Tradición e innovación en
Lope de Vega |
Toda España está en Lope; toda la España de la plenitud, toda la España de los siglos de germinación y de lucha, la España épica y la España novelesca. Caben la tierra y el pueblo en la obra vasta, mundo de luz sin contrastes de sombra. España vive allí en pura inocencia, lejos toda sospecha de caída, toda vacilación sobre su grandeza y su triunfo eterno . El mundo todo vive la perfección: si el hombre individual peca, si la sociedad comete errores, la divinidad todo lo repara y endereza. No hay interrogaciones, no hay dudas. Ni Job ni Prometeo hallan lugar en el mundo de Lope. Aun en la Tierra, pueden corregir el mal la piedad de los santos y la justicia de los reyes. Lope vive la eternidad: eléata espontáneo, es insensible al cambio de los tiempos. Al contrario de Cervantes, con quien vivimos en la crisis de la transformación moral del mundo: su gran epopeya cómica, como puerta de trágica ironía, se cierra sobre las irreales andanzas de la edad caballeresca y las nunca satisfechas ambiciones de la era humanística, dejándonos confinados entre las prosaicas perspectivas de la Edad Moderna. El Quijote anuncia que ha terminado la época en que el ideal tenía derecho a afirmarse, para vencer o sufrir, en pública lucha contra los desórdenes del instinto; ha comenzado la era en que dominará el criterio práctico y mundano, sacrificando la justicia al orden y la virtud al éxito. La fe, impulso motor de la Edad Media, se relega al fondo del paisaje; el entusiasmo de la vida humana, impulso motor del Renacimiento, se rebaja al empeño de organizar y afianzar la posesión de bienes y poder, la satisfacción de goces vulgares. La Edad Media ha muerto; el Renacimiento ha fracasado. Hay que despedirse de toda ilusión de que el esfuerzo heroico y la inteligencia generosa puedan implantar el reino del bien sobre la Tierra, imponer la utopía, una de las magnas creaciones espirituales del Mediterráneo. A la transformación espiritual de Europa se suma la crisis de España. El pueblo que bajo la creadora mano de Isabel la Católica alcanzó en breves años su unidad política, descubrió el nuevo mundo y se presentó ante Europa como poder decisivo, quedó abrumado de problemas imprevisibles cuando su imperio se multiplicó en magnitudes territoriales que nunca soñó Persia, ni Macedonia, ni Roma. Apogeo deslumbrante, pero que llevaba en germen la crisis desde el siglo XVI. En el XVII, la crisis se ha declarado. Lope, cuya vida comienza durante el esplendor y declina durante la decadencia, no adivina la crisis. ¿Lo ofuscaban, tal vez, el brillo de la corte, la agitación de las ciudades? No acude siquiera al lugar común de que tiempos pasados hayan sido mejores, al menos en virtud y valor, como murmura Góngora; no anuncia la amarga queja ni la censura franca de Quevedo, de Gracián, de Saavedra Fajardo. En Cervantes sentimos el tiempo, dice Azorín; en Lope el espacio, el amplio espacio de la tierra española, con toda su variedad de paisajes y de vidas. El pasado de España está en Lope, sin diferencia sustancial con el presente: está sentido como presente, hasta cuando —cediendo a modas de ajena invención— lo hace hablar en arcaico, en la falsa lengua arcaica de Las famosas asturianas y Los jueces de Castilla. No hay Edad Media en Lope: cuanto en él es medieval, lo es porque dura como cosa viva en la España de su tiempo. Tradición, en él, es tradición viva; nunca tradición apoyada en esfuerzo arqueológico. Y es que en España no hay, de la Edad Media al Renacimiento, ruptura de tradiciones. Se ha discutido si en España hubo Renacimiento; no menos podría discutirse si hubo Edad Media. Ambos procesos históricos parecerán ausentes de la vida española si se escogen como arquetipos inmutables, para el Renacimiento, Italia, para la Edad Media, Francia. Pero en ningún pueblo de Europa se dan estos procesos en paralelas rigurosas con los de pueblos vecinos: cada cual les impone su tono y su ritmo. Hasta en obras individuales hay ejemplos de disparidad: en Dante la concepción del mundo es medieval, pero en su uso del lenguaje hay toda la conciencia del sentido y toda la pulimentada lucidez de la edad moderna. España vive a su manera sus procesos históricos: de su siembra medieval recoge frutos todavía en tiempos muy posteriores: si no aprovecha todas las corrientes del Renacimiento, conserva vitalidad, frescura, sentido de la tierra, en su vida espiritual. Si la historia de la cultura no estuviera contagiada de los males crónicos de la política y de los males epidémicos de la moda, conocimiento general sería, derramado de los talleres de especialistas donde ahora se congela, la función de España, a la par de las mejores, en el esfuerzo constructor de la civilización moderna: su función creadora y renovadora en la filosofía del siglo XVI, en la orientación humanitaria del derecho público, en su múltiple arquitectura, en el amplio desarrollo de la pintura que desemboca en el Greco y Velázquez, en su escultura de piedra y de madera pintada, en la música polifónica, en la danza. En la literatura española hay formas medievales que sobreviven, como el cantar de gesta, que se reconstruye y multiplica en el romance, la frondosa canción popular, el drama religioso, que crece lentamente hasta convertirse en el complejo tejido filosófico del auto sacramental; hay formas del Renacimiento, como la novela pastoril, como la epopeya artificial y la poesía lírica de tipo italiano, con su instrumento rítmico, el verso endecasílabo; hay formas nuevas, como la novela picaresca. En el teatro, como síntesis de multitud de elementos, surge la comedia. Lope, principal animador y organizador de la comedia, nace en el momento en que España se siente dueña de sí, dueña de todas sus invenciones y de todas sus adquisiciones, e irradia hacia afuera. En su obra se unirán tradición e innovación. Su religión, desde luego, es tradicional. Es todavía el jubiloso catolicismo popular de la Edad Media: las gentes vivían la amplia confianza en Dios; no temían gravemente a la muerte, porque eran humildes, alegres, fraternales con el prójimo; sus pecados eran caídas materiales, caídas del hombre corporal, no pecados del espíritu, que hacen despeñarse a los ángeles. Al catolicismo de Lope no lo ha tocado la marea inquietadora de Erasmo; nada queda en él de aquella rumorosa pleamar en que se levanta la conciencia religiosa de España bajo Carlos V, en unidad de ritmo con todo el Occidente. Pero a ratos se contagia, perdiendo altura y limpieza, de la vulgaridad de la devoción frailuna, que tanto combatió a Erasmo; a ratos, el Concilio de Trento echa sobre él ligera sombra de severidad. Cristiano ingenuo, devoto fiel, sacerdote durante sus veinte últimos años, Lope no es teólogo: de cultura teológica hubo de adquirir la estrechamente necesaria para recibir las órdenes sacerdotales; a ella se sumaban nociones dispersas en cien libros leídos al azar. Sus autos sacramentales están a la mitad del camino que va de los antiguos misterios bíblicos y representaciones morales a las complejas fábricas teológicas de Calderón. Escribió, de joven, representaciones morales; escribió coloquios sobre la concepción de la Virgen y el bautismo de Cristo; escribió Autos del Nacimiento. Es él quien da al auto forma plena, de tres dimensiones, con movimientos y entrelazamientos de personajes y sucesos como en la comedia, dejando atrás los esquemas lineales que dominaron el siglo XVI; pero su doctrina es sencilla, claras sus alegorías, humanas sus emociones. Excepcional entre los suyos, el auto de Las aventuras del hombre debió de escribirlo en la vejez y para competir con Calderón en complicación de símbolos y en grandilocuencia. En sus comedias bíblicas, aunque acude a la Escritura desde La creación del mundo hasta El nacimiento de Cristo, y en sus comedias de santos, huye de problemas temerosos como los de Tirso, Mira de Amescua, Calderón. Meramente los apunta en Barlaam y Josafat, en El divino africano. No sin motivo: su inexperiencia en el manejo de cuestiones teológicas es quizás lo que dió pretexto a la Inquisición para reprenderlo. La devoción vulgar lo arrastra a interpretaciones groseras de la doctrina de la gracia, como en El rústico del cielo, donde actos de imbecilidad pura se ofrecen como muestras de santidad, o en La fianza satisfecha —si no suya, refundición de obra suya—, donde el pecador se da rienda suelta en el mal, confiando en arrepentirse a tiempo, como el financiero que se arriesga a juegos ilícitos, con la esperanza del golpe final que enderece sus fortunas y lo consagre honesto. Cuando está limpio de toda mancha de cálculo, cuando fluye espontáneo y sincero, el arrepentimiento es uno de los grandes temas de Lope, tanto en su poesía personal como en sus invenciones dramáticas: así, en La buena guarda, su obra maestra en el drama religioso, versión de la popularísima leyenda medieval de la monja pecadora a quien la Virgen sustituye o hace sustituir en el convento. Aquí la pecadora se encomienda a la gracia divina, a través de la Virgen, pero la guía sólo su devoción, sin cuentas interesadas: cuando se arrepiente, ignora que sus preces fueron oídas. La poesía religiosa en España había dado sus flores de devoción ingenua, desde Berceo hasta Gil Vicente, cuyo elogio de la Virgen es maravilla (“Muy graciosa es la doncella...") En el siglo asciende al éxtasis de amor en San Juan de la Cruz, sube la escala intelectual con Fray Luis de León “hasta llegar a la más alta esfera”. Lope se queda en la tierra, con emociones humanas de singular ternura. Es ésta su nota personal en la poesía religiosa : la comparte, con mayor ingenuidad, Fray José de Valdivieso. Suya es, renovada siempre, pero siempre con variaciones, la delicadeza de los arrullos de la Virgen al Niño; suyas la quejumbrosa soledad del pastor que busca su oveja perdida, del salvador que busca el alma extraviada, y la extraña impresión, indefinida, penetrante, la vaga angustia, que siente el corazón infiel y olvidadizo, como en el incomparable soneto “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?”, cuyo paralelo se encuentra en El serafín humano, el drama hagiográfico sobre Francisco de Asís: Yo estaba ciego, vida de mi vida, pues no te abrí cuando llamaste luego... ¿Es posible, mi Dios, que no te oyese Francisco, cuando tú dabas suspiros por que la puerta a tu hermosura abriese?... Tú, los inviernos en mi calle helando tu regalado cuerpo, y yo durmiendo... Su religión tradicional le bastaba a Lope como filosofía, como explicación del mundo. Toda su ética está en su religión y en los ejemplos virtuosos de la historia clásica: toda su ética superior, porque su moral de todos los días la recibe, sin asomo de crítica, del ambiente; en contraste, Ruiz de Alarcón, el criollo, el jorobado, el desdeñado, hará severa disección de aquella moral cotidiana. Para la concepción de la belleza, ya que el catolicismo no le daba doctrina oficial, acude a los dos maestros de la antigüedad clásica que la Iglesia veía como aliados suyos, como que de ellos procede, directa o mediatamente, toda la metafísica cristiana. Lope leía a Platón y Aristóteles, si no en los originales griegos, en versiones latinas; pero las doctrinas platónicas y aristotélicas que se incorporó e hizo suyas son las que circulaban en interpretaciones del Renacimiento. La teoría de las Ideas, ejemplificada en la Belleza, y la doctrina platónica del amor, constituían el fundamento de la filosofía de los poetas en Italia y en España; el camino principal para su difusión había sido la Fitografía de León Hebreo: los diálogos del gran judío español, en español escritos quizás, habían refluido sobre su patria, ya en el texto italiano, ya a través de versiones como la acrisolada de nuestro Inca Garcilaso; otro camino, El Cortesano de Castiglione, manual de la cultura espiritual y social durante cien años. Entre la concepción de la creación artística que pone todo el énfasis en la inspiración, con escaso interés en los métodos, como sucede en el Ion platónico, y la que pone el énfasis en la disciplina que dirige y encauza la inspiración, según se implica en los tratados aristotélicos, Lope, como toda su época, se inclina hacia Aristóteles. Piensa que la poesía perfecta pide toque y retoque; que el poeta debe dejar “oscuro el borrador y el verso claro”. Sus grandes poemas, sus sonetos y canciones, fueron cuidadosamente trabajados: hay soneto manuscrito en que, para llegar a los catorce versos definitivos, ensayó setenta. A las comedias no les dedica tanto esfuerzo: las destina al éxito, no a la inmortalidad. El manuscrito de Barlaam y Josafat revela que escribió la obra de corrido, sin más retoques que los que inmediatamente se le ocurrían: no hay señal de que releyera su texto. En su autocrítica, escoge siempre como mejores las comedias que más trabajó. Pero Ion se venga: ni los contemporáneos, que sepamos, ni la posteridad, según sabemos, aceptan el voto de Lope; él era cosa ligera, alada y sagrada: no conoce sus mejores momentos. Aristotélica es, además, la doctrina oficial sobre la tragedia y la comedia que Lope leyó en libros; aristotélica, pero no legítima sino deformada por los comentadores italianos: de ellos viene (Castelvetro) la absurda teoría de las tres unidades. Larga es ya la discusión sobre la actitud de Lope frente a las teorías de los preceptistas de Italia; sobre el significado de su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Creo que la discusión se ha alargado — innecesariamente — porque se estudian sólo las palabras del Arte nuevo, pero no las circunstancias en que se produce. Lope declara que conoce el sistema clásico de la tragedia y la comedia; que lo cree digno de todo respeto; pero que en España se ha inventado otro sistema, y es el que él adopta, y el que explica. No cree despreciable el sistema español, pero lo trata como inferior porque se dirige a una academia de “ingenios nobles”, atentos a la moda de Italia, pero deseosos de conocer los principios de aquellas comedias que ellos, como toda España, veían y aplaudían. Todo está dicho con sonrisa y guiño de ojo. ¿No comienza diciéndoles a sus colegas académicos que ellos, aunque hayan escrito menos comedias que él, saben más que él “del arte de escribirlas y de todo”? Excesivos parecerán los términos de bárbaro y necio aplicados a las comedias y al vulgo que las pide; pero atrapemos el guiño: Lope termina el Arte nuevo condenándose como el más bárbaro de los poetas, porque es quien más comedias ha escrito. En el siglo XVII no existía nuestro concepto romántico del yo del poeta como sagrado e intangible; epítetos como bárbaro y necio son simples hipérboles para designar cosas que no se ajustan a las doctrinas oficiales. En nuestros días ¿no hay periodistas que descuidan como cosa efímera sus eficaces artículos editoriales, mientras aspiran a la dudosa inmortalidad con novelas y dramas? No es que ignoren la calidad de sus artículos; pero la novela y el drama constituyen literatura que da categoría. Y la supuesta contradicción en Lope no es distinta: no desdeñaba sus comedias, pero escribía epopeyas de gabinete, sonetos y canciones en liras. Al avanzar el tiempo, se convenció de que su sistema dramático tenía iguales derechos que el de los tratados de poética; descubrió su justificación histórica, como la descubrían tantos compatriotas suyos, venciendo la pobreza de criterio de los preceptistas italianos: así Ricardo del Turia y Tirso de Molina, que compara la mutación de las formas artísticas con la transformación de las especies biológicas según “la diversidad del terruño y la diferente influencia del cielo y clima a que están sujetos”. Lope, en el breve prólogo de El castigo sin venganza, manifiesta que “el gusto puede mudar los preceptos, como el uso los trajes y el tiempo las costumbres”. Y así justifica sus métodos en diversos prefacios, si bien quejándose, como ya se quejaba en el Arte nuevo, de las malas prácticas de los autores ignorantes e irreflexivos. Pero ahí no se detuvo. Hay en su vida literaria estrategia y malicia. Quería estar bien con todos: a eso lo inclinaba su nativa benevolencia, ajena al rencor y a la envidia; la cordialidad le conquistaba simpatías; la habilidad afianzaba el éxito. “Todos dicen mal de él, y él bien de todos; no sé quien miente”, son palabras que pone en boca del Teatro como personaje alegórico. Pero cuando cree que la injusticia se excede, se defiende y se hace defender. Sus amigos se exaltan en su honor: cuando hubo que impugnar los ataques del latinista Torres Rámila, cuya obra se hizo desaparecer enteramente, el más entusiasta de los defensores, el Maestro Alfonso Sánchez, catedrático en la Universidad de Alcalá, declara con deliciosa soberbia de futurista que Lope es creador de nuevo arte cuyos preceptos formula con tanta autoridad como Horacio y que sus comedias son mejores que las de Aristófanes y Menandro. El teatro español tenía sus métodos, precisos y exactos, que Lope expuso con prosaica claridad en los versos blancos de su Arte nuevo. Después de largos tanteos, la forma de la comedia —tres jornadas en verso— se definió con extraordinaria rapidez, tanta, que no sabemos bien el cómo; apenas sabemos cuándo: entre 1580 y 1590. Nada permite atribuir a Lope, de modo exclusivo, la fijación del tipo; todo indica la colaboración de los poetas valencianos, con prioridad probable en muchos aspectos; pero sí podemos atribuirle a Lope el triunfo, como podemos atribuirle a Garcilaso el triunfo de las innovaciones de Boscán. La irrupción de Lope en el teatro abre una era nueva en la literatura española. Ante todo, impone definitivamente el teatro en verso, después de larga vacilación entre el verso y la prosa, con ocasionales intentos de mezcla de verso y prosa, como en los autos jesuíticos de la Parábola coenae y del Examen sacrum. La forma que al fin se impuso lleva gran variedad de metros y estrofas: redondillas, quintillas, décimas, romances, romancillos, tercetos, octavas reales, silvas, versos blancos, pareados, sonetos, cantares y danzas en versos regulares o en versos fluctuantes. La polimetría hace función igual que el verso y la prosa alternados en Shakespeare: a cada especie de estrofa corresponden especies de situación dramática; si bien estas normas, que Lope explicó en el Arte nuevo, no siempre se cumplen con rigor, y a veces los caprichos de la facilidad traen cambio inesperado en las formas métricas. Al imponer Lope el verso, el teatro resultó, de pronto, profesión lucrativa para los poetas, que en España, en el siglo XVI, o eran nobles y sacerdotes que disponían de ocios, o vivían de la mendicidad áulica. Signo de los tiempos: entramos íntegramente en la edad moderna; el poeta se hace mercantil, pero se hace independiente. El poeta se libertará de los caprichos del poderoso (“Fabio, las esperanzas cortesanas prisiones son”): vivirá del aplauso del vulgo, comerciará con él, conocerá las dichosas responsabilidades y la peligrosa comodidad de la autarquía. En la vida de Lope se advierte el cambio: cuando joven, al servicio del Duque de Alba, es todavía cortesano comedido y sumiso; cuando hombre maduro, en sus relaciones con el Duque de Sessa no hay respeto sino amistad, camaradería, complicidad. La invasión de los poetas independientes en el teatro modifica el carácter de la literatura española en el siglo XVII: reaparece el escritor que está en contacto directo y amplio con toda la nación, con todo el pueblo, desde el rey hasta el labrador, como en la Edad Media. Del siglo XII al XIV, del Cantar de Mió Cid al Libro de buen amor, la literatura española es nacional: el poema épico, el romance, las canciones, suben hasta los palacios o descienden hasta las plazas y los ejidos de las aldeas. Poco de real tuvo la división entre arte popular y arte culto, entre mester de juglaría y mester de clerecía: los poemas de los clérigos andaban en boca de los juglares. Las crónicas históricas, los cuentos, las disertaciones morales, corrían de mano en mano, y su contenido irradiaba desde las gentes que sabían leer hasta las masas pobres en letras pero fuertes en curiosidad. Las representaciones dramáticas eran instrumento popular de la Iglesia. Sólo la poesía trovadoresca tuvo carácter cortesano: en Castilla raras veces se escribió en la lengua local. A fines del siglo XIV comienza la escisión. El arte trovadoresco domina en los palacios, se adueña del idioma castellano en las cortes. En el siglo XV la influencia italiana hace completa la ruptura. Una es entonces la poesía escolástico-cortesana y otra la poesía popular. Nunca se recordarán demasiado las palabras con que el Marqués de Santillana expresa su desdén hacia los “ínfimos... que sin ningún orden, regla ni cuento fazen estos romances e cantares de que las gentes de baxa e servil condición se alegran”. Nunca se recordarán demasiado, porque esas palabras deben servirnos de texto para lecciones de humildad: esos romances y cantares son ahora maravilla del mundo, mientras la obra de los poetas doctos sabe a polvo, y de ellos sólo viven en la común memoria de los hombres las serranillas en que el Marqués remedó la ingenuidad popular y la desolada desnudez de la elegía de Jorge Manrique. Recordemos que el caso se ha repetido modernamente en la Argentina, entre la poesía culta y la poesía gauchesca. En el siglo XVI, la escisión se mantiene. Pero entonces sí hay grandes poetas entre los doctos: Garcilaso, Fray Luis de León, Fernando de Herrera, San Juan de la Cruz. En la literatura que va de los tiempos de los Reyes Católicos a los de Felipe II domina el tono humanístico, con Boscán, Garcilaso, los dos Valdés, Guevara, Hurtado de Mendoza, Jorge de Montemayor, Gil Polo, los dos Luises, San Juan de la Cruz, Herrera, los dos Leonardos de Argensola. Unas cuantas obras mantienen la línea de equilibrio en que se cautiva por igual la mirada de los doctos y el interés del vulgo: el Amadís, la Celestina, los cantares y el teatro de Juan del Encina y de Gil Vicente, los romances cultos, el Lazarillo de Tormes, los escritos de Santa Teresa. Pero a fines del siglo la línea de equilibrio se hace frecuente. El teatro en formación, con los poetas sevillanos y valencianos, tendía a adoptarla: no eran ahora ingenios legos, como Lope de Rueda, quienes componían para la escena; eran hombres de letras, pero atentos al gusto de la multitud. España, dueña de sí, dueña de todos los primores de arte aprendidos en Italia, vuelve la vista a sus tesoros nativos y combina tradición y novedad. Con la rotundez melódica y los acordes perfectos de los endecasílabos alternan ahora la síncopa y las disonancias de los cantos y danzas del pueblo, cuyos ecos no se oían en Garcilaso, ni en Herrera, ni siquiera en Fray Luis, el amigo del gran Salinas, sabio patriarca de los estudios sobre música popular. La combinación que ensayan sevillanos y valencianos, la hace normal y general Lope de Vega, el madrileño, el ingenio de la corte. Como en el teatro, este propósito se cumple en la poesía lírica. Lope cuenta con el más sorprendente de los aliados, Góngora, cuyos mejores romances y letrillas pertenecen al final del siglo XVI, — Hermana Marica..., Andeme yo caliente.. .. Dejadme llorar... Llorad, corazón... La novedad es ya común cuando en 1600 se publica el Romancero general. Cervantes, en su juventud, se dedicó al drama y a la novela según las normas de Italia; en su madurez se deja ganar para el nuevo equilibrio español y lo lleva a su perfección luminosa en el Quijote. Esta línea de equilibrio será la norma de la corriente central de la literatura en el siglo XVII: a ella se atendrá el teatro; a ella la novela, después de Cervantes, con vastísima difusión. Y hasta en los escritores hipercultos, los amadores del arte difícil, como Góngora y Quevedo, persistirá al menos el contacto con el arte popular; uno de estos hipercultos, Calderón, llevará al teatro, con éxito de público que ha de durar siglos, la más insólita mezcla de temas y aires del pueblo con la metafísica de las universidades y el estilo culterano que se aplaudía en las academias. ¡Extraordinaria afinación la del público a quien se destinaban tantos sutiles halagos de la imaginación y del oído! De halagos está hecho el arte teatral de Lope. El teatro como diversión, ya sin funciones rituales ni docentes, —cosa nueva en Europa—, se afianza en las tres grandes capitales: Madrid, París, Londres. El público es numeroso y ávido. No es fácil, al principio, halagarle los ojos: los recursos escénicos son escasos. Lope se acostumbra a halagarle los oídos; cuando los escenarios mejoran, y se llenan de tramoyas, y los actores vuelan, y pululan coches y barcos, se disgusta y acusa a sus colegas de buscar el éxito a costa de los carpinteros. Prefiere crear la ilusión escénica con la vivacidad de sus descripciones, como Shaskespeare. Pero la palabra no sólo le sirve para eso: le sirve, ante todo, para construir una arquitectura sonora. Para el público de los siglos XVI y XVII, debe haber en la palabra escuchada halagos de tipo musical. Bajo este influjo nace el drama moderno. La ópera, como sería de esperar, nace poco después. Lope alcanza a escribir en su vejez los versos de la primera ópera española, La selva sin amor; Calderón le sigue, años después, con La púrpura de la rosa. La comedia tenía, como había de tener la ópera, sus escenas de lucimiento sonoro. Normalmente esas escenas son monólogos o son parlamentos, como se dice todavía en la jerga de los escenarios; pero en Lope hay hasta dúos y tríos. Calderón, después, abusará de ellos. Abunda también la stichomythia, a la manera de la tragedia ateniense: el diálogo rápido en frases brevísimas. La comedia novelesca de amor, en Lope, está concebida musicalmente. La estructura tiene regularidad de danza. Los episodios intercalados de baile y canto vienen a subrayar el carácter musical, como momentos en que la emoción pide la música pura: de esos momentos solo conocemos la letra del cantar, a menos que hayamos investigado en busca de la música que tuvo; pero esta letra, que por lo común está en versos fluctuantes, recogidos de boca del pueblo o escritos por el poeta culto a manera de los populares, la oímos cantar sola, presentimos su melodía: ¡Cómo retumban los remos, madre, en el agua, con el fresco viento de la mañana!...
Velador que el castillo velas, vélale bien, y mira por ti, que velando en él me perdí...
Blanca me era yo cuando entré en la siega: dióme el sol y ya soy morena...
Molinico que mueles amores, pues que mis ojos agua te dan, no coja desdenes quien siembra favores, que dándome vida matarme podrán... Lope es dueño de técnicas diversas: la de la comedia novelesca, con sus rasgos de ópera y ballet, es deudora de Italia, que con ejemplo y precepto enseñaba el ideal de la acción única con “exposición, nudo y desenlace”; de Italia, además, de sus novelas, recibe asuntos: a ellos ha de atribuirse, en parte, la curiosa deformación de la pintura de la vida española que da el teatro del siglo XVII, para imponer el ideal novelesco de la libre elección en amor. En opuesto polo con la comedia novelesca está la crónica dramática, donde da la unidad la vida de los personajes centrales: la epopeya y la historia se trasladan al teatro, se vuelcan en diálogos y relaciones, combinadas con acciones públicas —batallas, asambleas, desfiles—, como en las histories de Shakespeare y Marlowe. La fórmula procede, por espontáneo desarrollo, de la amplitud del teatro medieval; en España se había definido ya en Juan de la Cueva. Pero de la crónica dramática, de héroes o de santos, a la comedia de amor e intriga, hay muchos grados, en que Lope mezcla los procedimientos. Una de las actividades creadoras de Lope es la invención do estilo. Crea su propio tipo de estilo fácil, que da a su poesía y a su teatro ventajas y desventajas: las ventajas de la rapidez; las desventajas de la repetición (a pesar de que en Lope la repetición es siempre con variaciones, hay monotonía en temas, procedimientos, imágenes y vocabulario). No es sencillo, como supo serlo Manrique dentro de la antigua manera castellana, como supo serlo Garcilaso dentro de las formas italianizantes: dando vibración luminosa a palabras claras, límpidas, esenciales. Sólo en ocasiones alcanza Lope la sencillez purificada, como en dos o tres sonetos famosos, como en el romance de Casilda, la mujer de Peribáñez: Labrador de lejas tierras que has venido a nuesa villa, convidado del agosto, ¿quién te dio tanta malicia?
Ponte tu tosca antipara, del hombro el gabán derriba, la hoz menuda en el cuello, los dediles en la cinta.
Madruga al salir del alba, mira que te llama el día; ata las manadas secas sin maltratar las espigas.
Cuando salgan las estrellas a tu descanso camina y no te metas en cosas de que algún mal se te siga...
Pero si no es maestro de la sencillez es maestro de la facilidad. Hay variedad de elementos en el estilo fácil que él inventa: abundancia descriptiva y narrativa, mención directa de cosas y hechos, que proviene de los romances; discreteo escolástico, conceptismo elemental, que nace en los poetas cortesanos del siglo XV y atraviesa todo el XVI; ornamentación de tipo Renacimiento, que proviene de la literatura de escuela italiana: a veces adopta rasgos que le agradan en poetas culteranos, sin que ello implique hacer él de culterano[1]. Este estilo fácil es, en suma, barroco. De todo, Lope ha escogido cuanto se presta al manejo rápido: los paralelismos, ya de semejanza, ya de antítesis; los razonamientos silogísticos; las objeciones en distingo; el jugar del vocablo; los epítetos y metáforas que, de repetidos, están a punto de gramaticalizarse: la mujer es ángel, serafín; si llega, es sol que sale, es alba; para pintarla, se usan soles, estrellas, coral, clavel, rosa, jazmín, azucena, lirio, perla, nieve, oro (el estilo italianizante no admitía cabellos de ébano o de azabache); el arroyo es plata o cristal; la hierba, esmeralda; el viento, vago; la aurora, blanca; las fuentes, frías. Todos estos recursos de discreteo y de ornamentación, que ahora sentimos gastados, encantaban como juguetes nuevos; además, como observa Amado Alonso, revelaban “el contento de sentirse el poeta inscrito en la gloriosa tradición poética greco-romana”. Pero “entre esas pintadas flores de papel” surgían las auténticas flores de naturaleza cuando Lope se apoyaba en la tradición española del romance y el cantar, al describir los paisajes y la vida del campo, con las plantas familiares, que él conocía en toda su variedad y disfrutaba en sincera delicia, con las actividades rústicas, que le inspiraban sentimiento nostálgico. La ciudad, con la nobleza de su arquitectura, con el brillo y el ruido de su inquietud moderna, lo deslumbraba. Es novedad en su obra pintar el carácter de las ciudades ilustres de España: Sevilla, Valencia, Toledo, Madrid. Pero al fin se fatigaba de la agitación y de los engaños que toda ciudad engendra, y el campo se le convertía en ideal, exaltado mil veces, ya a la manera clásica, como en sus persistentes variaciones sobre el tema del “Beatus ille” (“Cuán bienaventurado...”), ya a la manera española, como en las pintorescas brusquedades de El villano en su rincón y de Los Tellos de Menes es o en la idílica ingenuidad de San Isidro labrador de Madrid y Los Prados de León. Y así, aquel creador de la comedia novelesca, con su dón ilimitado de inventar intrigas de amor e interés, cuando se aparta de la ciudad moderna es cuando descubre lo mejor de sí. Siente, como Cervantes, el prosaico vacío de la existencia entendida a la manera de la edad moderna; pero no lo sabe: cree que toda la culpa es de la ciudad, y resuelve sus censuras en el elogio de la soledad y en el tradicional menosprecio de corte y alabanza de aldea. La ciudad moderna le inspira comedias ingeniosas. Pero sus grandes obras se las inspira o el pasado épico de España o la vida rústica. Hay más: este ingenio de la corte, este hijo de la ciudad, que dice proceder de solar ilustre, si empobrecido, y quiere ponerse diez y nueve torres en el escudo, pero que en realidad no pertenece a ninguna clase definida, ha heredado la medieval antipatía española contra la nobleza y la esencial simpatía hacia el estado llano. En las luchas entre campesinos y nobles, el campesino es siempre el virtuoso, el que tiene razón y al final triunfa: los reyes lo apoyan contra el noble, caso cuyo antiguo significado político ya no sabe Lope. ¿Sabría —conscientemente— que en realidad le repugnaba la nobleza como institución, aunque admiraba la actitud vital que la palabra evoca? Comparte o al menos repite las supersticiones sobre sangre y raza; pero en ocasiones la censura contra hidalgos o nobles se hace pertinaz y enconada, como en el comienzo de San Diego de Alcalá o en El villano en su rincón. Ello es que, al cabo de tres siglos, el poeta de la España católica y monárquica ha resultado, con Fuente ovejuna, el más popular de los clásicos del Soviet en Rusia. “En Fuente ovejuna, —dice Menéndez Pelavo—, el alma popular, que hablaba por boca de Lope, se desató sin freno y sin peligro, gracias a la feliz inconciencia política en que vivían el poeta y sus espectadores. Hoy, el estreno de un drama así promovería una cuestión de orden público, que acaso terminase a tiros en las calles”. Lope, que no tiene otra religión sino la tradicional ni otra estética sino la del Renacimiento, y es innovador en la teoría del drama porque su propio éxito lo convence, en política no tiene doctrina: el mundo es como es, el rey es rey, y no se le ocurre pensar otra cosa ni leer a los pensadores. Lugares comunes, y breves, le bastan. Pero, s tiene principios, tiene sentimientos, que lo llevan, fuera de la España de los Austrias, hacia su centro propio, la España de la tradición, la España épica, con su vida sencilla, con su bravo vigor de iniciativa, con sus reyes populares, apoyados en la voluntad de hombres libres, con sus patriarcas democráticos, con sus multitudes justicieras. La España novelesca de su tiempo lo deslumbra y divierte; la España épica del pasado lo ennoblece y exalta. A veces, sin pensarlo, se va más lejos, traspone las fronteras de su España, hasta traspone las fronteras del cristianismo, rumbo a la edad de oro, rumbo al sueño de la vida perfecta, inocente, libre, segura: uno de los ideales del Renacimiento. Este ideal se expresa siempre de paso, en cuadros de vida rústica o de existencia primitiva: los salvajes de Lope, en América, como en las Canarias, como en las Batuecas, paganas, olvidadas dentro del territorio español, son los salvajes pacíficos y virtuosos cuya imagen difundieron en Europa, con el descubrimiento del Nuevo Mundo, las páginas de Colón, de Pedro Mártir, de Las Casas. La utopía está, furtiva, en Lope como en Cervantes. Y por eso, porque ve poéticamente a toda España, desde las minucias de su vida diaria hasta sus sueños recónditos, porque ama toda su tierra, desde la jara de sus caminos hasta la veleta de sus torres, y siente con todo su pueblo, compartiendo desde su irreflexiva violencia en amores y ambiciones, cuchilladas y duelos hasta su limpio espíritu de fraternidad humana, Lope es poeta a quien habrán de acudir siempre cuantos quieran sentir viva y cordial la ingenua llama en que arde el espíritu de los pueblos hispánicos. Nota: [1] "En el Lope más popular y tradicional, —dice Montesinos, extraordinario conocedor de su obra—, no falta nunca un rasgo, un matiz culto, clásico, renacentista". |
Paisaje con figuras - Lope de Vega - 13
dic 1984 |
Fuenteovejuna (1975) |
Estudio 1 - El villano en su rincón 05
mar 1970 |
Lope de Vega: de la vida a los versos, y viceversaPublicado el 22 jun. 2018 |
Pedro Henríquez Ureña
Revista Sur - Año V
Buenos Aires 1936
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