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Enseguida del 2 de octubre de 1968 la paz de lo sepulcros se impuso al país. La prisión política, la persecución y el big brother registrando movimientos y desplazamientos de los disidentes fueron los instrumentos predilectos del chacal de la Plaza de las Tres Culturas para asfixiar las voces heridas y dispersas que no alcanzaron lugar en Lecumberri y el Campo Militar Número Uno. Los que batallaban fuera de aquellos espacios, desenvolvían su actividad universitaria y política en condiciones tanto o más precarias que los prisioneros de conciencia. De las necesidades materiales de éstos y sus esposas se hacían cargo, mal que bien, las dirigencias de las corrientes políticas de izquierda y las golpeadas, hasta desarticularlas, organizaciones estudiantiles y populares. Con cierta regularidad las familias que fueron privadas de la presencia del padre de familia, recibían en su domicilio un respaldo material que entregaba uno de los varios jóvenes traídos de diferentes estados del país para sustituir a los confinados tras las rejas. Al del norte de Tamaulipas le tocaba llevar la quincena a Guillermina hasta la puerta de su casa. Pero entre los repartidores de los apoyos, había quienes no contaban con ninguno y además de realizar las tareas de disensión política, también se ocupaban de conseguir su propia manutención. En Lecumberri se lo comentaron a Arturo Martínez y su respuesta, vista a la distancia, mostraba impotencia. –Ven a comer con nosotros todos los domingos y resuelves una parte del problema. La propuesta era tentadora porque Danzós, el candidato presidencial sin registro en 1964, tenía fama de gran cocinero. Y el olfato lo reconfirmaba. Pero la única vez que visitó el Palacio negro, portando una credencial del Partido Revolucionario Institucional de San Luis Potosí, no le quedaron ganas de volver aunque asistió comisionado por sus dirigentes, y siempre recordó que Valdespino abrazando a Guille, su esposa, le dijo en un tono que no supo interpretar: –¿Cuándo nos van a sacar de aquí? Los partidos y grupos de izquierda sostenían sus actividades con campañas económicas anuales, redes de donantes y otras promociones. El afamado oro de Moscú, Pekín o La Habana brillaba por su ausencia. Las necesidades siempre eran muy superiores a los recursos recabados. En esa penuria, surgió la idea que se convirtió en práctica cotidiana, para que cada dirigente o cuadro profesional de la JCM formara su propia red de donantes, expidiera comprobantes, entregara la parte sobrante después de tomar la parte correspondiente a lo que se llamaba salario, y que cada uno tenía nominalmente asignado. La denominación no se compadecía con la falta de corresponsabilidad colectiva con el esfuerzo individual desempeñado.
Contradicciones aparte, con los nombres y domicilios de trabajo que
facilitó
el tesorero, procedieron a formar varias redes de mecenas. No eran ricos
ni
poderosos, sino mexicanos destacados en sus quehaceres profesionales y
tan
generosos que de ellos dependía el alimento diario y nunca faltó. Ruth Rivera Marín, la arquitecta hija de Diego Rivera y Guadalupe Marín, no tenía tiempo para recibir información política, únicamente los folletos y revistas. Alta, vestimenta siempre sencilla pero de porte elegante y guapa, salía puntual de su oficina del Palacio de las Bellas Artes para entregar su aportación al joven. Hasta que un día no salió más porque un maldito cáncer nos privó de ella. Cantinero de la casa de La bandida, Alberto Domingo (Gutiérrez Sánchez), más tarde periodista que selló el desempeño del oficio en los 60 y los 70 del siglo pasado, destacaba en aquella lista. Hombre generoso, apoyó los movimientos magisterial –dirigido por el hermanito Othón Salazar– y ferrocarrilero de 1957-59, a los prisioneros políticos y la emergente Revolución cubana. Mes a mes entregaba su donativo en la vieja casona de Vallarta, sede de Siempre!, revista de la que fue pionero, jefe de redacción y columnista. Se reencontraron en el programa radiofónico Sin Barreras, a fines de 1997. Recordaba al joven de 19 años que lo visitaba pero no lo relacionaba con su ahora colega de micrófonos y comentarios. Un día lo acompañó para dejarlo en la puerta de su casa y le preguntó: –Alberto, ¿te acuerdas de aquel muchacho al que le regalabas 50 pesos cada vez que te visitaba en 1969? ¡Sí, cómo no! ¿Qué se hizo? –Apuntó hacia sí mismo porque un nudo en la garganta le impidió hablar y se abrazaron emocionados. En la misma casa de Siempre!, pasando de una oficina a otra, Luis Suárez López también entregaba su aportación económica. Este viajero que tenía en los aviones y barcos su segunda casa, era un entrevistador incansable y promotor de la organización de los periodistas latinoamericanos. Aprovechaba la visita a Luis y Alberto para entregarle folletos y revistas a Francisco Martínez de la Vega. Él se sorprendía y lo decía sin tapujos: –¡Cómo produce materiales interesantes el Partido Comunista! No me alcanza el tiempo para leerlos todos. Sin que le fuera solicitado, ocasionalmente don Paco entregaba su donativo. En forma puntual lo hacía el arquitecto Rafael Arcos desde una de las torres habitacionales de Tlatelolco, sobre Reforma. Y aquel mayor del Ejército que abandonaba su oficina de Palacio Nacional para recibir la información que portaba el muchacho. No eran ricos ni poderosos. Ni apoyaban artistas. Sólo hombres y mujeres comprometidos, generosas. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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