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Arrepentimiento |
En Brownsville, el niño boleaba los sábados desde las tres de la tarde hasta las nueve de la noche. Muy temprano limpiaba la cantina Mancho’s. De allí partía al taller de pintura y hojalatería de autos, propiedad de Tony, donde buscaba el aprendizaje de un oficio para abrirse paso en una vida muy difícil, pero llena de satisfacciones cotidianas. De esas que hacen grandes a hombres y mujeres comunes y corrientes. Limpiando calzado ganaba entre cuatro y cinco dólares, 10 en el taller y siete por barrer el bar, además de las monedas y hasta algún billete que encontraba tirado en el suelo por los bebidos clientes. Todo lo destinaba al gasto familiar de su numerosa familia, saturada tempranamente de sobrinos. Eran hijos de Maximiana, la hermana mayor, y del señor Pacheco. Los sábados llegaba a casa, ubicada del lado mexicano, en Matamoros, con bolsas llenas de manteca, frijol, leche y mantequilla. Los niños y niñas lo recibían con alborozo. La cena estaba garantizada. También los alimentos de los siguientes días. Él sólo se compraba un tablilla de chocolate Hersey’s llena de almendras. Era su mayor delicia. Por la noche, tras la extenuante jornada de los sábados en que cubría tres labores distintas, se otorgaba, ocasionalmente, otro pequeño estímulo personal: una hamburguesa y un café con leche en La Jorochita. Se encontraba frente a la plaza Allende, la de los sectores populares. La Hidalgo era casi exclusiva de las capas medias, donde las jovencitas con altos tacones, medias con las rayas bien delineadas y fijadas por ligueros, y los jóvenes encopetados a fuerza de vaselina y con su mejor ropa de vestir, daban vueltas y vueltas incansablemente. Los domingos salían para mostrar sus mejores galas, pasear con la novia o buscarse una. El séptimo día trabajaba cuatro horas. Mientras boleaba los zapatos en una de las tantas cantinas que componían su recorrido, una tras otra, a lo largo de una cuadra y de la acera de enfrente, la mesera que bebía con el cliente le dijo sin preámbulos: –Hijo, si me acompañas a mi casa te doy 10 dólares. La oferta era muy tentadora. Superior a lo percibido en tres empleos durante todo un sábado. Sin pensarlo contestó dócilmente: –Sí, señora. El bebedor, mucho más sobrio que mareado, miró a la mesera de pantalón azul claro ceñido al cuerpo, trenza hasta la cintura, cara agradable y sonrisa fiable. –¡Cómo serás hija de la chingada! ¡Podría ser tu hijo! –Perdóname, hijo –alcanzó a decir contrariada la mesera y el bolero se retiró sin entender nada, pero convencido de que algún extraño ser, acaso la Providencia, acababa de sacar 10 dólares del bolsillo de su memoria. |
Remembranzas, de Eduardo
Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández
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