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Macieles |
Justo a la mitad del siglo XX, Alfonso Ornelas oficiaba como párroco en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, frente a la plaza Allende, la de los sectores populares de la fronteriza y tamaulipeca Matamoros. Un día reservado para los niños y niñas, se presentó al confesionario una niña bajita, güerita y regordeta, con sus primeros ocho años de edad. Miana le decían sus padres y familiares. Ella traía atravesado entre el cuerpo y lo que muchos años después sabría que es el alma, hechos que estaban muy lejos de sus entendimientos pero que al suceder en el entorno inmediato, familiar, como es frecuente, la confundían hasta provocarle un vía crucis mental. La niña suponía que los hechos sucedidos contra su voluntad deberían de ser muy malos frente a Dios y al señor cura que lo representaba en esta pequeña tierra. Mientras Roberto Cisneros Gutiérrez permanecía acostado, desnudo, con su esposa, cubiertos los dos nada más por las sábanas, tocaba todas las partes que se le antojaban del pequeño cuerpo de Miana, con aquellas gigantescas y bruscas manos. Guadalupe, la esposa, para cubrir el expediente se limitaba a decir: –Roberto, ya deja a la niña en paz. De los tocamientos, el primo político pasó a obligar a la niña a que le succionara el pene, porque “es como una paleta” y naturalmente que con el visto bueno y en presencia de su mujer. La niña no aguantó más y le platicó a María de Jesús lo que le hacía su hijo. Ésta reaccionó enseguida como mala actriz de radionovelas: –Mira, recabrona: si tú le dices una palabra a tu padre, te mato. Era capaz de todo con tal de proteger al hijo que muchos años después la dejó literalmente en la calle, en Ciudad Juárez. Por algo le decían La tía Chucha. Y casi todos le temían. A la enorme confusión de la niña se sumó el pavor. Francisco, El tío Pancho, consanguíneo, convertido en “tu padre” por los soberanos ovarios de su mujer, era la otra persona que podría ayudarla. Imposible decirle una sola palabra. La tía era temida y temible. Pasaron las semanas y los meses. Finalmente, tras mucho pensarlo, fue a compartir la loza que cargaba sobre su infantil espalda. Acudió con el padre Ornelas, como le decía medio Matamoros. Tras una espera que se le hizo interminable, finalmente le tocó su turno. Hincada frente al sacerdote sentado y con los diez dedos de las manos unidos, de los que sobresalía una aguamarina de su mano izquierda, la niña empezó a platicarle con voz baja, inocente, todo lo que recordaba le había hecho Roberto con la anuencia de la esposa, ambos evidentemente mayores de edad. En la medida que la abusada sexualmente reconstruía vivencias y prácticas que no entendía, empezaba a sentir la ligereza de su cuerpo al recobrar la armonía que había roto abruptamente un pederasta, contando con la protección de la mujer que lo parió.
Unos cuantos minutos duró el reencuentro
de la niña consigo misma hasta que un creciente aunque reprimido jadeo
llamó su atención. Levantó la vista: Con la otra mano Ornelas acariciaba suavemente los minúsculos botones que empezaban a brotarle a la niña a la altura del pecho. Eran años en que el fundador y líder la Legión de Cristo, Marcial Maciel Degollado, predicaba ilimitadamente con el ejemplo que trascendía a muchos puntos de la geografía nacional. Él le decía a sus monaguillos: –El semen que te voy a sacar, me lo recetó el médico para curar mis dolencias, hijito. La ahora bisabuela, por catorceava vez, cuenta sin inhibiciones: –¡Imagínate! Un hijo de la chingada me obligó a que le chupara el pito y otro cabrón enfermo, peor que el primero porque usaba el nombre de Dios en vano, se masturbó frente a mí, manoseándome mientras me confesaba. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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