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Dejarse caer entre paredes
que ahogan,
sin gritar mis gritos,
auscultando el latido de sus sienes
arremolinadas para indagar
mi pasado,
para contemplar con curiosidad
mis vértigos que no
llegan al éxtasis
y siempre quedan en la noche.
Mis ancestros se asoman
por los ojos de las paredes
al agujero de mi techo.
Primero, gritos horrendos
y celestiales.
Luego la lectura de vibraciones
integrada por cada uno de esos
electrodos sembrados
en mi cerebro.
Todos averiguan cosas
que no quiero saber.
Todos miran el agujero
que yo no puedo,
a no ser que vuelva la mirada
hacia otra vida.
Caigo presa del pánico.
Caigo y golpeo mi cabeza
contra el piso endurecido
y todo vuela y se pierde, oscurece,
es todo claro y es triste;
y sigo golpeándome con alegría
y todo gira, vuelve y vuela
y las paredes se posan sobre las moscas,
los cabellos peinan peines
y las lámparas se iluminan
por intermedio de los azulejos.
Mis dedos insensibles se poseen
aferrados a mi cabeza
y me desarmo y reconstruyo
entre furia de piernas
de manos, de gritos,
de gritos que se introducen
en la costumbre del agua y el agua
se hace calma en esas horas.
Una y otra vez la lucha desorbitada
abatiendo fantasmas,
el delirio se eleva conmigo.
Entonces bebo quietud.
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