Llevo en mí un destino de pie grande hundido en la tierra
un deseo de doblar cada esquina de la noche
para encontrar el propio eco,
para no morir sin saber del próximo sol,
para despertar después de haber podido dormir.
Una deuda de noches al destino onírico
y al sol nocturno de hielo,
con mi incomparable pobreza de niño
con mi niñez de martirio insufrible
con mi cobardía inmensa de hombre,
apartándome hasta el límite de la inconciencia
para escapar de paredes de sueño que asimilan
esquemas y expelen resultados,
o de los que sientan sus ojos sobre el cielo para amar
careciendo de manos.
Nunca faltan ésos. Ni tampoco el que grita. Ni el que muere, el desesperado que se ahoga, el que muere en sueños,
el que sube con zapatos de plomo una montaña inaccesible.
Ni el que grita, ni el que muere, ni la repetición constante,
y sigo tratando de duplicarme, centuplicarme, para sentir más veces lo humano que soy, para ver millares de noches en una
y llegar al día al final del conteo.
Entonces, para qué andar caminando la soledad si la luz
es muerta, si el cauce es río.
Para qué conociendo la solución.
Para qué, si las venas engordan como niños glotones
cuando se las estrangula.
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