Aguas aéreas El fuego de Cartago por David Huerta
Ruinas de villas romanas en Cartago Tunisie Carthage Photographie prise par Patrick GIRAUD |
En una novela de detectives leí, hace ya muchos años, esta descripción: “Desapareció como desaparece un puño cuando se abre la mano”. La juzgo, sigo juzgándola, perfecta; no puedo evitar, cuando la releo o la recuerdo, cumplir ese mismo acto: no desaparecer yo mismo, a semejanza del personaje de aquella novela; sino nada más cerrar o empuñar una mano para luego abrirla y ver cómo se extingue instantáneamente el puño, y sólo permanecen los dedos, la palma, los artejos, los nudillos, las falanges, las uñas, todos los materiales de aquella desvanecida configuración, de aquella presencia maciza ahora invisible, anulada. El bloque del puño ha quedado, entonces, sustituido por la fluidez irradiante de la mano con los dedos abiertos. Cerrar el puño: concentración de energía; abrir la mano: difusión o dispersión de energía. Sin un esfuerzo especial, puede imaginarse uno la electricidad compacta del puño, la energía en el momento de huir ahora en cinco direcciones distintas, en las puntas de un arco dibujado con absoluta nitidez del dedo pulgar al meñique —un arco de un flechado quíntuple, de una poligonal prodigalidad. El puño desapareció; la mano permanece. Es como la urbe clásica, Roma, en el soneto peregrino de Francisco de Quevedo: la grandeza imperial, imponente, feroz, ineluctable, se ha esfumado con sus acueductos y sus templos y sus foros y sus legiones y sus procónsules —y sólo queda la impermanencia de las aguas fluviales, la eternidad mudable y aleccionadora del Tíber. No es seguro, pero quizá Quevedo pensaba o sentía los quebrantos de España y procuró ponerlos, disimulándolos, en su poema. Una mano, Roma. Las desapariciones dibujadas por las palabras del poema: formas de ausencia, extinciones, vacíos repentinos. Otros ámbitos evoco ahora: Europa en los años de la Primera Guerra Mundial, la guerra atroz de las grandes mentiras, denunciadas por Wilfred Owen; como ésta, propagada ávidamente por las potencias y su militarismo manipulador: ésa sería la última guerra de la historia, la guerra —decían—“que acabará con todas las guerras”. Es la Europa de la belle époque, en un mundo sin pasaportes y con fronteras casi inexistentes, de tan tenues; la Europa pletórica de las promesas utópicas de la Revolución Industrial. Un estudiante sudamericano en la Ginebra de esos años de la segunda década del siglo XX se convertiría, a la vuelta de las décadas, en un bardo ciego de parsimoniosas ironías, de fulgurantes intuiciones, y habría de rememorar su adolescencia estudiantil en Suiza, el inevadible destino: se pregunta entonces, y se contesta de inmediato: ¿Y el incesante Ródano y el lago, todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino? Tan perdido estará como Cartago que con fuego y con sal borró el latino. Es una exploración de los límites. En la geometría del serventesio —hecha de alternancia, de alteridades—, la memoria va de un lado a otro, incesante como el mismo río de las evocaciones: el río, el lago, el tiempo ido, el tiempo presente, la conciencia reflexiva, el extravío de la ciudad real, la pérdida de la ciudad legendaria, la doble y pavorosa incisión del exterminio histórico: Cartago quemada, los campos vecinos a la ciudad arrasados con sal para ahogar las cosechas. En el momento de reflexionar sobre el pasado, la conciencia del estudiante simultáneamente ginebrino y sudamericano es como el ojo de un espeleólogo: la mirada interior del ciego recorre las galerías de los recuerdos hasta dar con un perfil de nostalgias irrestañables, ese fantasma casi niño: la figura del amigo judío. Juntos estudiaron las declinaciones latinas, la ardua sintaxis, y juntos aprendieron a reconocer la persuasión ciceroniana, la dulzura del Mantuano, el ácido de Juvenal, resonante o ecoico en tantas páginas de Quevedo —una vez más aparece, comparece aquí don Francisco. La destrucción de Jerusalén contada por Flavio Josefo se trasluciría durante un microsegundo en la cara tristona y afilada de Abramovicz; ante la página latina, repetirían juntos, acaso, la lúgubre admonición del orador: Delenda est Carthago. ¿Cómo sonarían en las concavidades del Foro, una y otra vez, incesantes en cada peroración, esas palabras siniestras? Los dos estudiantes amigos se lo preguntan y miran, allá afuera, la grisura destellante del lago Léman en el atardecer imparcial. Jerusalén, la ciudad de los cruzados y de la magnanimidad de Saladino; Cartago, la ciudad fatal de la reina abandonada; grandes ciudades arrasadas. Amamos las presencias y naturalmente nos atemorizan o apesadumbran las desapariciones —y cuando son ciudades las desaparecidas, peor todavía, pues en cada ciudad vemos un microcosmos con su constelación de vidas, la variedad de la existencia, el orden mundanal, la proliferación de las voluntades. Consta esa pesadumbre, ese temor, esa desesperación, en Plutarco, en las palabras del general Cayo Mario dirigidas a un lic-tor enviado por el hombre fuerte de los romanos imperiales en África, el pretor Sextilio. Éste le impide a Mario, derrotado, la entrada en la antigua ciudad de los fenicios; el lictor emisario le exige una respuesta ante la interdicción de Sextilio y entonces el general, abatido y sombrío, responde: “Dile que has visto a Mario fugitivo sentado sobre las ruinas de Cartago”. Encuentro el reflejo o el origen del cuarteto ginebrino sobre el río Ródano y el lago de Ginebra —en el cual desemboca aquél— en una página de prosa diáfana, probablemente anterior al poema: vasos comunicantes de las escrituras dentro de una obra multiforme, es decir, una y varia. Lo dicho en prosa es igual a lo dicho en los versos; pero es impersonal, un poco distante; creo reconocer lecturas o relecturas de Quevedo —una vez más, el señor de la Torre de Juan Abad, como una sombra— en esas palabras: Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el incendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejércitos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la Ilíada que dice: El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida, porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los romanos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. En junio de 1535, un césar español y católico tomó por asalto la ciudad de Túnez, en donde un viejo barrio conservaba, según la tradición, el recuerdo de Cartago —la ciudad de la amante del troyano Eneas, Dido, había quedado reducida a eso, a una mera barriada tunecina. Uno de los caballeros de la expedición punitiva de 1535 era poeta y entendía cabalmente la leyenda virgiliana, releída con avidez junto a incontables versos italianos; comprendía el amor de la reina traicionado por el héroe; veía, como si la tuviera ante sí, la llama formidable de la mujer herida, despechada (Eneida, IV). El fuego de esa lejana destrucción era, a sus ojos y en su experiencia, el fuego de un amor más presente, cercano, en el cual ardía él mismo sin remedio; así, le escribió a su compadre, el poeta catalán Juan Boscán, una epístola en forma de poema: Aquí donde el romano encendimiento, donde el fuego y la llama licenciosa solo el nombre dejaron a Cartago, vuelve y revuelve amor mi pensamiento, hiere y enciende el alma temerosa, y en llanto y en ceniza me deshago. Son los tercetos del soneto XXXIII de Garcilaso de la Vega —así se llamaba ese caballero-poeta de la comitiva del emperador. El adjetivo “licenciosa”, aplicado a la llama destructiva, apenas se entiende ahora; Fernando de Herrera lo explicó en 1580 con una referencia a Ludovico Ariosto: “licenciosa” significa “impetuosa”. Hay en el soneto, también, huellas de Baldassare Castiglione, de Bernardo Tasso, del cardenal Pietro Bembo. La poesía de las ruinas le dará materia, en ocasiones señaladas, a la lírica de tema amoroso. El ímpetu arqueológico de las excavaciones en la ciudad de Roma, en el siglo XVI, atestiguadas por Castiglione —el cortesano perfecto retratado por Rafael Sanzio en uno de los cuadros más hermosos del Renacimiento—, tendrán en la España de los Austrias una descendencia notable: la joya de esa poesía será el poema a las ruinas de Itálica del anticuario —amigo y corresponsal de Quevedo: una vez más esta sombra— llamado Rodrigo Caro: Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa. Un trovador de nuestro tiempo lo dijo de esta manera: “Todo mundo lo sabe: nuestras ciudades fueron levantadas para ser destruidas”. Es posible; también es aterrador. Nadie puede saberlo y todo mundo puede comprobar la destrucción de las ciudades, de Jerusalén y Cartago a Hiroshima y Dresden. La poesía arqueológica tuvo su momento entre el Renacimiento y el Barroco. Antonio Alatorre le dedica tres páginas, en la introducción dirigida “al lector”, de sus Fiori di sonetti: de la XXIX a la XXXI. Las ciudades de la antigüedad son los sujetos favoritos de los poetas: Cartago, Roma, Itálica, la “aragonesa” Sagunto —tema, apunta Alatorre, de los aragoneses hermanos Argensola—; en el trasfondo de esas imaginaciones y reflexiones poéticas sobre las ruinas está el fantasma venerable de la ciudad perdida para siempre entre las llamas: Troya. Quedó en el registro paremiológico, en una fórmula a la cual recurrimos de vez en cuando: si una crisis alcanza su momento culminante o combustible, decimos “ardió Troya”. El fuego del incendio cartaginés alcanzó más tarde al propio poder romano. Un personaje histórico y novelesco a la vez, el Claudio de Robert Graves, lo explica con gravedad. El poema sobre los recuerdos ginebrinos de aquel estudiante del College Calvin equipara el ayer suizo de sus adolescencias estudiosas con la urbe africana, enemiga del imperio más poderoso del mundo, la Cartago destruida por Escipión. El tiempo destruido por el tiempo; o mejor aún: la memoria desbaratada por la edad. El hombre viejo se inclina en el poema sobre su vida pasada: “todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino”. La poética saturnina de las figuras inclinadas, reflexivas, y su relación con la melancolía, fue estudiada por Christine Orobitg en la poesía de Garcilaso de la Vega. Ese poeta sudamericano y suizo, acaso un inglés nacido por error en Buenos Aires en 1899, sería enterrado en 1986 en Ginebra, junto al lago tan amorosamente evocado por él, no lejos del “incesante Ródano”. |
por David Huerta
Publicado, originalmente, en:
Revista de la Universidad de México 82 / columnistas / Diciembre de 2010
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
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