Poema Último
Guillermo Ibáñez

Vivir este voraz ceremonial
en el que los poros transpiran la vida.
Vivir la breve circunstancia de la caricia
la efímera entrega del amor
la huida del equilibrio
el vértigo total
como si arribáramos a la muerte.

Incendiar mi boca con tu nombre
los días precedentes al encuentro.
Incendiar tu boca y tu piel,
el recorrido que distancia nuestros cuerpos.
Incendiarnos ambos
con este fervor demente que aún nos recuerda.

Olvidar todas las ausencias
en este ritual constante sobre tu piel.
Olvidar el pasado, los nombres, las presencias.
Olvidar todo si es posible 
y debarrancarse en el fondo de los sexos.

Escribir como único testimonio de nuestras vidas.
Escribir con goce, como delirio
como comer pan o beber vino.
Escribir sin alturas ni bajo tierra
sin imagen de poeta ni postura de salvador.
Escribir, como alguien dijo:
con la propia sangre con los dientes y las vísceras.
Sin fantasía, sin obligación, sin miedo
con riesgo de locura,
con rebeldía de eco 
que no se resigna a perder la voz pronunciada
con barro, con hierro, con fuego.
Escribir para vos y para mí.
Escribir para nada.

Abrir
tu puerta y abrirnos las entrañas
desde el comienzo de las miradas.
Abrir tu pueblo y abrirnos las calles
desde los primeros pasos.
Abrir el pecho
y dejarse sangrar desprevenido.

Recordar ese rito desgarrado
rendido en las espaldas
esa prueba de las bocas
y los dientes grabados en el cuerpo.

Amar ese lento viaje por tus muslos
ese trajinar indemne sobre las huellas del tiempo
surcando vulva y pechos
destruyendo mitos
destruyendo todas las antiguas manos
en el imperativo afán de construir una nueva piel
y un nuevo sexo
en la penumbra de este cuarto.

Violar
tu casa y la mía.
Violar todas las almohadas.
Violar los ojos castos.
Violar los sexos, los recuerdos
los ojos de los que esperan.
Violar la mente como un día último.

Urdir pequeñas y enormes artimañas para encontrarte.
Urdir mentales intrigas
en las que todos los protagonistas
resulten burlados.
Urdir una noche definitiva
para encender las luces de todos los escenarios
y ver a la humanidad
perdida en los desvaríos 
de sus pequeñas y cotidianas codicias.

Arder y mantener permanentes
los fuegos de todos los incendios.
Arder desde abajo de la piel
desde donde crecen los gritos.
Arder, juntos
con el crepúsculo.

Pregonar las voluptuosas ceremonias
que desarrollo por tus formas.
Pregonar tu nombre y el mío
aunque todos los demás crean en la palabra amor.
Pregonar el dolor de todas las cosas que nos separan.
Pregonar la desesperación del juego de olvidarnos,
en la vana certidumbre de que en la distancia 
nacerá la posibilidad del abandono.
Pregonar el vuelo de la miradas
cuando el universo se hunde y
sólo las estrelas nos salvan.

Alarmar
a los que permanecen dormidos
para que alcen la palabra.
Alarmar constantemente a los pájaros
para que nunca dejen de cantar.
Alarmar los ríos, las tempestades.
Alarmar los pueblos, las ciudades.
Alarmar al mundo, para que viva.

Recorrer las calles sin nombre de los años
y nominarlas con las ideas de los enamorados.
Recorrer todos los puertos y fronteras.

Y que los libros, los amigos, los unidos, los desavenidos
los que ensalzan ciertas uniones
los que desean, 
los viejos, los niños, los demás poetas, las luces y las sombras
los curiosos, los vecinos, los ancestros
los sicólogos y los demás enfermos
los que no aceptan como son
los que revolucionan con palabras
las estatuas y los perros
los guardianes de todos los zoológicos
los actores, los comerciantes, los sabios, los envidiosos
los santos, los iluminadores y los iluminados
todos sepan que nos hemos evadido.

Aunque mirando nuestros rostros en los espejos
decidamos que es mejor morir
sin que nadie despierte.

Guillermo Ibáñez
Árbol de la memoria 

Del libro "Poema Último" (completo)(1980)

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