos nacionales XVI y XVII de los comunistas, tareas indispensables que con frecuencia contaban con la incomprensión de algunos dirigentes estudiantiles que los estigmatizaban con el marbete de hombres del aparato.

Algunos estigmatizadores, por cierto, se desenvolvieron como importantes funcionarios del foxismo, previo activismo febril de promotores del voto útil en 2000.

El joven y Jaime sortearon desencuentros. La fortaleza de la amistad se los permitió.

Un hecho dibuja de cuerpo entero la calidad solidaria del ferrocarrilero.

Cuando fue secuestrado Arnoldo Martínez Verdugo, el 1 de julio de 1985, el otrora muchacho convertido en señor fue requerido por la Comisión Política del Partido Socialista Unificado de México para que le informara sobre los pormenores del hecho de “una gravedad inusitada”.

Enseguida de proporcionar la información, recibió indicaciones para resguardarse discretamente, no tener ningún contacto con los medios de comunicación y hasta órdenes recibió de Jorge Alcocer:

Entrégale tus llaves del CEMOS (Centro de Estudios del Movimiento

Obrero y Socialista) a Sabino (Hernández Téllez).

Permaneció en la sede de Monterrey esquina con Zacatecas, donde el nerviosismo y el miedo eran la nota más sobresaliente sobre los dirigentes partidistas. Se retiraron, cayó la noche, las oficinas se vaciaron y Jaime como lo llamó a partir de entoncesle indicó en voz baja pero clara:

¡Espérame. No te puedes ir!

Dos veces más insistió en retirarse, cansado y decepcionado por una dirigencia sumida en la impotencia. Y dos veces escuchó la misma respuesta.

Se retiraron hasta el final, como acostumbraba Jaime. Y le explicó:

¡Cómo crees que voy a dejarte ir solo! Tenemos que ver en cuál casa vas a instalarte y si no tienes una segura, pues debo conseguirla. También de qué vas a vivir estos días que pueden ser semanas.

Ése era Jaime Perches Manzano.

Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
© Forum Ediciones SA de CV
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández

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