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Coherencia |
Don Catarino agonizaba en el Hospital Civil de Matamoros, Tamaulipas, a los 47 años de edad. Fumador empedernido y buen bebedor, los médicos lucharon hasta el final para sacarle los líquidos que acumulaba en sus pulmones. Cuentan los que tenían mayor uso de razón, que se quejaba amargamente: –Graciela, ya no dejes que me piquen la espalda con esas agujas grandes. Me causan mucho dolor. De allí surgió la leyenda, después de aquel 28 de febrero: “Los médicos lo mataron”. Desde 1960 ronda en la numerosa familia el prejuicio contra los galenos alópatas, convertido en acusación sin matices: –Ellos mataron a Armandito. –A Joseph lo asesinaron esos cabrones para que el gobierno no gastara más en el tratamiento. María Luisa, la maestra en salud pública de profesión y cuentista por obra publicada y vocación, disipó los endebles prejuicios al séptimo de los hijos de don Catarino, heredados de una generación a otra. Casi un cuarto de siglo después, Erreguerena le explicó pacientemente que los médicos hicieron un último esfuerzo para sustraer los líquidos que le oprimían los pulmones con agujas que le metían por la espalda y que eran los únicos instrumentos y procedimientos que existían entonces. Concluidas las posibilidades médicas de salvación, María de Jesús tenía todo meticulosamente previsto para que el ateo convicto y confeso diera su brazo a torcer y se confesara antes de partir. La tía Chucha aprovechó que don Catarino se encontraba solo y sin consultar ni a la esposa ni a las hijas mayores, se presentó con un sacerdote al largo hospital, de una sola planta, cuartos pequeños y grises, tristes y oscuros. –Catarino. El señor padre te va a confesar para que te vayas al cielo. –Por favor retírense. No me voy a confesar. –Hijo, todavía te puedes arrepentir de tus pecados –insistió la mujer que en vida fue un monumento a la doble moral. El sacerdote contemplaba en prudente y respetuoso silencio al hombre que vivía sus últimos días, horas. –¡Qué me dejen morir en paz! –Catarino, tú ateísmo te va a llevar al infierno. Estás a tiempo de arrepentirte. El silencio del sacerdote contrastaba con la agresiva necedad de la persignada mujer que sin las menores condiciones sanitarias practicaba abortos para ampliar sus ingresos y apoyar la avaricia del marido quien, después, sometería a trabajo sin remuneración pero con abundantes golpes y castigos a Manuel, el hijo mayor del agonizante. –Señora, se va usted mucho a la chingada porque no me voy a confesar fue el grito desesperado, agónico, que provocó la huida del sacerdote y su promotora. Un domingo, mientras las sirenas del cuartel de bomberos anunciaban las 18 horas, con la sensibilidad propia de un respetable paquidermo, Chucha le comunicó sin más al descendiente número siete de don Catarino: –¡Hijo! Tu padre acaba de morir. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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