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Bapsi |
A menos de una hora de Berlín oriental, la entonces capital de la República Democrática Alemana, se localizaba la Escuela Superior de la Juventud Wilhem Pieck, nombre del presidente fundador del denominado primer Estado alemán obrero y campesino. La planta docente y de intérpretes estaba integrada, generalmente, por matrimonios que laboraban y vivían en Bogensee. Economía política, filosofía, estrategia y táctica del movimiento comunista y obrero internacional, además del idioma alemán, eran materias que se impartían a una comunidad estudiantil integrada por un millar de muchachos y muchachas del país sede en su mayor parte, de naciones nórdicas, latinoamericanas y africanas. El estudiante más joven era un mexicano de 17 años cumplidos. El mayor, Alberto, tenía acaso 28, y provenía de Ensenada, Baja California. Once, son muchos años de diferencia para esa vital etapa de la vida. Tal circunstancia colocaba a César Sepúlveda en la envidiable posición para muchos, incómoda para él, de ser tratado como el consentido y no menos protegido de casi todas las estudiantes. Era un microcosmos de los internacionalistas jóvenes, unidos estrechamente por referentes ideológicos, lazos de amistad y una intensa convivencia en el aula y las habitaciones, constantes viajes de trabajo y estudio por todo el pequeño y pujante país, en el comedor y el bar estudiantiles. Cuando César empezaba a tratar con más frecuencia de la visiblemente normal a alguna joven, aparecían alemanas desinteresadas y otras no tanto, dispuestas a protegerlo y aconsejarlo sobre la necesidad de tener cuidado con la presunta lagartona. La extraordinaria libertad sexual, bien respaldada con información, conocimientos escolares y rigurosas medidas preventivas, no impedía que destacara una levemente gordita y no mal parecida estudiante local, quien pronto hizo buena y mala fama por recorrer las habitaciones de los sudaneses, afamados allí por la prominencia de sus dotes penales. Durante una de esas noches de recorrido que efectuaban los profesores y profesoras para asegurarse de que todos los alumnos se encontraran en sus habitaciones a las 23 horas, como límite –excepto viernes, sábados y días de fiesta–, Ingrid fue rescatada por un valeroso guerrerense de la habitación de cuatro sudaneses dispuestos a poseerla sexualmente contra su voluntad, a violarla, pues. El alto y esbelto joven se ganó la enemistad de los comunistas, o mejor dicho comemierdas, aspirantes a violadores. Y la rescatada mostró su infinito agradecimiento durante el resto del curso, a través de clandestinas y placenteras sesiones íntimas. Su condición de casada, con dos hijos del profesor de economía política, amigo –además– de los cuatro estudiantes provenientes de tierras aztecas, obligaban a la discreción al parecer no tan absoluta. Al más joven de los alumnos le llamaba la atención la capacidad histriónica, y cierto ejercicio de cinismo, con el que Jaime e Ingrid fingían su romance en las frecuentes reuniones y cenas que organizaba el marido con los mexicanos. Peter, el traductor, no se andaba por las ramas. Tenía una bella y agradable esposa. Él poseía un extraordinario sentido del humor. Acudían ambos a los animados bailes (humedecidos con abundantes tarros de cerveza) en el amplísimo comedor convertido en pista, en compañía también de la pareja varonil de él. –¡Salve Chésare! –Gritaba eufórico al saludar al adolescente mexicano. Los alemanes orientales siempre gozaron de la fama de ser una sociedad de amplia libertad sexual y de la cotidianidad, con las que compensaban la ausencia de las políticas. Bapsi era el mejor ejemplo de ello. Alta, frondosa, con un cuerpo perfecto y una cara agraciada, provocaba los suspiros de todos y los comentarios viperinos de muchas. Tuvo un intenso y agotador romance con Marcelo, el trabajador bancario brasileño que vestía impecable, como si cada día fuera de fiesta, aunque siempre tuviera a flor de labios el filha da pu. Cuando conquistó a Pepsi –así le decía César–, Marcelo lo presumió como si hiciera falta. Era imposible entrar a la habitación de los cuatro mexicanos más el brasileño porque estaba ocupada a la hora de la comida, de la tarea escolar fuera de la biblioteca, de la cena. Olvidarlo implicaba someterse a escuchar una sesión de intensos jadeos. Además, el simpático y presuntuoso brasileiro se ocupaba de compartir la información de la jornada camaral a sus cuates, como llamaba a los mexicanos. Al mes, o antes, se rindió. La alemana lo dejó ojeroso, rozado, tembloroso. Entonces Bapsi recordó que César, el que la bautizó como Pepsi e incluso le compró en la tienda de dólares de Berlín una botella del popular refresco, además de amigo de siempre, era también hombre. Y lo sedujo... literalmente. Fue durante un atardecer veraniego en pleno bosque de coníferas. El cielo era intensamente azul. Muy cerca del lago. De película, porque el más joven de Bogensee se estrenaba en los menesteres que son raíz y esencia de la vida. Pepsi estuvo majestuosa, maestra. Las esencias inquietaron al desvirgado cuando cayó en la cuenta de que el condón estaba roto. El silencio lo aprisionó. Pensó durante muchas horas cómo explicárselo a su amiga y ahora pareja ocasional de placer. 24 horas después se decidió. Habló a solas con ella. En el elemental alemán que mascullaba le explicó con dificultades –aunque claridoso– lo que él estimaba como una enorme desgracia. Amistosa, casi maternal, Bapsi le replicó: –No te preocupes, César. Ese es mi problema. César se sintió muy ligero y feliz. La amistad perduró hasta que concluyó el curso con la mirada siempre desconfiada y celosa de las alemanas que no supieron, finalmente, cuidarlo bien de las bellas exhuberancias de la inolvidable Pepsi. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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