Reflexiones en torno al Pavonazo
Jorge Ángel Hernández

I. Chistes al pairo del Socialismo Real

Cuando se produjo el desmerengamiento del campo socialista europeo, corrió entre nosotros un chiste: ¿Qué es el Socialismo? —se preguntaba, para responder parodiando la frase manualizada y repetida como verso de cartilla de que el Socialismo era el período de tránsito del Capitalismo al Comunismo—: El Socialismo es el periodo de tránsito entre el capitalismo y… el capitalismo. Era un chiste y no había que hacerle mucho caso. Sin embargo, las investigaciones internas en lo que la teoría exterior llamó El Socialismo Real, arrojan demasiados síntomas de que el sistema, manipulado por el concepto ideológico de sus estructuras de poder, no hacía otra cosa que dejarse vencer por las nuevas estrategias del Imperio del capitalismo. Convencidos de que el imperialismo continuaba sus métodos, minuciosamente analizados por Lenin aunque aprendidos a ritmo de manual, sin la más mínima búsqueda de reivindicación, sin atender a ese sector que tras la Segunda Guerra Mundial le había arrebatado la hegemonía global, sin aceptar siquiera que la puesta en marcha de estructuras de relación reclamaban urgentes giros renovatorios en los que a la alienación del trabajo debía insertarse la alienación espiritual, de valores subjetivos y asertos metafísicos.[1]

Las estructuras ideológicas de poder socialista habían renunciado, incluso, a la propia dialéctica del conocimiento, descerrajando con términos de plano despectivos al pensamiento que heredaba los saberes de Marx. Se trata de una interpretación simbólica del sistema enemigo que los estructuralistas llamarían primitiva, pues no solo se negaba a ultranza la eficiencia económica dentro de un mundo que no podía ignorar que al frente los valores se hacían mercancía legitimada, sino también efímeros objetos de consumo que incluso surgían desde sectores subversivos del capitalismo y manifestaciones culturales y contraculturales. Cualquier elemento que reclamase un esfuerzo en el nivel del pensamiento, en el razonamiento inmediato, y que por consiguiente develara las fallas del orden tribal que bajo el socialismo se asentara, encontraba de inmediato las tachas de revisionismo, diversionismo, o cualquier otro de los calificativos al uso, con sus consecuentes represalias, desde luego. La llamada al debate era una trampa, un señuelo que el poder colocaba, además de como válvula de escape para el disentimiento contenido, como un coto de caza de ejemplares peligrosos. Era una práctica estándar, no una salida vital de circunstancia.

El miedo de sus intelectuales, científicos, artistas, profesionales y, vaya paradoja, campesinos y obreros, era signo reflejo del miedo de esa élite que descubría a cada paso estar más lejos de las esencias filosóficas a las que decía deberse. Por obra y gracia de un efecto elemental del ejercicio del poder, el Socialismo había postergado su espectro de valores en virtud de poblar y conservar todas y cada una de las zonas de dominio de su propia sociedad, su control absoluto por parte de una élite lo mas estable posible. En lugar de un sistema cuya espiral dialéctica habría que construir sobre la base de las relaciones globales, el sistema socialista optó no precisamente por la condición imperial —como se le acusa en un simplismo político de derecha— sino por una regresión al fuerte medieval. Construyó fosos, muros, castillos; marcó los levadizos que debían emplearse para salir al exterior, instruyó a las personas que debían recorrerlos y elaboró un espectáculo ideológico para que fuese ejercido en todas sus funciones. Hacia dentro, esta serie de elementos se enriquecía con un control extremo de la distribución de los objetos de primera, segunda y tercera necesidad, y una demarcación demoníaca de cualquier adelanto tecnológico —incluido en ello la bisutería— que de la sociedad de consumo proviniera. Son varios puntos de resumen de sus más lamentables deficiencias, de su ineficacia para autosostenerse.

Otro chiste, que también nosotros heredamos en algún momento, colocaba a un suicida repartidor de propaganda subversiva en medio de una reunión del PCUS. Al comprobar que los volantes repartidos no contenían ningún tipo de escritura, ni siquiera en tinta simpática, se interroga al agitador que, luego de confesar que en efecto repartía propaganda subversiva, explica: Es que lo malo se sabe. Era otro chiste, y el caso se le hacía a contrario, es decir, colmando de acusaciones, sospechas, sambenitos… al que, aún conociendo que “lo malo” era sabido, osara repetirlo.

Pero el sistema socialista propuso, como punto focal de su política, un acceso masivo a las zonas del saber que en el capitalismo se encuentran notablemente reducidas, confinadas a sectores bien delimitados. El «ocio» intelectual es, de cualquier modo, mucho más viable dentro de la nueva sociedad, también el acceso a una carrera de nivel universitario y hasta el lujo de andar de saltimbanqui de un empleo a otro sin que las carencias que de tales actitudes derivan lleven a estados ruinosos de irreversible signo trágico; por consiguiente, la cultura se encuentra en un estatus en efecto superior y, también en consecuencia, al fomentar ese género de fallas si no perfectamente demostrables en una búsqueda que Foucault llamaría de arqueología sí palpables en una aprehensión lógico-poiésica de la sociedad, el sistema se halla a merced de un mayor número de posibilidades para el análisis crítico. Esto, que en el postulado natural de la evolución del pensamiento occidental constituye un importante paso de avance, genera un choque brusco con la élite política que trata de afianzar su pañol de nomenclaturas ideológicas estandarizadas al tiempo que se desconcierta cuando la propaganda enemiga le vira la tortilla mediática. Se produce entonces una contradicción antagónica en el propio seno del sistema pues, en tanto su programa apunta hacia la libertad de la expresión y la búsqueda infinita del conocimiento, solidaridad humana y entrega al trabajo mediante, su política inmediata se proyecta hacia un estatus de conservación a ultranza, de esencia pragmatista. Puestos a elegir entre el riesgo de fallar en la renovación experimental del pensamiento crítico y la seguridad de estancarse con poder seguro, no vacilan en crear un libreto de legitimación de la segunda opción, para el cual reclutarán una buena partida de esos portadores de pensamiento crítico, posibles contribuyentes al desarrollo evolutivo del sistema, pero incapaces de jugarse el estatus intermedio en que se emplean. A esto se suma la afluencia de una actitud oportunista que, por conservadora y desideologizada en su declamatoria propuesta, se deja actuar con bastante libertad, se le permiten excesos aún cuando de vez en vez se les reclame contención. Es algo a largo plazo insostenible que, en el proceder del individuo en su corta duración, crea abismos que no se pueden salvar si no es a costa de ese género de individualidad.

En la cultura, el rendimiento del tiempo entre los actos destructivos —contra, sub y anticulturales— y los esfuerzos constructivos, actúa en proporción inversa: la decisión inmediata que destruye reproduce sus efectos durante mucho después de haber sido proscrita o, como gusta al eufemismo ideológico, rectificada. Para las bases del sistema, la rectificación es no obstante imprescindible, pero sin dejar de advertir que su más óptimo resultado no va más allá de ser un paliativo a un mal inevitable. Lo que se siembra en cosecha cultural no se devasta aún cuando se deje el campo cubierto con asfalto. La acusación discriminatoria y la medida ejemplarizante, al tener focalizados sus destinatarios, ofrecen resultados inmediatos y, por consecuencia, marcan el curso de nuevas actitudes. Toda censura de escarmiento cataliza una avalancha incontrolable de autocensura y, al otro extremo, un mecanismo permanente de legitimación de cualquier signo expresivo que se aventure a hacerle frente o, incluso, a denunciarla. La autoridad del mecanismo de censura no está fundamentada ni siquiera en sí misma pues, al producirse en calidad de contención forzosa, invalida a favor del castigo sus propios preceptos de fundamentación. Y también cierto que, por despiadada, intolerante que sea, ninguna censura carece de argumentos legítimos. Cierto además que todos, con más o menos sutileza, sometemos al otro a restricciones. Este sistema de adjuntos negativos que en la sobrevivencia social halla su marcha para llamarse equilibro, interacción o cualquier concepto análogo, en el devenir cultural se magnifica por medio de los diversos sistemas de significación con que esa condición cultural se lleva a término. Como en el propio interior de las formaciones precapitalistas se había demostrado la efímera eficiencia de estos dispositivos de poder, el capitalismo invirtió el modelo creando por una parte un caos de desinformación llamado tras fanfarrias libertad de expresión, y por otra una clasificación de las hegemonías a las que se va a atribuir la credibilidad. La industria de la información lleva en esencia el más camuflado de los cuchillos de seda con que se va haciendo patente la censura. Y el socialismo real cayó en la trampa; le era imposible, por tanto, legitimar la nomenclatura del bien si se empleaba para ello el instrumento del mal. Fue una cosecha de cizaña que no dejó jamás de producirse y que, aún hoy en día, no ha recibido intentos de enmienda decisivos. Esta trampa global permitió que se reprodujeran las acciones negativas, y de inmediato se magnificaran como reveladores simbólicos de contradicciones antagónicas dentro del sistema socialista. El riesgo en que se adentra la visión marxista del hombre como ser social se vio carente de un análisis crítico dialéctico que pensara para sí a la sociedad y el sistema. El individuo, en efecto, se borró en lo social hasta perder el derecho al talento personal.

Para los gérmenes de aporte en las complejas estructuras del sistema cultural, la larga duración es, quiérase o no, medianamente agónica: se funda con angustia, en medio de las incomprensiones y rechazos comunes a todo cuanto implica una renovación, y sólo después se ven los resultados. Verdad es que, cuando estos esfuerzos se colocan en los ejes sociales que inciden en la evolución, actúan con eficacia aún cuando se intente eliminarlos. Pero ponerlos en juego es un asunto del todo diferente al de tachar. Para aportar, es necesario ampliar los marcos receptivos sin que ello implique un ejercicio ligero de nivelación y sin que entrañe tampoco un acto patológicamente aislacionista. Es algo que aún siendo manejado con extrema observación corre el riesgo de verse en disparates. Las gradaciones en que debe hacerse pertinente el aporte en esencia radical no van directamente de sus creadores al amplio receptor, sino que pasan por el propio engranaje del sistema social, lo cual conlleva a que sea del todo imposible prescindir de la colaboración de su aparato burocrático.

El tercer chiste coloca a una avalancha de ratones socialistas de la URSS emigrando desesperadamente hacia Polonia, manteniendo a través de las nevadas su convicción de seguir construyendo el socialismo a pesar de que en su país han decidido eliminar los elefantes.

—¿Los elefantes? —se asombran quienes los reciben—, ¿y eso qué tiene que ver con ustedes?

—No se imaginan los errores que cometen —argumentan.

II. Espejos para el vampiro

La alternativa de libertad de expresión que Fidel Castro ofrece en sus programáticas Palabras a los intelectuales, queda simplificada por el proceso ejecutorio de la burocracia protectora del poder en el segundo término de su ecuación, es decir, cuando reclama el “derecho del Gobierno Revolucionario” a apreciar “siempre [mío el énfasis] su creación a través del prisma del cristal revolucionario”, “tan respetable como el derecho de cada cual a expresar lo que cada cual quiera expresar”,[2] instrumentado en el modelo de control de la cultura como condición sine qua non para la creación artística y literaria. Ese cristal prismático revolucionario, a favor de un supuesto énfasis en el contenido, desaparece lo formal de su valoración. Es una vuelta más de tuerca al estatuto legítimo de un proceso de cambio revolucionario, una nueva manera de aceptar el laberinto a la trampa en la que el socialismo europeo se debate. Las normas del derecho, justamente, constituyen la fuente elemental de la expansión imperial, y así mismo esas normas son llamadas a cuenta para intentar contener el peligro de una intervención militar que sofoque el proceso revolucionario. Hay evidencias concretas de que el peligro era real, no fabricado, así como hemos visto que, al carecer de la temida amenaza de los cohetes que desde las bases comunistas pudieran afectarlos, las garras del imperio han hecho de la guerra una práctica docente, sustentada en argumentos que son pura retórica política, vacía de sentido y plagada de cinismo. La amenaza latente de la guerra en caliente actuaba como un elemento disuasorio para que entrase en la lid el siempre destructivo caballo de Troya del ejercicio cultural parametrado en rigor. La resistencia cultural que del capitalismo brotaba, se recibía en el socialismo como desviación, las modas que desafiaban el estatuto alienante de la sociedad consumista, se condenaban a ritmo de espectáculo. El extremismo de tales actitudes fue denunciado —y analizado además según sus rigores genéricos— en las sátiras que Marcos Behemaras publicaba, pero eran chiste en fin y quién se iba a poner a hacerles caso.

En ese proceso cubano al socialismo entra en vigor además una aseveración de Ernesto Guevara que, en lugar de obtener el inmediato resultado que él mismo debió haber esperado, se convirtió en versículo justificatorio de los reduccionistas: “la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios.”[3] Y se contó, en un momento dado cuya cumbre está perfectamente asociada al nunca a fondo analizado «quinquenio gris», con revolucionarios que, además de no resultar, de acuerdo con el espíritu de la letra que en su pensamiento es asequible, auténticamente revolucionarios, se advertían como incapaces de enfrentar el fondo complejo de los problemas ideológicos que el estado del proceso reclamaba. Mientras los intelectuales, en muchos casos marcados por otras diferencias que el estatuto del poder no había legitimado, temblaron ante el señalamiento que revelaba ese “pecado original”, los funcionarios dóciles hicieron caso omiso de que se les señalaba que su gusto era bajo, medio, insuficiente, y ocuparon el puesto de la intelectualidad. Este «intercambio de funciones» se produjo, primero, entre los propios poetas que se deslumbraron con el cambio revolucionario y que buscaban un sino para reflejarlo en su expresión poética, téngase en cuenta esto a la hora de juzgar, si es que no se puede evitar la vocación de juez público de la gran parte de quienes deciden lanzarse a publicar sus opiniones.[4]

Reaccionar a estas alturas descargando la culpa en Fidel Castro o el Che Guevara, no es más que una muy burda manera de evadir, si no la incapacidad para el análisis serio, la falta de valor para asumir la responsabilidad. Se puede, y se debe, llamar a juicio crítico a esos —y otros— documentos programáticos, tan estrechamente ligados a la circunstancia histórica, que fueron bien aprovechados por los extremistas para sostener sus feudos. La evolución posterior de la cultura cubana en la revolución demostró que, aun bajo riesgo, como es normal que ocurra en las confrontaciones de ideas donde hay poderes en juego, era posible llamar a camino a los políticos y desmentir públicamente a esos defensores del reduccionismo cultural. Valga de ejemplo la polémica que se desató alrededor de la obra teatral Los equívocos morales, en 1997.[5]

Roque Dalton, en su poema «Espejo para el vampiro», escrito en La Habana entre 1970 y 1972, analiza el asunto de esta forma:

 

Para descubrir a un burócrata

plantéale un problema ideológico.

 

El rostro del problema

no se reflejará en el burócrata.

El rostro del burócrata

no se reflejará en el problema [6]

 

Es necesario, sin embargo, enfrentarle su espejo a esos vampiros; pasar de la simpática, y a la vez amarga, frase con que se concluye ante la contemplación de esos desmanes: Es la CÍA que trabaja.

III. La responsabilidad intelectual, ¿campo minado? 

El abandono paulatino del campo por parte de sus productores originarios, así como la reconstitución del paisaje rural en comunidades urbanas o suburbanas, o en sitios definitivamente yermos, fenómeno que asola a todo el mundo en la medida en que el siglo XX se dispone a quemar su última fase, tuvo su efecto en Cuba en un ritmo no sólo apresurado, sino además irresponsable. El campesinado, que había recibido en propiedad la tierra que jamás imaginó pudiera ser suya, fue reacondicionado de golpe en un sistema de cooperativas cuyas estructuras burocráticas le eran totalmente ajenas y a las cuales se les exigía el imposible reto de asumir el suministro de alimentos a una población plena, total e igualitaria. Se creó así una dicotomía entre el productor agrícola, históricamente explotado, pero educado en el trabajo constante y el amor a la tierra, y el compañero responsable, de guayabera o camisa de cuello con bolsillos repletos de papeles y bolígrafos, desconocedor muchas veces de las especificidades del cultivo, pero eficaz controlador de informes al mando inmediato superior. Heredé, por tradición oral, la anécdota de aquel dirigente que, ante la carencia de espacio para el almacenamiento de las abundantes cosechas de arroz, mandó a un único envase de almacén todo lo acopiado; cuando un productor le señaló que se trataba de diferentes clases, considerando obvio que no podían unirse, él respondió: Arroz, arroz, de la misma tierrita. Se le sumó después el otro que presenta una visita de Fidel a un centro porcino donde se ha importado una puerca muy costosa que va a retribuir la inversión al parir doce lechones. Como pare solo seis, cada funcionario opta por inflar su pequeño globo añadiendo uno más al informe recibido, hasta que el último consigue informar al mando superior que, en efecto, la puerca parió doce lechones. La reacción es lapidaria: Ahora —resuelve— usamos seis para la exportación y seis para el consumo interno.

La programación radial y televisiva que se dirigía al campesinado pasó, también en consecuencia de ese proceso de desruralización, a ser una especie de folclor risible, distanciadamente simpático en el mejor de los casos. Los poetas que surgieron a las letras cubanas con un verso que expresaba el sentir de sus vivencias campestres fueron nombrados, como tachándolos, «tojosistas», pues la tojosa aparecía como un símbolo un tanto nerudiano en sus poemas. Esto, entiéndase bien, no ocurrió ni por decreto ni por sugerencia de oscuros funcionarios ni, mucho menos, por orientación de la política cultural, que estaba tan subsumida en el espectro cerradamente político de su función, que fue incapaz de comprender que lo ponían en riesgo precisamente simplificando el aspecto cultural. Como ocurrió en todo el continente americano, fue enterrada también la novela de la tierra, y la pintura y la danza y todo cuanto representara a la elevada cultura. Esto es algo importante que pesa más sobre la propia visión de los intelectuales que sobre quienes están a cargo de ejercer la política, pues el papel de estos últimos descansa más en recoger la marea de la opinión general, entresacando las necesidades legítimas, para traducirlas en norma en sociedad, en tanto el de los intelectuales está llamado a advertir y promover visiones, tanto sincrónicas como diacrónicas, panorámicas como especializadas, del propio porvenir de su nación. Nuestra intelectualidad, sin embargo, no se curó del trauma represivo del «quinquenio gris», al punto de perder la visión abarcadora que le estaba permitida y conformarse con una instancia de juicio sumario en el que el nombramiento de un culpable, y su castigo, deja zanjados los problemas.

El universo, por su parte, continuaba depredando su reserva ecológica y demandando a la vez mejor nivel de vida. Nuestra cultura, también ante ese efecto, tuvo un trabajo incomparable de creación de instituciones y de asignación —no pocas veces derroche— de recursos para promover la cultura general. Es propaganda irresponsable —de izquierda o de derecha— cuando nos detenemos a aceptar que el hecho es el mensaje. El esfuerzo que entrañó un movimiento de artistas aficionados, con una puerta ancha, en cierto modo masiva, que en la práctica privilegiaba —y hoy mismo continúa haciéndolo con mayor densidad— más la formación del artista que la educación del receptor, se ve forzado a chapotear en los desniveles que se acusan entre los grados alcanzados por la producción artística y cultural y los que presenta el plano receptivo en general. Este es un problema que en el capitalismo no solo no se resuelve, sino que operaría como elemento antisistema en ese impensable acto de búsqueda de soluciones a favor de una cultura elemental para las masas, de ahí que, ante la urgente demanda, manipule los gérmenes contraculturales para estandarizarlos. El socialismo, sin embargo, postula esa apertura, por lo que le urge desprenderse del reflejo de culpa incompetente que la ventajosa propaganda de sus oponentes le transmite. Nuestra política cultural no fomentó, ante esa urgencia, el pensamiento complejo, es decir, la búsqueda de una crítica cultural que pudiera especular libremente sobre la puesta en marcha y los resultados de tales fenómenos; en tanto, la intelectualidad se replegó después de los primeros escarmientos. Tampoco le ha ido importando demasiado. Numerosas denuncias de injusticias entre los más jóvenes, nacidos ya muy dentro del proceso revolucionario, se basan en que algunos —muchos lo evadieron, lo que se confiesa menos— se quejan de haber sido forzados a cumplir un servicio social, como retribución laboral por lo gastado en su carrera gratuita, en zonas intrincadas, o simplemente en provincias. El sujeto urbano, o definitivamente urbanizado, sigue sin admitir al sujeto rural, o del interior, como eficaz portador de su cultura.

No abogo por rescatar cuestiones que en efecto cumplieron su ciclo en la cultura —como, por ejemplo, la reducción cuasi genérica de la novela de la tierra o los ciclos de “cuenteros”— ni por «reivindicar», pongamos, a los discriminados tojosistas, que abrazaron el aletear del neón y los nidos electrónicos apenas se sintieron en franca desventaja, sino por atender a cuáles mecanismos atrofian en la práctica los preceptos letrados que nuestra política cultural ha ido perfilando. No existe, al menos publicado, un pensamiento crítico interior que privilegie y se atenga a la cultura, en su más amplio concepto, es decir, más allá del arte y la literatura. Cuando se hace, queda sajado por la irresponsabilidad MacLuhaniana de que el medio —o el nombramiento— constituye el mensaje. Los pequeños gremios de tendencias literarias y artísticas han sido, justo a partir de esos años de parametración nefasta, una importante compulsión de estas parcelas, y no han actuado ex profeso, o sea, pensando que siembran una mina explosiva en la base del sistema, sino avizorando una salida del todo individual, y en muchos sujetos individualista, a la creciente competencia a que se enfrentan en parte por esa proliferación de formación de artistas y escritores, aunque en mayor medida por el ineficiente aparato de divulgación y promoción de una cultura que no hay que inventar ni, mucho menos, edificar mediáticamente, sino que existe a manos llenas.

Y aunque la ideología oficial declamó, exigió y hasta proclamó la igualdad de raza y género, ello sigue en proyecto, no obligatoriamente por ineficiencia del sistema ni por errores de política, ni siquiera por exclusión de los sujetos actuantes, sino por el devenir natural del ser social en su medio, que se resiste a cambios sobre aquello que ha formado por siglos sus normas de conducta. Sin convertirse por ello en racista, homofóbico o machista, es posible reír con chistes sobre negros, chinos, “loquitas” o mujeres. La tradición en el comportamiento social contiene un número de actantes que inciden tanto en el argumento de las transformaciones sociales como en los paradigmas que el devenir cultural va haciendo pertinentes. Los gremios espontáneos, en principio asociados alrededor de un idiolectema estético, y compulsados más tarde por afinidades sexuales, se apoderaron también de los juicios de valor y consiguieron, hasta las horas de hoy, arrimar la sardina a sus sartenes. Hay mientras tanto un vacío en la responsabilidad con la nación, con la cultura, que es el elemento que empina a la nación por encima de todo sectarismo.

Se puede, desde luego, crear con cinismo mercantil, como se está haciendo con alarmante frecuencia de legitimación mediática en la música, la literatura, el teatro humorístico, las artes plásticas y las artesanías (altamente profesionalizadas en nuestro contexto, para seguir acumulando diferencias que no van a encajar en los estudios que recorren el mundo), pero también debe asumirse que, si existen intelectuales que creen en el deber de trabajar por un mejor entorno cultural en calidad de componente intrínseco de ese mejoramiento del nivel de vida del cual la humanidad en pleno hace reclamo, su cinismo será llamado a análisis profundo, revelador, ante ese amplio receptor que está siendo timado sin vergüenza alguna. No es solamente un postulado, sino también una urgencia de sostén para la permanencia del sistema. Es cierto que es difícil —en mi experiencia personal sobran pruebas y anécdotas—, pero también es cierto que se llega a conseguirlo, aunque sea en costo de no pocos escaños en el imprescindible plano de las retribuciones. El pecado original de cualquier ejercicio de poder, desde un jefe de núcleo familiar hasta un presidente de organizaciones mundiales, radica en su tendencia a limitar las acciones auténticamente revolucionarias. Su virtud, no obstante, se hace pertinente en los resultados de la puesta en equilibrio del caos creador y la conservación estática. A mi entender, eso se llama dialéctica esencial, nada nuevo en verdad.

El poder, sí, que los intelectuales cubanos ejercemos sobre el pensamiento debe salvar las pasarelas entre el caos creador y la conservación del estatus. Por el momento, con excepciones escasas,[7] ese «caos creador», se ha limitado a reivindicación de parcelas gremiales, cuando no a las estándar predicciones del pasado alrededor de figuras ya clásicas que sufrieron los lamentables y traídos embates. 

IV. Y el Pavonazo, por fin, en prolegómeno

El Pavonazo —esa ola de opiniones acerca de la aparición de oscuros personajes en la televisión cubana, con el consiguiente apoyo público de la dirección del Partido Comunista a la justa preocupación— ha constituido, en principio, una piedra de toque en las fisuras que limitan el accionar de una política cultural de la revolución cubana. Enseguida, y como si no hubiese intención de permitir que se produzca entre nosotros el debate —para el cual no es imprescindible excluir a los cubanos que residen fuera de la Isla, aunque sí es inevitable que no se autoexcluyan ellos mismos—, se hizo una congestión de culpas añadidas, una catarsis de frases contenidas, con todos los elementos de tipificación psicológica. Asombra cómo el mar, el vértigo del vuelo, el libre contacto de Internet y el sucumbir a una mejora notable del sustento, hacen que se pierda la perspectiva elemental de haber vivido en Cuba. En esta orilla, del ejercicio de provocación semiósica de Desiderio Navarro, se pasó a la avalancha anecdótica, al testimonio de la cicatriz que nunca va a sanar; luego al intento de búsqueda de consecuencias que esos errores producen, y de inmediato al grupo de medidas institucionales que continúan considerando como un mero anexo a los intelectuales que en provincia ejercemos y sin decidirse por la confrontación abierta en los espacios públicos. Un giro a fin de cuentas favorable, cuyas insuficiencias pudieran resarcirse si con autenticidad revolucionaria se ha asumido. La institución que media no debe cometer una vez más el mismo error de, al considerarse en dominio absoluto del criterio, manualizar la solución en consonancia con un supuesto político inmediato.

Trabajar por el capitalismo, la CÍA, el socialismo, la cultura cubana, la subcultura o el arte, es algo que se hace independientemente de si se firma o no el pacto, de si se asiste o no a determinados eventos, de si se grita o no en tribunas, de si se limpia o no el currículo, de si se gana o no lo justo por la obra. Por eso mismo me abstengo de llamar a nadie a nada, a menos, eso sí, que a usted le importe en algo Cuba y su cultura, sus gentes del montón y sus intelectuales todos.

Jorge Ángel Hernández

Referencias:

(1) Aunque las sugerencias bibliográficas pudieran llenar un abultado volumen, sin que por ello peque de exhaustivo, quiero reconocer como trasfondo de estas ideas al estudio Imperio, de Michael Hardt y Antonio Negri, su referente opuesto en los ensayos y artículos de Immanuel Wallerstein sobre el sistema-mundo, y el excelente trabajo investigativo de Frances Stonor Saunders La CÍA y la guerra fría cultural, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales en 2003

[2] Fidel Castro: «Palabras a los intelectuales», en Revolución, Letras, Arte, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, pp. 7-33, Cf. p. 23

[3] Ernesto Che Guevara: «El socialismo y el hombre en Cuba», en Revolución, Letras, Arte, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, pp. 34-48, Cf. p. 45

[4] Este síntoma específico lo he planteado en el ensayo «Años 50: Una vertiente del torrente», incluido en Ensayos raros y de uso, Ediciones Sed de Belleza, Santa Clara, Cuba, 2002, pp. 7-27

[5] Véase el Dossier «Teatro y espacio social: Una polémica necesaria», pp. 40-58, en La Gaceta de Cuba, Nº 1, enero-febrero 1997

[6] Roque Dalton: «El espejo para el vampiro», en Poesía escogida, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de la Habana, 1989 p. 351

[7] Entre estas excepciones me gustaría señalar a Víctor Fowler, con sus libros Rupturas y Homenajes, Ediciones Unión, 1998 y La Maldición. Una historia del placer como conquista, Editorial Letras Cubanas, 1996, así como otros artículos y ensayos periódicamente publicados, cuyas fichas no tengo de momento, y que han estremecido la tranquila canonización que ejercían valoraciones como las de Salvador Redonet, Arturo Arango o Amir Valle, capitaneando un tanto la tendencia, no sólo parciales y pálidamente panorámicas, tal como va siendo el caso actual de Alberto Garrandés con sus interminables “Presunciones”, sino también exclusivistas en relación con otra literatura que conocen y cuyos valores alevosamente ignoran.

Jorge Ángel Hernández Pérez 

Ir a índice de América

Ir a índice de Hernández, Jorge Ángel

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio