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Fotografía |
Seguramente era una costumbre acudir a la cena navideña del Tío Pancho, pero la que mejor recuerda él es la del 56 del siglo pasado. Y sobre todo porque está registrada en la imagen fotográfica que aún conserva. Los rostros de los cinco colocados en la mesa a la espera de los suculentos platillos son contrastantes, inconfundibles. El niño y su padre tienen una mirada triste, de sabedores que ése no es su lugar, en el que ordinariamente festejarían la noche buena, salvo por su condición de invitados, una vez al año. Pancho –el hermano mayor de Catarino, padre éste del niño de la camisa de franela de cuadros color café–, tiene la alegría dibujada en el rostro, con el brazo derecho sostiene a la altura de su rostro a Enriqueta, la hija de Roberto y Guadalupe, el dueto de pederastas que le amargaron la vida a Miana, la niña de ocho años de edad e hija mayor del segundo y sobrina consanguínea del primero. Enseguida se encuentra Adriana, la hija menor de Catarino y hermana del niño de la camisa a cuadros y de la abusada sexualmente, con la felicidad infantil dibujada en el rostro y con un pandero en lo alto de la mano derecha. Formada en los valores de la doble moral que practican los tíos Pancho y Jesusita, no alcanza a distinguir bien a bien que su padre y su hermano están frente a ella. Es la típica foto de la cena del 24, utilizada para las apariencias llamadas entonces sociales, la de una convivencia familiar ausente durante 364 días del año y presente sólo durante unas cuantas horas de una noche. Jesusita hizo lo indecible para que ese niño no naciera. Persuadió hasta el hartazgo a la madre, también la acosó con el pretexto de que siete hijos eran demasiados. Doña Graciela se mantuvo firme: “Ése muchacho va a nacer y nadie me lo va a impedir”. La determinación de la embarazada fue afrontada de las peores y más execrables maneras. Intrigó al marido y fracasó La tía Chucha. Contrató a un hombre para que se introdujera por la noche a la casa de doña Graciela antes de que llegara el marido para sembrar la duda, la cizaña sobre la paternidad del niño. Tampoco funcionó el ardid de la primitiva espanta cigüeñas sin las mínimas condiciones médicas. Nacido el niño le declaró todo su amor, admiración y hasta le quiso poner nombre. Tampoco lo logró. Pero siempre le dijo Quico en honor al tío paterno. Acaso fue en esa Navidad que el de la camisa de franela se divertía como enano –decían en los 80 y 90 del siglo pasado– con el encendido de cuetes y palomas. Y con su notable falta de pericia, tantos y tantas encendió que acabó por estallarle muy cerca de la mano una y dentro de la poca sensibilidad que le quedó, la recuerda gorda, gruesa, ardiente. A partir de entonces guardó respetuosa distancia respecto de tal artefacto peligroso.
Una docena de años más tarde, el otrora
niño visitó a los tíos que abandonaron Matamoros para instalarse en
Ciudad Juárez, bajo la interesada persuasión del pederasta Roberto –muy
bien protegido con alevosía y ventaja por su madre– y la primera
sorpresa que recibió es que Pancho se encontraba dos metros bajo tierra. –¡Fíjese, nada más! –Contestó por educación con la viuda, quien ahora padecía la pobreza gracias a su protegido hijo Roberto. –Él siempre supo que llegarías muy lejos, hijo –remató la temida y temible señora. –Gracias, tía. –Imagínate lo orgulloso que estaría si supiera que estudiaste en Berlín. Repitió la fórmula convencional para responder: Gracias tía. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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