Circuito interior

poema de Efraín Huerta

 

 

A nuestra Señora del Metro, con devoción

 

Un día sin consuelo dije Te llamaré mañana,
y el mañana, digo, la mañana, nunca
vino a nosotros -ni el claro del espejo en que te miras,
enterita y desnuda como la dicha, como hoy.
¿Quién se asomó a vernos pasar detrás de aquella

     ambulancia?
Nadie, en fin, porque eres desbordada

y casi siempre tienes y lo manifiestas, canallita,

un miedo sordo a seguir siendo la misma en tu lívida

    noche.
(Se desduerme una veta de agua

en el alto cielo de ágata y ceniza.)

 

Porque estar enamorado, enamorarse siempre

de una vaga ciudad, es andar como en blanco;

conjugar y padecer un verbo helado;

caminar la luz, pisarla, rehacerla

y dar vueltas y vueltas y volver a empezar

(a ver qué sale, dijo Carlos Pellicer),

sin una ruta fija, sin un desencadenamiento,

sin anclar, barco ciego (mar, arenas molidas)

navega y surca asfalto, cedros, negra cristalería,

alto azul de la más alta torre del mundo,

rojizo palpitar del mármol y el tezontle

así como palpitan -pura vida

la carótida interna y la externa.

 

Ciudad enamorada, ciudad pues

para estar sin remedio enamorado
y habitarla y mamarla —inmensa ubre— de pies a cabeza,
                                       a ella,
la que tiene una corteza, algunos bosques
y ciento cincuenta cementerios
para más o menos diez millones de mediovivos.

 

Casi la vi nacer, hoy mismo, agarrado

a su alba primigenia como al ala de un ángel.
Sentí que me daban el siga

y avancé secretamente con mi maletín verde

colgando, al igual que el cadáver de este poema

                        —o lo que sea;

como una flaca nube sobre el sexto círculo,
dando muestras de no ignorar un reino sombrío
por donde correrán amazónicamente las alienantes aguas.

 

(Vivir lejos y en plazuela, ¿es vivir

en el quintísimo infierno, o algo peor? )

 

Todo nos acuchilla, amor, desde esa rampa

y esa luz ambarina que dice muerte

sin salvación en el segundo choque, en la

centésima de segundo después del primero.
Todos los pasos a desnivel tienen una crueldad

de rosas gemidoras, aplastadas
por la irrupción del tiempo, que es también humeante

y trémulo y turquesado como dijiste

que es la arteria auricular posterior

-u otra, otras, meníngeas, temporales y sublinguales.
     Ahora sé que nadie sabe nada de nada,

ni siquiera por qué me siega-ciega

el brutal escarlata del fatigante deseo

y con manos y labios que un día fueron frescos

te vivaldizo, malhereo y mozarteo como, como siempre

siempre siempre siempre,
     ¿qué quiere decir siempre?
Siempre quiere decir ahora, ahora mismo,
porque donde menos se piensa salta el amor
y una mortecina fogata alumbra
un porvenir, un porllegar —ya— y
cuando menos acuerdes tu bello cerebro charentoniano,
tu suave boca envaselinada, tu apenas saber vivir,
andarán locos por cielos y espigas y
volveremos a los mismo.
                                 Todo
es no saber nada,
todo es arquitectura, una ingeniería

de corolas acrecidas en dulces,

edénicos bajíos.
                                  Amor se llama

el circuito, el corto, el cortísimo

circuito interior en que ardemos.

 

                                                México-Tenochtitlan
                                                12-13 de julio de 1975

Efraín Huerta
 

Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  7 / creación / Marzo de 1976

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/b857b0e9-0a8c-46d9-8903-7a55e97ee5af/circuito-interior

 

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