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Para espantar lechuzas |
Un infernal calor húmedo, como el de cualquier costa, y la tamaulipeca y fronteriza no tenía por qué ser la excepción, se extendía por el vecindario donde vivían Catarino y Graciela, padres de nueve hijos, en una pequeña casita de madera. En la noche colocaban en el patio al sexto y séptimo de sus descendientes para que todos pudieran dormir. El muy lejano recuerdo sólo le permite al hijo número siete registrar que dormían en una agradable cama fresca, seguramente de lona, con cuatro patas de madera. Era a espaldas de la Décima, entre Independencia y Victoria, en donde el padre tenía una cantina, a un costado de la tortillería. Un ligero rocío de las primeras horas de la madrugada hacía más reconfortante el reparador sueño antecedido de minutos que les parecían a los dos niños, largas y tormentosas horas, debido a la profunda oscuridad interrumpida ocasionalmente por el cielo estrellado o una luna espléndida, por los extraños ruidos producidos por el tenue aire y el movimiento en las hojas de un viejo y gigantesco árbol en el que anidaban las aves emitiendo sonidos inquietantes, y que obligaban a los niños a taparse con la sábana todo el cuerpo, hasta la cara. Cuando desaparecía el desagradable ruido provocado por las chachalacas, lechuzas y otras aves, se destapaban los ojos cuidadosa y lentamente, con más miedo que cuidado, sólo para ver si permanecían allí. Para su desgracia, lo primero que veían eran los impresionantes ojos verdes mezclados con el color café de la lechuza con su mirada fija, penetrante, amenazadora para ellos. Aterrorizados se cubrían nuevamente. Y las pláticas y las leyendas de los padres, sin poder distinguir entre unas y otras, agudizaban el miedo hasta hacerlo insoportable: El vecino, viudo, perseguido siempre por las lechuzas porque se lo querían llevar a quién sabe dónde. El amo y señor del emporio algodonero, saturado de prostíbulos en pleno centro de la ciudad, que a sangre y fuego imponía a todos su ley, y el contrabando de refacciones automotrices como un medio para apuntalar el abasto al Valle del Río Grande tejano de la verde y demandada yerba. Doña Licha, mejor conocida como La rusa, mujer amable, conversadora, de sonora carcajada que todos apreciaban y cuya edad no le impedía ocultar su belleza. La tortillería de don Luis y su hijo, quien aprovechaba el éxito económico del padre para amargarles el día, tras la noche de terroríficos miedos, a los dos hermanos y a todos los niños pobres del barrio. Los tacos dorados de carne deshebrada, flautas les llaman ahora, que vendían un par de señoras de gruesos brazos y manos con los que hacían delicias culinarias crepitantes en el aceite hirviendo.
El viudo encontró la mejor forma para
ahuyentar a las lechuzas que se lo querían llevar a nunca se supo dónde:
colocarse una estampita religiosa en la cara, fijada con un seguro que
atravesaba la piel sin asomar la menor señal de sangre. Y así andaba
todo el día. Alimentaba, sin saberlo, la zozobra nocturna de los
pequeños insomnes de aquel 1959. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
© Forum Ediciones SA de CV
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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