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Un ángel más |
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Cuando
José Lezama Lima asegura, casi podríamos decir que testimonia como el más
auténtico testigo, que el Perugino pregunta y se responde —luchas
de tendencias y guerras del estilo estremecen sin cesar el hormiguero—
que,
mientras se prepara la sopa, él se dispone a pintar un ángel más, funda
lo que sus discípulos reconocerían, poco más de cuarenta años después,
como la imagen. No conozco la fuente de esta anécdota ni sé, tampoco, si
fue totalmente creada por Lezama. Sin embargo, es este un acto donde
fabulación y sabiduría se funden en favor no sólo de la poesía sino de
la poética. Lo esencial en la anécdota aprehendida no es, entonces, la
autenticidad de su fuente, sino su credibilidad, la posibilidad
significante que despliega y, con ello, la eficacia de la fabulación en
que por sí misma se sustenta. De tal fusión resulta una poiesis que
huye, desesperadamente, del método creativo mediante el cual el poeta
transforma la realidad en el nivel de la creación, para refugiarse en una
aprehensión del hecho poético como condición sine qua non para penetrar
toda realidad. Y esta es la primera condición que distingue a la
propuesta estética de aquellos que surgen al devenir poético cubano
durante la década de 1980; distinción que no excluye ni a los propios
maestros origenistas. La imagen, vista por Lezama Lima, es, a la vuelta de
las décadas, el acto mismo en que el maestro ejecuta su visión; la
posibilidad de fabular desde el imaginario y para el imaginario mismo. Pero la vida es un acto de cruda inmediatez y cada palabra está hecha bajo la acción de un presente forzoso en el cual se hace imprescindible la comunicación antes y después del momento de la imagen. Esta es una contradicción cuya dinámica va a incidir en las nuevas circunstancias —literarias y extraliterarias, ambas en intercambio— de esa promoción emergente. En
rigor, escribió Anna Ajmátova en su libro de memorias, nadie sabe en qué
época vive. Únicamente una mirada hacia un pasado ya hecho y pronunciado
permitía a la sin par lírica rusa descubrir —y
descubrirse en—
la grandeza de la época. Así mismo sucede con todos los poetas, aún con
aquellos que, deslumbrados por los acontecimientos, henchidos de la
figuración a que el presente los apremia, se empeñan con una épica
inmediata. Ello, a fin de cuentas, no pasa de ser un poético sueño, un
intento profético de alguien que juega con las figuras retóricas como si
fuesen soldaditos de plomo. Nadie sabe, en rigor, cómo la Historia —ese
metarrelato en pasado predictivo—
va a emprender su época ni qué posibilidades lo asisten para en ella
incidir; o abandonarla. Tampoco se sabe si esas palabras que uno va
amalgamando sobre la hoja limpia serán acogidas por aquellos que luego
tendrán la oportunidad, y aun la facultad de escoger y rearmar la poesía
en el tiempo, o acaso si ellas mismas saltarán de un olvido infructuoso
después de evaporadas las más cruciales circunstancias.
Pero el poema, terco, aparece. El hormiguero se agita y cada Perugino se empeña en la blancura de otro ángel. La palabra invocada se entrega a un insospechado apareamiento para fundar nuevos recursos del lenguaje. La poesía nutrida por esos empecinados versos crece y alimenta ella misma una poética, un sistema que va de la sonoridad del vocablo hasta el saber de la palabra, del encuentro furtivo con el signo hasta una ciencia formal de producción del texto. Así instituye el análisis la sombra de una época. Así la diseñamos y describimos la red de su sistema estructural, cuando todo está hecho por seres que emprendieron la difusa carrera, mientras se han ido cumpliendo los asertos que apenas fueron tímidas promesas, cuando esos seres que escriben desde su propia fe son ya mucho más que un manojo de textos impresos —fiebre de erratas incluida— que una persona, ya agria ya simpática, a quien de vez en cuando podemos saludar. Carlos Galindo Lena, en su poema «El desertor del tiempo», escribe: |
| Qué quedaría de este sueño de alcanzar la eternidad por el amor del canto a las islas de tu cuerpo de la corona forjada por tu piel para engañar al tiempo para que Héctor siga siempre despidiéndose de Andrómaca y del hijo1 |
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Vencer en el camino de la eternidad —Ser en el tiempo se titula uno de sus poemarios—, preocupación constante para este poeta a quien, retrocediendo, acaso reculando en la cronología al cabo de tres décadas y a la vuelta de los sinuosos avatares del ser, podemos colocar en la apertura de una época para la poesía villaclareña del imaginario y para el imaginario mismo. No se trata de pensar que aquel que vive apegado a una región cierra la puerta al mundo. Creo, por el contrario, que solo aquel que abre su corazón —arquetípicamente hablando— al mundo es capaz de apegarse a una región, no ya por elección, sino por la selección natural que van a hacer los continuadores. De ahí que el nombre de Samuel Feijóo aparezca bien tarde en el interés de esos poetas que, nacidos en años inmediatos al triunfo revolucionario, buscan su definición estética en los años 80. De cualquier modo, tener la mesa de trabajo llena de libros y revistas, y cuánto de mecanuscritos, con poetas de una región determinada invita, inevitablemente, al juego de las correspondencias. Y ese juego —demasiado bien se conoce— contiene infinidad de caminos infinitos. Tampoco mi mesa de trabajo se ha llenado baldíamente, —más allá el hormiguero estremecido por luchas de tendencias y pugnas del estilo— sino para llegar a un nuevo texto, para reconstruir una vez más la época textual que ha fraguado el poema que hoy tenemos. Y,
de pronto, entre las décadas, levantamos alrededor de la pertenencia a
una provincia una manera de hacer la poesía. Por eso, desde luego, llamo
la presencia de Galindo Lena —a
veces vinculado, a veces un tanto paralelo al decursar institucional que
hacía el epicentro en el que nos desenvolvíamos—;
porque sus textos, desde su misma fuente, desde su propio universo
intertextual, son parte de la época poética que aún en la región se
gesta, de la poiesis vital que aun retiene su don de manantial. Es obvio
que el paso de los años crea un desbalance entre las diferentes estancias
temporales, puesto que, a la vez que permite una más diáfana elección
de lo que ya tiene pinta de memoria, no sólo en cuanto al criterio del
valor, tan falsamente socorrido, sino sobre todo en relación con ese vínculo
permanente con la región, mezcla, funde y refunde lo que, hoy por hoy, y
hacia el futuro, ostenta apariencia de seguir en el papel del héroe que
eternamente se despide del hijo y de la esposa, aunque no siempre sea para
morir bajo las manos vengativas de Aquiles.
Como
no soy profeta, no puedo adivinar quiénes de mis contemporáneos soportarán
ese embate selectivo que el propio tiempo espera en su forma de continuar
la Historia. Sólo me entrego al arduo trabajo de entresacar aquellas
interrelaciones sustentadoras de la poética que nos identifica, aquellas
que, sin separarnos de la poesía nacional ni de la poesía que el
universo ha concebido como si todo él no fuera más que una región pequeña,
pueden trazar rutas de viaje en el análisis y hasta detenerse en la
posada de Boccacio, ya sea a acceder ya a contender por los principios del
estilo, aunque, en verdad, sin alterar la regularidad de la manera, la
autopoiesis
que el método compone en su ardid de escaparse de la pura
inmediatez.
Y,
como de estilo se trata, valdría decir que la característica más
generalizada entre la manera poética de aquellos que no dejaron nunca de
hacer un ángel más durante su lucha por aparecer en el panorama
literario nacional de los 80, radica en el empleo abundante, prácticamente
acumulativo, de tropos del lenguaje, ceñidos, eso sí, por una economía
muy racional de sus tipos y altamente contaminados dentro del uso
constante de esa propia tipología. El poema se produce en su superposición
tropológica mientras que esa superposición está construida bajo la
jerarquía de la metáfora, el símil, la metonimia, y, además, con una
sutil contaminación del mundo sinestésico martiano.
Dos
rasgos se hacían evidentes en la lucha de tendencias que la poesía
cubana recibió durante la década del 80. Primero, la electividad de la
abundancia de recursos tropológicos, y, segundo, la complejización
inmediata de esa tropología. Esto no sólo se articula con la intención
de recoger, como legado esencial, una determinada manera de elaborar el
poema, sino también, y con mucha jerarquía, con el enfrentamiento a las
normas poéticas que, dadas las circunstancias nacionales, más que
emerger, más que asistir al conjunto de normas y tendencias, se
multiplicaban amenazadora e indiscriminadamente. Así, frente a la economía
de recursos tropológicos que se apreciaba en esas promociones
institucionalmente establecidas, aunque no validadas aún por el paso del
tiempo, los poetas cubanos que han nacido poco antes o poco después de
1959 y que, por tanto, comienzan su búsqueda en la década del 80,
imponen una necesidad de asumir el poema como una sucesión ininterrumpida
de figuras literarias; y, además, frente a la preferencia por la figura
diáfana de esa tendencia anterior que parecía dispuesta a totalizar bajo
su decálogo esencial la creación poética, la obligación de una figura
compleja, deudora al extremo de la tradición retórica.
No
son estos, obviamente, los únicos rasgos diferenciadores, pero, a la vez,
cualquier bifurcación regresa a este elemento, cualquier otro camino en
el estilo, y en sus normas, tiene en este aspecto su punto de partida.
Ahora bien, el consumo de la literatura nacional contemporánea, y las
espontáneas y generalmente orales declaraciones de enfrentamiento, no van
a estar limitados por la regionalidad, sino que, por el contrario, se
apreciará una apropiación desenfadada del legado literario internacional
y un no menos desenfadado rechazo a esas normas que por todo el país se
multiplicaban. Aunque, en tanto
estos poetas surgen alrededor de las facilidades creadas por el
sistema para la creación masiva, sobre todo en la fragua de los Talleres
Literarios, las luchas de tendencias se hacen más agudas en la inmediatez
de la región y, desde luego, en la confrontación directa propuesta por
las propias vías institucionales. Ello, con absoluta lógica, redundará
en el constante enfrentamiento, en la revisión
imprescindible, por los emergentes, de la obra ya propuesta y, por
los que han ido accediendo a las editoriales, de la obra a proponer. De ahí
que no sea totalmente posible deslindar a las tendencias puesto
que, toda confrontación directa, todo enfrentamiento a ultranza, entraña
un proceso de contaminación. De ahí, también, que retroceda en la época
para rescatar como parte de ella misma a aquellos que labraron la
apertura, y que, como hilo conductor, prefiera limitarme a una focalización
de fronteras geográficas. Convoquemos, de inicio, a tres de los poetas que marcaban la norma estilística en la región: Carlos Galindo Lena, Félix Luis Viera y Ricardo Riverón. |
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Solamente
en uno vive la muerte que es de todos Y
puesto que el sol madura los pies y la esperanza Démosle
a la muerte un fruto inabarcable.2 Carlos
Galindo Lena «Solamente
los hombres» Nuevamente
ensamblar la cortadura del cuerpo descansado. Ahora
el terraplén arde y desespera. Ahora
es la tarde, compañeros:
a paso de filo y porrón
porrón y filo sudor
porrón filo sudor porrón y
las hojas tratando de cortar donde más duele la
piel con la sangre caliente a flor de piel3 Félix
Luis Viera «Orden
del día» Un
hombre con tantas calles al
hombro, con tanta pena, sin
amor en su alacena, sin
un beso en sus detalles, sin
la gloria de los ayes de
una mujer, sin afluente del
corazón a otro puente, desde
otro puente al misterio, es
un río en cautiverio, es
un agua sin su fuente.4 Ricardo
Riverón Rojas «Nada sin amor» |
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En un saldo discreto, buscando que el poema sea un haz de claros tropos que giran alrededor de una suerte de juegos axiológicos, en estos ejemplos se acumulan los signos, y los versos, de una manera que tendrá después un desborde inusitado. Sin embargo, nos permiten introducir otro de los aspectos que va a constituirse en motivo de enfrentamiento: el empleo de los tópicos axiológicos. Para Galindo Lena, por ejemplo, funciona una aprehensión muy positiva de la muerte en virtud de esa esperanza que deberá ser madurada por el sol y únicamente en el hombre. La negatividad del terrible hecho que es la muerte se levanta sobre los cimientos de una entrega optimista, de un sacrificio exclusivo, y por ello grandioso, del ser humano. En
el fragmento del poema «Orden del día», de Félix Luis Viera, el hombre
se enfrenta a la cotidianeidad, también, desde el sacrificio. La meta
inmediata no es ya el susto de la muerte, sino la posibilidad de vencer la
fatiga del trabajo rudo. En este avatar, las mutilaciones físicas pierden
su envergadura ante la grandeza del esfuerzo. También el punto de vista
del sujeto lírico, perfectamente identificado con el propio autor, hace
explícito un juego axiológico de positividad. En este caso, incluso, los
referentes negativos aparecen en el propio camino del esfuerzo heroico y
no ya distantes e inaccesibles, como pudieran ser las voluntades divinas o
la muerte misma.
En
«Nada sin amor», de Ricardo Riverón, la negatividad se fundamenta justo
en un tópico axiológico positivo referente, aunque no referido, que
intenta erigir la relación erótica amorosa como condición indispensable
para esa misma grandeza del ser humano. El título, más abarcador que los
versos mismos, es un ejercicio de axiología positiva en el cual lo negado
pierde protagonismo e, incluso, se diluye ante la fuerza del enunciado
propuesto. Ese amor, no obstante, no se presenta tanto como un suceso
trascendente como en calidad de una práctica habitual. De este modo, el
hombre no es nada sin amor, pero, a la vez, el amor no es otra cosa que un
paso más de su existencia.
Sin
embargo, ya en estos tres fragmentos puede apreciarse que las
aliteraciones, los procedimientos antitéticos, la sinécdoque y hasta la
ironía, junto a muchas otras figuras del lenguaje, se verán relegadas o
puestas al servicio de esa serie exclusiva de tropos jerárquicos que
componen el símil, la metáfora y la metonimia. En todos, además, se
propone un enunciado que va citando, tal y como lo encontraremos en la
propuesta estética posterior. Pero el principio que traza las líneas de
relación entre escritura y realidad no puede mantenerse inmóvil durante
casi tres décadas.
Por tanto, es posible ubicar una ruptura en el momento en que la
realidad inmediata deja de ser, para el poeta, para ese autor que se afana
en adueñarse del sujeto lírico, un objeto a transformar mediante la
creación y, además, el único camino a la grandeza.
En
principio, el hecho poético fue no sólo un resultado de esos dos
acontecimientos, sino también un producto para esa inmediatez. De ahí
que el locutor fuese humilde, impersonal. Apreciamos, en todo el panorama
nacional, un acercamiento al habla cotidiana mediante una semejanza con el
lenguaje propio de la poesía, y los fragmentos citados ejemplifican esto
en esos pies madurados
por el sol, en las hojas que tratan de cortar donde más duele, o
en el amor que debe estar en la alacena.
Ello implica, además, que el tema —o
la temática—
tienda a convertirse en un objeto más amplio, en el que podría incluirse
el asunto, la trama, el argumento y hasta el sentido del poema. Una
propuesta básicamente estética, como la que surgiría en los 80, desecha
esa empatía entre el habla cotidiana y el lenguaje poético para llamar a
la poesía a la tradición de sus normas, sobre todo aquellos casos históricos
que han centrado en las instancias lingüísticas sus aires de renovación.
Entre
los años 60 y 70 en Cuba se produce una lírica explícitamente
dependiente de la situación, del contexto extrapoético, puesto que, con
invocarlo, bastaba para tener ganada la batalla esencial. A la larga, esto
devino en un problema axiológico que develaba la contradicción interna
de esa actitud de positividad a toda costa, y provocó, en el
enfrentamiento pendular, el abuso de la negatividad y hasta la gravedad a
ultranza. La revisión de los catálogos de poesía puede ser más que
elocuente sólo en el ejercicio de confrontar los títulos de los
poemarios. Será importante para este aspecto detectar un proceso de
contradicción interna entre la actitud declamatoria del enunciado y la
acción enunciativa misma. Por una parte, el poema de esa tendencia
anterior declama en su enunciado su posibilidad de transformar la
realidad, de incidir definitivamente en el contexto social, mientras, su
acción enunciativa es una especie de apéndice de ese devenir histórico
social. Ocurre, en verdad, una acción reafirmativa o, cuando más, una
enfatización de esos presupuestos manejados por el contexto social en su
sistema ideológico. Las nuevas tendencias, por su parte, declamarán su
imposibilidad de interferir en el curso de la realidad, incluso su
impotencia ante aquello que hubieran querido transformar, y, sin embargo,
alrededor de ese movimiento poético se establecerán transformaciones
importantes en el sistema institucional.
En el caso de Carlos Galindo, podemos convocar un fragmento del poema «La muerte en las arenas de girón»: |
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Vinieron
y traían un caballo de humo entre los ojos Eran
como gotas negras como
pomos de azufre que cegasen la luz y
eran para el día los huesos más fieles de la muerte Y sus alforjas de pájaros podridos colgaban de la muerte5 |
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Así continuará el poeta tratando de unir la gravedad del momento a la contigüidad de la palabra bíblica —siempre dócil al recurso de la figuración—, al suceso y, sobre todo, al arquetipo del suceso. Si llamamos uno de los poemas de Por esta libertad, de Fayad Jamís, nos sorprenderá hasta qué punto los textos se parecen. |
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Todos
juntos estamos haciendo la poesía De
cada árbol plantado en una calle de
cada pared se levanta para proteger el sueño de un paria de
cada gota de sudor de un campesino que
mira con sus ojos de lágrimas oscuras la
tierra que tanto lo vio sufrir De
cada nueva victoria está
naciendo la poesía ancha
encendida fértil con
voz de tierra que se raja y
de arado que raja la tierra y
de hombre que lleva el arado cantando bajo el sol La
poesía hecha
por todos en
el río del taller en
la casa de la montaña en
el filo del machete en
los ojos del niño que aprende a leer en
mis manos que aprenden a escribir y
en el corazón de todos los que están aprendiendo que
se puede vivir sin sufrir6 «La poesía» |
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Con
tal búsqueda estilística, el autor centraba su objetivo en apresar una
poética capaz de dialogar con el hombre común, problemática tangible
que ha aflorado, por épocas, en la Historia literaria universal. Pero el
hombre común se encuentra mucho más apto para su propio discurso que
cualquier poeta, así como, para el discurso poético en sí mismo, el único
ideal debe ser el poeta. Al menos así pensábamos, a través de un sinnúmero
de intuiciones dispersas y en el curso de una poiesis
combativa, de enfrentamiento generacional, quienes intentamos
imponer un punto de ruptura en la línea poética de la época. Se buscó,
entonces, si no una pureza del lenguaje, sí una limpieza del sistema. A
través del estilo se fundamentó la temática con el discurso mismo. No
debe entenderse que el poeta evadió la realidad porque eso no ha sucedido
y es, por demás, imposible, sino que la realidad, que anteriormente era
sujeto del poema, pasa a ser objeto. En esta objetualización del contexto
real, de la cotidianeidad ineludible, el poema aparece más en virtud de
la negatividad de tópicos axiológicos referentes, casi siempre referidos
e incluso explícitos a pesar de la complejidad de la figuración del
sentido, que en funciones de positividad. Si bien las declaraciones sobre
las normas poéticas personales son tan declamatorias como las de
promociones anteriores, el nuevo sujeto lírico asume una
colectividad desde el olvido, con regodeos en la marginación y
constantes frustraciones personales que, por extensión, deben repercutir
en una frustración social. Pero, aunque hubo intentos, tampoco floreció
una épica, sino, cuando más, una lírica de anabasis, para emplear un
nombramiento que de pronto se me antoja lezamiano. La lucha por la
ruptura, nacionalmente incluso, no fue tampoco abrupta, más bien se trató
de un ciclo evolutivo en el que, ante la jerarquía violenta de los humanizadores del lenguaje —convertían
al sujeto poético en un ser perfectamente psicológico y perfectamente
biológico—,
el estilo fue permeándose de un lenguaje-sujeto que rehabilitaba la
herencia de una poesía principalmente tropológica o, más bien,
denotativo de una proyección recóndita en el tropo.
Sin embargo en Villa Clara —y en toda la región del centro del país— la lucha de tendencias fue más específicamente lucha de tendencias que enfrentamiento entre poetas por sus sistemas de escritura. Éramos, provincianos al fin, el eco de un fenómeno global capitalino. Y, como todo provinciano, tuvimos la oportunidad de contaminarnos sutilmente, de abdicar sólo de lo que verdaderamente ahogaba la acción de una poética distinta, para lanzarnos al ruedo con algo de tardanza. En semejante contaminación incidió, primero, que la generación precedente no contaba con figuras de fuerte incidencia nacional; segundo, que estas personas accedieron muy tarde a los niveles institucionales que podían ofrecerles un espacio rector, y, tercero, que la principal voz de la región, Carlos Galindo, se sumó muy fácilmente a la tropologización que presentaba a la imagen como su centro vital. De esta manera, juntas, crecieron la incorporación de los estilos —su profusión en virtud de cada estilo individual— y la acumulación figurativa para la producción de una figura. No
obstante, la diferencia existe y el saldo que sigue a la ruptura ostenta
la preciada dualidad de cantidad y calidad. De este modo, los jóvenes
poetas que comienzan a querer darse a conocer en los 80 heredan una polémica
vencida por el agotamiento de sus presupuestos: a saber, primero, si la
poesía debe reflejar la realidad o no; segundo, si el poeta está
impelido a la diáfana comunicación o al hermetismo; y tercero, si el
poema reclama una verdad de servicio o es simplemente un deleite de la
imagen. En la historia de la literatura universal este dilema se ha
resuelto, generalmente después de un estéril agotamiento, por el
abandono de los motivos de pendencia y mediante la búsqueda del ser en la
expresión poética, aún cuando sea común la contradicción que
anteriormente señalara entre la declamación del enunciado y la acción
enunciativa. Y, si bien nadie identifica con rigor el sino de su época,
nadie puede sustraerse de sus embates inmediatos. Así, aún cuando la polémica
esté vencida, para la historia literaria, desde la enumeración misma de
sus presupuestos, las relaciones entre la ideología dominante y la creación
poética propiciarán que se recojan una vez más semejantes presupuestos.
En «Debo decir» el propio Galindo Lena declara: |
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Debo
decir estoy enamorado pero
aún hay demasiada sombra entre nosotros aún
hay pájaros huérfanos que mueren en los bosques niños
que pierden su mirada en los ríos de la tierra cómo
decir estoy enamorado viendo
crecer los hierros de la muerte sabiendo
que la madurez del trigo no llega a muchos labios que la cólera del justo no alcanza para cubrir la tierra7 |
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Después, Heriberto Hernández declamará en su poema «Elegía»: |
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Se
especula con el amor y el verso. Hombre
y caballo se levantan bajo su estrella mínima,
sobre el centro se afirman. Espacio
medular y se hace el verso de la impecable afirmación Sobre
el centro, hombre y caballo, sangre en los titulares y se recorre el mundo en una nube azul.8 |
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Felix Luis Viera cierra el poema «Prefiero los que cantan», del libro homónimo, de esta forma: |
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Prefiero,
digo, los que con sus manos cantan de
una punta a otra del arco de sus vidas
y cantando se van con su
cantar y continúan cantando bajo tierra.9 |
| Y Arístides Vega Chapú, en «El tiempo único de los hombres», se lamenta: |
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Temo
no verme, no verme nunca más,
perder
mi rostro y mi pasado y el ángel que vela la dudosa
luz que me descubre. Roto
el espejo, quedaré suspendido al cuello de una bestia. Es
el fuego, el inútil fuego en que crecen los adolescentes
cuando cruzan los puentes. Es el fuego, el inútil fuego en que creíamos.10 |
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Por demás, y para seguir acumulando ejemplos que puedan ilustrar estas luchas de tópicos axiológicos, mientras Ricardo Riverón compone su décima «Del poema»: |
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Hay
un río que te busca desde
sus aguas sin sombra, que
se enfurece, que nombra tu
nombre de forma brusca. Deja
que busque y conduzca su
frescura y su verdor al
lugar donde la flor de
tu sonrisa está en rama, puebla
su cauce, reclama un lugar en su fragor.11 |
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Sigfredo Ariel asegura en «Ahora mismo un puente»: |
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Y
no te pido más que
me soportes el peso, que respires. Nada
me importa más que este minuto abriéndose
y cerrándose como un párpado. Este
grano de arroz puede ser toda la tierra, que me soportes el peso, que respires.12 |
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El
enfrentamiento no se conforma de polémica directa sino de circunstancia
referencial, acaso buscando una manera mejor de barajar sus propias
cartas. Ahora bien, si en cada uno de los ejemplos se detecta una oposición
en los referentes axiológicos, sobresalen, por encima de los
planteamientos mismos, las normativas recónditas de los recursos del
lenguaje y la difícil decodificación del planteamiento de la imagen,
frente a la diáfana construcción en la frase y la sencilla
correspondencia entre los elementos del código en la imagen. Es obvio que
la desconstrucción de la nueva propuesta estética depende de una
complejidad en las correspondencias poéticas y, además, de una recóndita
búsqueda de significados en un solo significante.
En
este instante de aparición, la propia creación poética comienza a
mostrar una toma de conciencia de la saturación ideológica que le ha
impuesto el sistema institucional, principalmente en la persona de cuadros
entusiastas cuyos conocimientos sobre poesía —y
literatura y cultura en general—
son lamentablemente pobres y rudimentarios. Y en ese avatar, en Villa
Clara surge la Hoja Literaria Brotes,
en la que tanto tuvo que ver el trabajo de Sigfredo Ariel, ligado por su
padre al oficio de impresor. Esta publicación no va a emplear lo que genéricamente
se ubicaría como manifiesto, típico efecto de la lucha entre
vanguardias, sino que va a conformarse con mostrar sus creaciones. Y aquí
se observa ya la contradicción interna entre la proyección declamatoria
y lo dicho, pues aunque en el ir y venir del hormiguero era un hecho que
esta tendencia negaba la transformación del mundo por la poesía, el
resultado es, únicamente, la muestra de lo escrito. Es posible que las
circunstancias inmediatas impidieran a los escritores de Brotes
lanzarse con ese tipo de enfrentamiento vanguardizado. De hecho era apenas
una Hoja Literaria y se hacía un tanto al margen del sopor institucional
que regía en la provincia. Para la época, resultaba una hazaña poder
contar con esa hojita en letra de imprenta salpicada de aquellos angelotes
y clisets de gusto antiguo. De ahí que la actitud, sobre todo en el ámbito
regional, cumpliese la función de enfrentamiento necesaria para las
circunstancias. La reacción inmediata, la polémica oral alrededor de los
Talleres Literarios, que sí era más aguda y que fue acaparando el centro
de la vida literaria en la provincia, tildó a Brotes
de hermetista y de lezamiana, incluso pasando por alto a los poetas cuya
escritura buscaba las fuentes en Whitman, Neruda, Lorca o Roque Dalton,
para llamar la atención sólo sobre los ejemplos más evidentes.
No
precisamente por una visión analítica consciente —prácticamente
imposible dada la juventud de los poetas—
los fundadores y seguidores de Brotes
rechazan la confrontación preceptiva y se enfrascan en la búsqueda de un
estilo lo más desvanguardizado posible, deslumbrado por el laberinto de
significados de la imagen en su condición significante, aunque, paradójicamente,
la vanguardia surrealista aparece en su arsenal inmediato de modelos. Así,
la concepción de herencia hegeliana del artista de su tiempo, de la
creación para su tiempo y de la necesidad de un arte comprensible
inmediato, manualizada hasta el horror a esas alturas, es subvertida por
ellos hacia una creación desde la inmediatez del tiempo del creador hacia
los recónditos estratos de las culturas antiguas, en una apropiación
atemporal de los espacios de esas culturas supuestamente arcaicas. El
gusto, el regusto, y la incorporación de las series imaginarias de esas
fuentes a una poiesis apunta hacia la diferenciación del texto
y el discurso; de la poética
y del poema. Este enfrentamiento debe ser comprendido en el texto mismo,
en el nivel de la intertextualidad, en la polisemia de la palabra y la
frase referente, y aún en la referencia histórica, a partir de que las
vanguardias poéticas de la Revolución cubana del 59 —con
todo y su "pecado original"—
han hecho suya esa distinción.
Los poetas de este grupo parecen comprender que la cotidianeidad, la repetición descontextualizada de imágenes de consumo diario —como en el pop-art— no cumple, en ese momento histórico del socialismo, el papel descontextualizador que tan generalmente se le atribuye, precisamente porque la ideología ha sido impuesta a la naturaleza estética para jerarquizarla a partir de un grupo de ideologemas estereotipados.
Enfrentarse
a una vanguardia básicamente ideológica, pero camuflada en la creación
literaria y no siempre discreta con sus manifestaciones de oportunismo
social y manipulación amañada de la ideología hegemónica, planteaba
una reacción que llamaba a desvanguardizarse. No obstante, enfrentamiento
semejante, perfectamente sumergido en el contexto social, conducía a
apoderarse del envés de esa vanguardia; al sentido —y
no al tópico—
de la postmodernidad. Apoderarse de esas imágenes (aunque se trate de la
visión del otro se traspone en imagen) no es si no una aceptación de la
norma, así como, anteriormente y tras la generación de los 50,
humanizar, cotidianizar a los líderes o a los emblemas lo es también
gracias al grado de ritualización sacra que adquieren esos tratamientos.
De ahí que se produzca una apariencia de regreso a las formas puras poéticas
fundamentado en el contraste entre la impureza del TEXTO y la pureza del
DISCURSO con la pureza del TIEMPO y la impureza del ESPACIO y, además,
con la pureza del POEMA y la impureza de la POÉTICA. Así, el POEMA se
desarrolla en un DISCURSO en el TIEMPO que, mediante la tropologización
de las propias figuras literarias, debe mantener su norma de caballero
inmaculado. Pero las formas puras
referentes evadían, y hasta renunciaban a sus contrarios dialécticos,
asunto que en este grupo poético es asumido con plena conciencia, ya sea
mediante la alusión de sonidos, palabras o frases de evocación contigua,
ya mediante la mitificación y a partir de constructos paralelos. La POÉTICA
está obligada a llevar en su trasfondo ese ESPACIO inmediato en que va a
fundamentarse el TEXTO. Así vemos las series: |
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PUREZA |
IMPUREZA |
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Poema |
_____________________ |
Poética |
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Discurso |
_____________________ | Texto |
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Tiempo |
_____________________ | Espacio |
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Lo puro es inmediato, factual, mientras que la impureza está en un lugar otro, de ahí que el desplazamiento sea inverso a la norma natural de la lectura occidental. |
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Heme
aquí regidor en el noviembre largo. Perseguido
por su sombra sigue el tigre. En
la escarcha del patio corre el tigre Lo
velan extáticos el estanque y la garza Desde los atalayadores salta el tigre a la floresta.13 |
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Así
comienza Pedro Llanes su Diario del
ángel y así continuará, hasta la última frase, veintiuna páginas
después, rescatando con el DISCURSO
el paso inmaculado del POEMA hacia la atemporalidad que es, tantas
veces, el significado elegido para lo perdurable. Berta Caluff, en Tiranía
del mito, sigue una línea parecida, aunque ella no fomenta la
fabulación de Llanes ni se atreve con las permutaciones de la simbolización,
sino que sólo recorre los caminos ya sabidos del acervo griego, como
tratando de atraparlo en una imagen única, de credo religioso acaso, en
el que se ha asimilado la transculturación del cristianismo. |
|
No
existíamos sino en el caos y la imagen, en
las semillas del cielo, en
el calor de tu mano que las oprimiría, en
la digna y ruda mano en el oficio, adorable
palma que alzara el barro por vez primera. La
belleza absoluta comenzaba en su boca. Posesivo,
por sobre el aire y los abismos nos
persigue su signo. Era la noche de los sentidos contra tu espléndida cabeza.14 |
|
En
estos dos ejemplos se hacen muy claras las series de pureza mientras que,
para rastrear las series impuras, será preciso aportar suspicacia en los
equivalentes simbólicos así como voluntad alegórica en el análisis. Más agresivos y preocupados por connotar esa agresividad contra las referencias impuras, aunque aún muy cercanos a esta línea, aparecen Julio Fowler, Heriberto Hernández Medina y, después, Juan Carlos Recio, Norge Espinosa y René Coyra. En un fragmento de «Los esplendores», Julio Fowler escribe: |
|
Llegamos
para colocar perlas en la boca de los muertos. Llegamos
al decimotercer cielo. Había
deidades tendidas sobre un pez, el
pez que hizo la tierra —como
se dijo. Así
marchaba, con una sierpe besando su espalda. Éramos
los guardianes azorados del sol, la ley del péndulo que avanza.15 |
|
Y Heriberto Hernández, en «Centinelas del sueño», arremete: |
|
Les
dimos la razón de ser ciudad y espejo. La
aventura en sus estancias íntimas,
su tórax musical
recorre el laberinto caracol estanciario. Señales
socorridas y pájaros firmados,
catedrales del sueño,
músicos de hojarasca bajando por la cuerda de la voz, hilo presupuestado.16 |
|
En
«Sábado para muchachas solas», Juan Carlos Recio será aún más
atrevido: |
|
La
ciudad donde habitaban árboles oscuros aparece
dibujando cadáveres, sombra
que oculta las bestias del sábado, cuerpos
rotos que danzan tras los muros. No
quiero ver el rostro
las muchachas solas, caravanas
de niños en asalto a los andenes por
si Cristo venía en un barco que es el tren y
los llevaba al estanque de las bestias a cambiar el sueño de su sitio. |
|
Norge Espinosa elegirá ser más directo en la polémica del estilo. Así, en «Poema de situación» postula: |
|
Yo
no necesito la muerte de los mártires No
necesito de sus rostros en la ira de la muchedumbre, no
preciso sus voces que golpean en la pancarta, en los muros, en las redes, en las piezas del domingo.17 |
|
para agregar más adelante: |
|
Me
vale más saber que somos gemelos de un tiempo donde
quizás sus mujeres lleguen a ser las mías y podamos confundirnos en lo febril de las puertas. |
|
Y
René Coyra, en «Nocturno de la sed», lucha por sostener el paralelo
simbólico: |
|
Cuando
las criaturas de la noche se disfrazaron con
el filo de los cuchillos, yo
me vestí de su dolor.
La sed pasa, la luz los
fantasmas y las sombras pasan; sólo
queda el recuerdo con su estatura de hierbas y
un lugar donde la luna recupera sus estrías para el dolor y para el odio.18 |
|
Todos estos poetas se debaten en la misma lucha de tensiones entre las series de pureza e impureza, siempre tropologizando la imagen, siempre adoptando a la imagen como soporte único posible de su poetización.
Rebúsquese,
entre los fragmentos citados, en la irrupción del tigre en la floresta,
de Pedro Llanes; en la noche de los sentidos de Berta Caluff cuando la
hace levantar contra la espléndida cabeza de la Creación Absoluta; en la
ley del péndulo que avanza, con la que se identifica Julio Fowler; y en
la amalgama de imágenes construidas por Heriberto Hernández, en la que
no pueden pasar inadvertidos, por su propia disyuntividad estilística
absolutamente intencional, los pájaros firmados y el hilo presupuestado.
Más fácilmente se encuentran los llamados a la realidad inmediata en los
cadáveres que se confunden con las bestias del sábado, es decir, los
cuerpos rotos que danzan tras los muros, en el fragmento de Juan Carlos
Recio. La visión de un ser humano activo que es, para el poeta, apenas un
ritmo de cadáveres danzantes, y la petición axiológica agriamente
escamoteada en la llegada del tren. Y, además, el verdadero reclamo de
igualdad desmitificadora de los héroes que propone Norge Espinosa ante la
manipulación de la ideología hegemónica. Aunque en René Coyra se
aprecia una voluntad de disolver tras el tropo la sombra del reclamo. Es
necesario, también, rebuscar un tanto en esas criaturas de la noche
disfrazadas con el filo de los cuchillos, y en las propias estrías de la
luna, para sentir una proximidad de esa impureza inmediata de la que se ha
saturado la poética anterior. Así, definen en la pureza del estilo su
manera de poetizar la realidad, su búsqueda de una poiesis que los
identifique y los separe de la vanguardia trasnochada que ha dominado el
panorama literario desde su rutina editorial.
En
los presupuestos estéticos, por demás, se reclama un antropocentrismo
cuyas reminiscencias arcádicas se ubican en el Renacimiento, junto al
simbolismo contingente que reclama el proceso productivo del poema. Esta
oposición, sin embargo, no es exactamente
pendular puesto que la realidad fuera de contexto está diariamente
focalizada en los lenguajes siempre uniformes de los medios de comunicación
masiva y, por tanto, todo intento en ese sentido es sumamente pálido.
Advierto, de nuevo, que esta comprensión no era sino intuición en
aquellos momentos de oralidad febril e intercambio de lecturas personales.
En no pocos casos, ese carácter intuitivo aun hoy pervive mientras que
otros abandonaron su intención de surgir al panorama editorial. Pero, en
los 80, la propia situación de confrontaciones estilísticas permitía su
germen y alimentaba la posibilidad de continuar frecuentando un nuevo ángel.
Debe tenerse en cuenta, también, que estos intentos descontextualizadores
quedarían, de cualquier modo, sin acceso a la difusión masiva, o sin
difusión de ningún tipo, por lo que los niveles de receptividad, lejos
de cumplir las peticiones hegelianas, hacen cada vez más elitarios los
modos de producción. Gracias a esto último, hoy por hoy, la comunicación
entre el lector y nosotros sigue siendo difícil e insegura. Ojalá no nos
cueste épocas de tinta sufragar el vacío que nos separa.
En
el principio, entonces, fue la imagen. La imagen del estilo. La imagen del
poema. La imagen del sentido. La imagen de la imagen. El signo.
De
pronto, y a partir de intuiciones, de signos, nos enfrentábamos a lo que
después se llamaría, bajo comodidad teórica, la postmodernidad. Pero
ser posmoderno (sin nombre en ese instante) significaba volver a los orígenes,
en virtud del principio de aprehensión cultural que legaban los maestros
de la revista, aunque no en su misma dirección, sino para olvidar, en el
sentido de Husserl, el deber de referencia que ellos mismos entrañaban.
La dirección de esa nueva propuesta estética en la poesía de los más jóvenes
en los 80 se enfrentaba a los ecos de la postmodernidad —más
por el estilo que por el sentido—
mediante la apropiación indiscriminada de esos legados y modelos; y a
partir de un olvido del origen comunicativo de la creación poética. A
pesar de la amplitud de referencias culteranas, y de las recónditas
localizaciones de esos elementos, ninguno de estos poetas se preocupará
seriamente por facilitar su ubicación. No significaba, como para Lezama
Lima, estar a la vez en un tiempo y en un tiempo otro gracias a la imagen
ni, como para Jorge Luis Borges, a la vez en un espacio y en un espacio
otro gracias a la circularidad del tiempo, sino estar en un espacio que sólo
es explicable por un tiempo otro; fundamentar una imagen atemporal
absoluta no obstante
haber sido fundada en esa dualidad temporal lezamiana. Pero, sobre
todo, ser posmoderno significaba negar revalidando, aunque sin afirmar,
sin otro proyecto de sentido que el de la imagen misma. Era, en verdad, el
revés de la vanguardia. Podemos, entonces, ver en sus textos a otra serie de poetas que luchaban por ese espacio —irremediablemente impuro— explicado en virtud de un tiempo otro —portador esencial de la pureza del poema. |
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Mañana
o tal vez ayer dormiremos
en los sueños del profeta, él
nos hablará del mármol y de lejanas agonías. Impaciente
náufrago del horizonte, escucha
tú también esos ángeles, mujeres
errantes que dejaron un poco de perfume y muerte en
las estancias del fuego, escombros
cotidianos de los que nadie escribe.19
Joaquín Cabeza de León
«Próximo ayer» Qué
debo hacer, después de todo, si
acabo de descolgar la
última de mis melodías a
pedradas del árbol más alto de mi cuarto; acaso
sonreír tras la ventana como
el cuervo sobre el busto cuando llueve.20
Rafael Soriano
«Carnaval humanoide» el
poeta es un tonto que se traga la luz cuando no muerde lo
dibujan allí donde no estaba lo
meten al revés en expediente y
unas horas después lo llaman por el audio le
piden por favor que no demore que
no deje de hacerles el retablo21
Jorge Ángel Hernández
«El arma encantada» Soy
el loco y sin mi no hay esperanza, no hay silencio,
eso sí tanto silencio que
los hombres no oirán cuando en sus manos
les penetre la lluvia.22
Jorge Luis Mederos
«Nana del loco» Poesía,
llega hasta
mi cual
luz en
todo puesta. De
mi cuerpo tu
sustancia haz,
la merecida claridad de
los que sufro. Hasta
ellos baje tu
resplandor y
el doloroso encaje que
ante mis ojos tiendes. ¿Es
que no eres la
luz?23
Alpidio Alonso Grau
«Salmo» el
malecón pudiera ser un poema coloquial pero
ahora no es más que un muro húmedo donde
escribo estos versos mientras
un barco pasa con
su lámpara encendida24 Yamil Díaz Gómez «Coloquial» |
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En fin, que el estilo, con las normas estrictas del discurso ante la impureza del texto, se ha presentado como una batalla —o como una post-batalla que retoma la herencia pendular de las tendencias del enfrentamiento presentado a los origenistas lezamianos por los humanizadores del lenguaje— en defensa de los maestros, rasgo perfectamente moderno, como puede apreciarse fácilmente. Así aparece la primera versión de la tendencia, en el extremo de una lucha en la que el rival es apenas un texto referente en la aún no concebida Historia Literaria, una norma de ataque que desconoce plenamente al atacante. Y esta primera versión va a complacerse en el espacio de su propia poética —explicada por una poética otra— desplazando la función significante hacia la conceptualización, hacia la metáfora que en la imagen se ha formado. En los fragmentos que acabo de citar se aprecia, no obstante, cierta disyuntividad en relación con los anteriormente convocados de Pedro Llanes, Berta Caluff, Julio Fowler, Heriberto Hernández, Juan Carlos Recio, Norge Espinosa y René Coyra. Para Joaquín Cabeza, Soriano, Jorge Ángel, Mederos, Alonso Grau y Yamil Díaz, la imagen no se concentra en un rebuscamiento tan evidente de sus normas como figura lingüística y, además, el mensaje-objeto lírico aflora con menos dificultad. Los escombros cotidianos, de los que nadie escribe, de Joaquín Cabeza de León, complementan la referencia al mármol y las lejanas agonías de las que hablará el profeta, de modo que se ha comenzado a profetizar una profecía que también debe ser tomada en un sentido segundo, por lo que oculta más que por lo que revela. Rafael Soriano, en tanto, no sabe qué hacer, pues ha descolgado su última melodía (confesión dura en alguien joven, que puede tener una vida literaria por delante) y recurre, con parcos elementos, a la referencia del cuervo de Poe. En mi caso, me detuve en una amarga experiencia personal con la Seguridad del Estado, en la que fue imposible comunicarnos acerca de estos mismos temas de la expresión poética, pues fui llamado a rendir cuentas por una amañada interpretación política de un poema que abordaba asuntos de choque generacional literario; de ahí los juegos entre las frases que remedan su uso cotidiano (la llamada por audio, el acto de meter en expediente, la luz cuando, como los perros, no muerde) dentro de una poiesis que reclama la pureza del lenguaje. También la imprescindible esperanza del loco del sujeto lírico Jorge Luis Mederos inclina el asunto hacia el perfil humano, aunque sin pasar por alto, desde luego, la connotatividad de ese silencio que, al ser tanto, no permitirá a los hombres oír la lluvia penetrando en sus manos. En este caso, la simbolización se hace un tanto recóndita justo detrás de su apariencia llana. Para Alpidio Alonso Grau, en ese fragmento de su poema “Salmo”, la poesía se coloca en el sitio de la divinidad clásica, en su función originaria para la cultura occidental que se nutre de las migajas de Homero. No obstante, una importante función ética la asiste pues, ante la poetización un tanto reacia a la profundizaciones filosóficas, y a los amargos sentimientos personales que preceden a este movimiento, él postula el dolor y el sufrimiento como esplendor, aunque sin que ello pueda desconstruirse como un tópico cristiano. Yamil Díaz, por su parte, escamotea el referente real de su poema para llevar la connotación a un enfrentamiento de tendencias, en las normas estilísticas, como se ha reiterado en este ensayo, que se resuelve en la poetización misma de una realidad que puede ser contemplada de manera diferente. Para este grupo, se hace más clara la relación denotativa a la vez que los recursos interpretantes buscan una contigüidad con sus polos de referencia. Así es como el estilo focaliza las zonas para el enfrentamiento en el discurso mismo. A renovación se llama, más que a un precepto ético, una manera de asumir la discursividad poética. Ahora
bien, esta complacencia en el discurso poético indica también una crisis
en el plano social y una crisis en la relación escritura-sociedad. De ahí
que el discurso se refugie en sí mismo, que busque entre sus propias
normas el objeto a significar o acaso la imagen del objeto aprehendida en
su tropología imprescindible. Convocar objetos (hacerlos, en la terminología de Roland Barthes) o advertir (denunciarlas, en mi juicio subjetivo) las palabras por pura designación de sus sonidos, fuera de una necesidad denotativa, aunque sí amalgamadas a una connotatividad muy selectiva y, por ello, imprescindible, expresa el momento de agresividad de esta vertiente. Así, el sentido no se encuentra siempre y precisamente detrás del resultado semántico de los vocablos y las frases en el verso, sino tras las evocaciones y los referentes sociales que esos sonidos pudieran movilizar. La metaforización de la imagen que ubica al signo en un desplazamiento conceptual, jerarquiza justamente los presupuestos de la norma del estilo en su discurso. Mediante esa agresividad (que también según Roland Barthes es el reverso del no-sentido) y en la tropologización de la imagen lezamiana, se constituye el signo, que es una estructura permanente y permanentemente efímera, no olvidarlo, para traspasar, de la única forma posible y como en el reverso del método hegeliano, la semiosfera poética y, allí mismo, el impuro ambiente de la poética e incidir en los órdenes sociales. Esto los diferencia de sus maestros origenistas, y de los simbolistas franceses, y de T. S. Eliot, y... puesto que la voluntad transformadora se complace, hasta conseguir la saturación, en el lenguaje e intenta, entonces, indagar en las correspondencias sociales. Los contextos míticos, la recurrencia a los mitos —en lo que el cristianismo se desconstruye mucho más como un mito que como una doctrina, como una fuente parabólica más que como un código moral y de conducta, como un referente textual más que como un credo ideal, como una utopía perfectamente posible en el tiempo más que como un acervo de sucesos en el espacio— surge como una oposición demostrativa al absolutismo del materialismo sintáctico, manualizado y banalizado a partir de axiomas y pancartas supuestamente portadoras de las bases del marxismo en su sociedad de nueva construcción. El paralelismo entre el racionalismo europeo, que erigió la operación MITO igual IGNORANCIA, y la lógica materialista en su más simple —y difundida— sintaxis: IDEALISMO igual CONCEPCIÓN NO CIENTÍFICA DEL MUNDO, se intertextualiza en esa poética que surge a la posmodernidad cubana para formar una doble relación: |
|
a)
IDEALIDAD MITIFICADA = CONCEPTO POÉTICO ESENCIAL b)
RACIONALIDAD
=
EXTRAPOIESIS Esto, como se ve fácilmente, conforma un sistema binario de oposiciones que no es esencialmente diferente al de posiciones inmediatas anteriores (sólo cambia el orden del valor) y que está, en cambio, profundamente analogado a la poética origenista y, por esa vía hacia el pasado, con los simbolismos europeos, sobre todo el francés. Este proceso de desembocar en el simbolismo universal mediante el recurso intertextual traza la línea de unión con la actitud renacentista y devela, unívocamente, la aprehensión que se hace del Renacimiento.
Para
ello, se reemplaza la doctrina designativa conversacionalista del hombre
en la sociedad, por una doctrina
comunicativa de la sociedad en el hombre. Se trata, ya en la
instancia del sofisma grácil, de una subversión metodológica que, una
vez más, se realiza en la frase: Por ser humano, a nada soy ajeno. Paradójicamente,
justo en este discurso se aprecia mayor número de obstáculos para una
lectura de comunicación puesto que, confiando en la complicidad de los
sonidos-palabras denunciadas, y en los objetos recién hechos enunciados,
estos poetas oscurecen si no el sentido mismo, sí la posibilidad de
establecer un sentido probatorio.
La
otra vertiente de esa poética que surge en la región
—y,
¿por que no? en el país—
en la década del 80, se diferencia por su tendencia a desplazar el signo
hacia lo simbólico, a partir del procedimiento metonímico que la función
significante requiere para ello. La actitud hacia lo social, y hacia la
propia comprensión de la poética, cumple, en esencia, las características
comunes que hemos relacionado hasta este punto. También apreciamos
complacencia en la extensión del verso y la extensión del texto,
perdiendo el miedo y, sobre todo, el cargo de conciencia por el ejercicio
del oficio, para fundamentar su capacidad aprehensiva del estilo social
con su capacidad de producir el texto mismo. La metatextualidad, que no es
un fenómeno nuevo, aparece también aquí y en oposición inmediata a los
conversacionalistas precedentes (metatextualidad subjetiva), como una
metatextualidad asumida. Su —acaso
debía escribir: nuestra—
identificación como vertiente aparece en el desplazamiento del signo
durante su discurso poético, así como en la manera de intertextualizar
la reacción al materialismo sintáctico. De ahí que esta vertiente
comprenda que
a) IDEALIDAD TEXTUALIZADA = CONTEXTO POÉTICO
ESENCIAL
b) IDEOLOGEMAS ESTRATIFICADOS = EXTRAPOIESIS Aquéllos,
más apegados a la orfebrería de la frase, enérgicos, prácticamente
agresivos con el peligro de contaminación de su discurso, cercanos a las
normas estilísticas pautadas en las poéticas de José Lezama Lima, de
Rimbaud, de Mallarmé, de Perse, de Valery. Éstos, jugando con los
timbres de Baudelaire, de Vallejo y Neruda, de Whitman, de Lorca o Roque
Dalton, de Eliseo Diego o de Virgilio Piñera; mucho más cercanos en el
verso mismo discurso y texto, tiempo y espacio. En este punto radica el
impulso dialéctico que permite al nuevo paradigma continuar, sintetizar
sus sintagmas y, a la vez, crear la tensión diferenciatoria
imprescindible para tipologizar ya en otra casilla. No obstante, debemos
insistir en que esas diferencias se jerarquizan en las normas estilísticas
del discurso mismo.
Tengamos
en cuenta que tanto para unos como para otros el discurso está
generalmente centrado en el locutor, en lugar de en el alocutario; que
también en una y otra parte se produce un discurso autónomo, contentivo
de sus nociones de pureza poética; que para ambas vertientes las
indicaciones sobre enunciación son abundantes y que en ambos casos se
trata de enunciados que citan, por apropiación, y no, entonces, de
enunciados citados, para comprender el momento de unidad de esos poetas
que forman semillero en los apacibles 80 de Villa Clara (para no
extendernos, insisto, a los semilleros del centro, occidente y oriente del
país). La diferencia que impulsa al mecanismo dialéctico radica, pues,
en los predicados. Según Tzvetán Todorov, todos los elementos que
expresan la actitud del locutor respecto de aquello de que se habla están
ligados al predicado, no al sujeto, de ahí que el locutor de aquellos
poetas que inclinan el desplazamiento del signo hacia lo conceptual
—metonímicamente
clasificados como neolezamianos—
produzca actos ilocutorios perfectamente autónomos, lo cual puede
comprobarse en los fragmentos que he citado. A un tiempo, el locutor de
los poetas que desplazan su signo hacia lo simbólico
—whitmanianos,
en la contigüidad apresurada de los clasificadores impresionistas—
se deja contaminar, se expande hasta desafiar las fronteras de la situación.
La abundancia en las indicaciones sobre enunciación son, en los primeros,
auto producidas por las referencias y contextos míticos; mientras que en
los segundos se construye una tropología de su propia textualización
tropológica. Al emprender el enunciado que cita, los conceptualizadores
lo hacen en virtud de una cosmogonía poética global, mientras que los
simbolizadores citan a partir de un sinnúmero de compartimentaciones
contiguas dentro de una gama de fuentes culturales.
Unos
y otros conforman lo que irresponsablemente solemos llamar generación.
Unidos por la paradigmática de la figuración constante de la imagen, se
separan, no obstante, en la sintagmática de la figura en sí. Son, en la
aprehensión diacrónica, una vertiente ya clara de la poesía cubana
mientras que en la comprensión sincrónica se bifurcan para fundamentar
sus propias caracterizaciones. Estamos, entonces, ante la necesidad de
otro momento de ejemplificación desconstructiva en el
análisis. En
el principio fue la imagen: |
|
*
El aro titila en la mano de la madre. *
El buey mutilado va perdiendo su lugar
en la memoria
(Sigfredo Ariel) *
Soy un desconocido en
esas arañas que tejen la lluvia. *
tu rostro será el disfraz para encontrarnos
(Joaquín Cabeza de León) |
|
La imagen del estilo: |
|
*
Devoción por lo antiguo, ese es el juego. *
Espacio medular y se hace el verso de la impecable afirmación. *
Hay medios cuerpos sujetos a su enigma.
(Heriberto Hernández) *
yo mostraba su voz como se muestra un arpa *
La noche no era tan mía
como yo fui de la noche. (Jorge Luis Mederos) |
|
La imagen del poema: |
|
*
Vuelve a la quietud de las formas perfectas
y recobra tu sabiduría *
Tu nombre, oh previsor, para los mortales,
tu boca, cautiva de la imagen
(Berta Caluff) *
Digo que a veces no puedo
ceñir mi voz. *
Poeta plural, desdigo
los retruécanos. Inundo
las imágenes que fundo
con savia nueva. (Arístides Valdés) |
|
La imagen de la imagen: |
|
*
Entonces yo era una esperanza delgadísima
sin otro indicio de selva que este buen olfato para las trampas. *
y me contento con saber qué peces te navegan
y qué destellos te hermosean la fatiga.
(Enma Artiles) *
Luego con mis ojos
hizo peces de música interior *
Lo peor de comerse alguna estrella
fue que mi voz quedó en espejos. (Yamila Rodríguez) |
| El signo: |
|
* Se estruja
la soledad por mi espejo * Encuentro
antílopes en mis manos.
(Alexis Castañeda Pérez de Alejo) * Si tú aciertas
tendrás un rostro en las puertas
serás la diosa del dios. *
Voy con los ojos hablados,
ciega la voz. (Frank Abel Dopico) |
|
Todo autor, a partir de su propia conciencia de escritor, en virtud del acto mismo de crear, proyecta su propia problemática del lenguaje, del mismo modo en que hace valer las situaciones del sentido. En José Lezama Lima el acto literario se convierte en una problemática de la imagen, en una constante estructuración de la imagen en el lenguaje mismo y sobre su propia estructura intrínseca. Así se entregan a sus búsquedas tropológicas los poetas que se inclinan por desplazar el signo hacia la conceptualización de la imagen. Para Virgilio Piñera, por usar un modelo análogo al caso que vamos proyectando, la búsqueda literaria entraña una ubicación de las estructuras del absurdo; el absurdo como el elemento capaz de poner en juego la supuesta sintagmaticidad de la escritura y del propio argumento, ya sea narrativo o poemático. Para los poetas que desplazan el signo hacia la simbolización de la imagen, el absurdo concepto de sintagmaticidad en su función de ser social es dinamitado sobre el propio discurso poético que denuncia su condición de absurdo. Ambos sienten delante de su esfuerzo la linealidad de las formas creativas, la configuración formal del arte, en cualquier instancia de la creación, y por ese laberinto se encaminan; Lezama, lanzando imágenes sin coto que puedan protegerlo de posibles trampas del trayecto; Piñera, dinamitando cada una de esas trampas con la delación del absurdo que su propia lógica esencial entraña y, además, con la atroz apariencia de lo vulgar en lo inmediato irreversible. Así,
los poetas pertenecientes a la generación que emerge en la región
central de Cuba durante los años 80, luchan por reivindicar las marcas
literarias del texto poético y se enfrascan en los problemas tropológicos
como en virtud de la obtención de un emblema. Unos, mediante un
desplazamiento metafórico (voy con
los ojos hablados.../yo mostraba su voz.../ a veces no puedo ceñir mi
voz.../) desplazan el signo hacia una simbolización elemental. Los
otros, sobre un desplazamiento metonímico (La
belleza absoluta comenzaba en tu boca.../ su tórax musical recorre el
laberinto caracol estanciario.../ cambiar el sueño de su sitio.../ en lo
febril de las puertas.../ la luna recupera sus estrías.../ ) proyectan el signo
hacia una conceptualización. Esto, obviamente, como rasgo general, como
tendencia elemental y no en sentido estricto puesto que las
contaminaciones intrageneracionales son mucho más evidentes que las
intergeneracionales. Los metonímicos, en quienes se evidencia mucho más
el magisterio lezamiano, se levantan sobre la base de una epicidad en la
significación o, mejor, en el sentido que la función significante busca
proyectar. Allí, dos rasgos principales se vislumbran: Primero, la
teatralidad asumida por los personajes y los ambientes mismos; segundo, la
apropiación del sujeto explícitamente épico en el yo poético que
esconde su personalidad más humana.
Los
metafóricos, para quienes se mezclan múltiples influencias, se desplazan
desde un antropocentrismo en el sentido. Los dos rasgos de esta variante
se localizan, en primer término, en un tono poético moderado y regular
y, en segundo, en el lirismo de las reflexiones que someten al ambiente a
una poetización, a la marca literaria que la convencionalidad poética
exige según su concepto.
Más
que en el resultado de la construcción del poema, la poesía radica en la
tropologización de la frase. La figura retórica aparece como elemento
virtual de relación, como funtivo conformador del signo en el discurso
literario —ya
sabemos que puro—
y asímismo, en la conformación del texto —fatídicamente
impuro. No obstante, esa figuración del lenguaje, en el lenguaje mismo,
en su estructuración formal,
no determina si no el estilo. La condición y proyección del sentido no
está contenida en la figuración aunque a través de ella misma se
realice. Las relaciones metonímicas son tanto de la prosa como de la poesía,
del realismo como de lo fantástico. Del mismo modo, los desplazamientos
metafóricos aparecen tanto en unos como
en otros. El sentido se encuentra bajo una semantización elemental
que se proyecta a través de la figura retórica, en el signo, hacia los
valores axiológicos que se ponen en juego en el acto comunicativo. La poética
moderna, según la apreciación de Roland Barthes, destruyó la naturaleza
espontáneamente funcional del lenguaje para dejar subsistir solamente los
fundamentos lexicales. Esta conversión de la gramática en prosodia se
instrumenta en virtud de la búsqueda de una musicalidad, de una armonía
cuyo centro irradiador está en el signo, en la colocación del receptor ante el discurso. El
sujeto lírico se presenta arrastrando la representación de una totalidad
de sentidos amalgamados en su fondo y, para ello, se convierte en usuario
de una ruptura gramatical imprescindible que halla en la figuración su única
sintaxis e, incluso, la propia retroalimentación en el impulso
discursivo.
Por tanto, más que continuar estableciendo linderos perecederos y en extremo sutiles, podemos bajar hacia la desconstrucción interior —desde el propio sistema, que es como único se hace visible la desconstrucción— en los autores mismos. Esto, desde luego, proyectaría una especie de continuación que ojalá no abisme la linealidad del ensayo en que montamos como quien recupera la ruta de un tranvía que en el deseo se instala.
Aunque
es imprescindible destacar que el brote poético de quienes buscaron su
primera inserción en el panorama literario entre los años 80, constituye
el eje entre las primeras y más bien escasas apariciones, y la profusión
que vendrá en los 90. En ellos radica el momento de ruptura, el salto en
la diferenciación, la verdadera separación metodológica. Por el
momento, ni siquiera la oralidad circundante anuncia un nuevo malestar en
esos grupos emergentes. Por el contrario, los nacidos en los 70 asumen los
presupuestos poéticos, las convenciones tropológicas que intentamos
reformular —al
heredarlas—
y se entregan al acto de hallar, en cada línea de verso, alguna
imagen más. Notas: 1.
Carlos Galindo Lena: «El desertor del tiempo», en Mortal
como una paloma en pleno vuelo, Editorial Letras Cubanas, La Habana,
1988, p. 68 2.
Félix Luis Viera: «Orden del día», en Una
melodía sin ton ni son bajo la lluvia, Ediciones Unión, La Habana,
1977, p. 14 3.
Op. cit., p. 31 4.
Ricardo Riverón Rojas: «Nada sin amor», en Y
dulce era la luz como un venado, Editorial Letras Cubanas, La Habana,
1989, p. 35 5.
Carlos Galindo Lena: «La muerte en las arenas de Girón», en Mortal
como una paloma en pleno vuelo, Editorial Letras Cubanas, La Habana,
1988, p. 13 6.
Fajad Jamís: «La poesía», en Por
esta libertad, Casa de las Américas, La Habana, 1962, p. 13 7.
Carlos Galindo Lena: «debo decir», en Mortal
como una paloma en pleno vuelo, Editorial Letras Cubanas, La Habana,
1988, p. 32 8.
Heriberto Hernández Medina: «Elegía», en Poemas,
Matanzas, sf. 9.
Félix Luis Viera: «Prefiero los que cantan», en Prefiero
los que cantan, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988 10.
Arístides Vega Chapú: «El tiempo único de los hombres», en De
transparencia en transparencia, Editorial Letras Cubanas, La Habana,
1993, p. 152 11.
Ricardo Riverón Rojas: «Del poema», en Y
dulce era la luz como un venado, Editorial Letras Cubanas, La Habana,
1989, p. 31 12.
Sigfredo Ariel: «Ahora mismo un puente», en Los
ríos de la mañana, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1995, p. 226 13.
Pedro Llanes: Diario del ángel,
Editorial Abril, La Habana, 1993, p. 11 14.
Berta Caluff: «Tiranía del mito», en Tiranía
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Jorge Ángel Hernández Pérez
«Un ángel más», en Ensayos raros y de uso,
Sed de Belleza Editores, Santa Clara, 2002, pp. 63-103
ISBN 959-229-053-9
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