El
descontento y la promesa Pedro Henríquez Ureña |
Se
publica esta conferencia del extinto autor dominicano, pronunciada en
Buenos Aires, en el año 1926, con el objeto de divulgar proposiciones
formulada acerca de la expresión americana, en el pasando y en el futuro.
Es preocupación que nos atañe muy íntimamente y que nos obliga a la búsqueda
de nuestra expresión del presente. Se le
transcribe del volumen que en 1937 editó Samuel Glusberg, reuniendo
varios trabajos del autor bajo el título: "Seis ensayos en busca de
nuestra expresión". N.
de la. R. “Haré
grandes cosas: lo que son no lo sé." Las palabras del rey loco son
el mote que inscribimos, desde hace cien años, en nuestras banderas de
revolución espiritual. ¿Venceremos el desconcierto que provoca tantas
rebeliones sucesivas? ¿Cumpliremos la ambiciosa promesa? Apenas
salimos de la espesa nube colonial al sol quemante de la independencia,
sacudimos el espíritu de timidez y declaramos señorío sobre el futuro.
Mundo virgen, libertad, libertad recién nacida, repúblicas en fermento,
ardorosamente consagradas a la inmortal utopía: aquí habían de crearse
nuevas artes, poesía nueva. Nuestras tierras, nuestra vida libre, pedían
su expresión. La
independencia literaria. En
1823, antes de las jornadas de Junín y Ayacucho, inconclusa todavía la
independencia política, Andrés Bello proclamaba la independencia
espiritual: la primera de sus Silvas americanas es una alocución a
la poesía, "maestra de los pueblos y los reyes", para que
abandone a Europa —luz y miseria— y busque en esta orilla del Atlántico
el aire salubre de que gusta su nativa rustiquez. La forma es clásica, la
intención es revolucionaria. Con la Alocución, simbólicamente,
iba a encabezar Juan María Gutiérrez nuestra primera grande antología,
la América poética, de 1846. La segunda de las Silvas de
Bello, tres años posterior, al cantar la agricultura de la zona tórrida,
mientras escuda tras las pacíficas sombras imperiales de Horacio y de
Virgilio el "retorno a la naturaleza", arma de los
revolucionarios del siglo XVIII, esboza todo el programa "siglo
XIX" del engrandecimiento material, con la cultura como ejercicio y
corona. Y no es aquel patriarca, creador de civilización, el único que
se enciende en espíritu de iniciación y profecía: la hoguera
anunciadora salta, como la de Agamenón, de cumbre en cumbre, y arde en el
canto de victoria de Olmedo, en los gritos insurrectos de Heredia, en las
novelas y las campañas humanitarias y democráticas de Fernández de
Lizardi, hasta en los cielitos y loa diálogos gauchescos de
Bartolomé A
los pocos años surge otra nueva generación, olvidadiza y descontenta. En
Europa, oíamos decir, o en persona lo veíamos, el romanticismo
despertaba las voces de los pueblos. Nos parecieron absurdos nuestros
padres al cantar en odas clásicas la romántica aventura de nuestra
independencia. El romanticismo nos abriría el camino de la verdad, nos
enseñaría a completarnos. Así lo pensaba Esteban Echeverría, escaso
artista, salvo en uno que otro paisaje de líneas rectas y masas escuetas,
pero claro teorizante. "El espíritu del siglo" —decía—
"lleva hoy a las naciones a emanciparse, a gozar de independencia, no
sólo política, sino filosófica y literaria''. Y entre los jóvenes a
quienes arrastró consigo, en aquella generación argentina que fue voz
continental, se hablaba siempre de "ciudadanía en arte como en política"
y de "literatura que llevara los colores nacionales". Nuestra
literatura absorbió ávidamente agua de todos los ríos nativos: la
naturaleza; la vida del campo, sedentaria o nómade; la tradición indígena;
los recuerdos de la época colonial, las hazañas de los libertadores; la
agitación política del momento... La inundación romántica duró mucho,
demasiado; como bajo pretexto de inspiración y espontaneidad protegió la
pereza, ahogó muchos gérmenes que esperaba nutrir... Cuando las aguas
comenzaron a bajar, no a los cuarenta días bíblicos, sino a los cuarenta
años, dejaron tras sí tremendos herbazales, raros arbustos y dos copudos
árboles, resistentes como ombúes: el Facundo y el Martín
Fierro. El
descontento provoca al fin la insurrección necesaria; la generación que
escandalizó al vulgo bajo el modesto nombre de modernista se alza
contra la pereza romántica y se impone severas y delicadas disciplinas.
Toma sus ejemplos en Europa, pero piensa en América. "Es como una
familia" —decía uno de ella, el fascinador, el deslumbrante Martí—.
"Principió por el rebusco imitado y está en la elegancia suelta y
concisa y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del
sentimiento personal y del juicio criollo y directo-" ¡El juicio
criollo! 0 bien: "A esa literatura se ha de ir: a la que ensancha y
revela, a la que saca de la corteza ensangrentada el almendro sano y
jugoso, a la que robustece y levanta el corazón de América." Rubén
Darío, si en las palabras liminares de "Prosas Profanas
deleitaba "la vida y el tiempo en que le tocó nacer",
paralelamente fundaba la Revista de América, cuyo nombre es
programa, y con el tiempo se convertiría en el autor del yambo contra
Roosevelt, del Canto a la Argentina
y del Viaje a Nicaragua. Y Rodó, el comentador entusiasta de Prosas
profanas, es quien luego declara, estudiando a Montalvo, que "sólo
han sido grandes en América aquellos que han desenvuelto por la palabra o
por la acción un sentimiento americano". Ahora, treinta años
después, hay de nuevo en la América española juventudes inquietas, que
se irritan contra sus mayores y ofrecen trabajar seriamente en busca de
nuestra expresión genuina. Tradición
y rebelión. Los inquietos de ahora
se quejan de que los antepasados hayan vivido atentos a Europa, nutriéndose
de imitación, sin ojos para el mundo que los rodeaba; olvidan que en cada
generación se renuevan, desde hace cien años, el descontento y la
promesa. Existieron, si, existen todavía, los europeizantes, los que
llegan a abandonar el español para escribir en trances, o, por lo menos,
escribiendo en nuestro propio idioma ajustan a moldes franceses su estilo
y hasta piden a Francia sus ideas y sus asuntos. O los hispanizantes,
enfermos de locura gramatical, hipnotizados por toda cosa de España que
no haya sido trasplantada a estos suelos. Pero atrevámonos a
dudar de todo. ¿Estos crímenes son realmente insólitos e imperdonables?
¿El criollismo cerrado, el afán nacionalista, el multiforme delirio en
que coinciden hombres y mujeres hasta de bandos enemigos, es la única
salud? Nuestra preocupación es de especie nueva. Rara vez la conocieron,
por ejemplo, los romanos: para ellos, las artes, las letras, la filosofía
de los griegos eran la norma; a la norma sacrificaron, sin temblor ni
queja, cualquier tradición nativa. El carmen saturnium, su
"versada criolla", tuvo que ceder el puesto al verso de pies
cuantitativos; los brotes autóctonos de diversión teatral quedaban
aplastados bajo las ruedas del carro que traía de casa ajena la carga de
argumentos y de formas; hasta la leyenda nacional se retocaba, en la
epopeya aristocrática, para enlazarla con Ilion; y si pocos escritores se
atrevían a cambiar de idioma (a pesar del ejemplo imperial de Marco
Aurelio, cuya prosa griega no es mejor que la francesa de nuestros amigos
de hoy), el viaje a Atenas, a la desmedrada Atenas de los tiempos de
Augusto, tuvo el carácter ritual de nuestros viajes a París, y el
acontecimiento se celebraba, como ahora con el obligado banquete, con odas
de despedida como la de Horacio a la nave en que se embarcó Virgilio. El
alma romana halló expresión en la literatura, pero bajo pretextos extraños,
bajo la imitación erigida en método de aprendizaje. Ni
tampoco la Edad Media vio con vergüenza las imitaciones. Al contrario;
todos los pueblos, a pesar de sus características imborrables, aspiraban
a aprender y aplicar las normas que daba la Francia del Norte para la
canción de gesta, las leyes del trovar que dictaba Provenza para la poesía
lírica; y unos cuantos temas iban y venían de reino en reino, de gente
en gente; proezas carolingias, historias célticas de amor y de
encantamiento, fantásticas tergiversaciones de la guerra de Troya y las
conquistas de Alejandro, cuentos del zorro, danzas macabras, misterios de
Navidad y de Pasión, farsas de carnaval. Aún el idioma se acogía,
temporal y parcialmente, con la moda literaria; el provenzal, en todo el
Mediterráneo latino; el francés, en Italia, con el cantar épico; el
gallego, en Cartilla, con el cantar lírico. Se peleaba, sí, en favor del
idioma propio, pero contra el latín moribundo, atrincherado en la
Universidad y en la Iglesia, sin sangre de vida real, sin el prestigio de
las Cortes o de las fiestas populares. Como excepción, la Inglaterra del
siglo XIV echa abajo el frondoso árbol francés plantado allí por el
conquistador del XI. ¿Y
el Renacimiento? El esfuerzo renaciente se consagra a buscar, no la
expresión característica, nacional ni regional, sino la expresión del
arquetipo, la norma universal y perfecta. En descubrirla y definirla
concentran sus empeños Italia y Francia, apoyándose en el estudio de
Grecia y Roma, arca de todos los secretos, Francia llevó a su desarrollo
máximo este imperialismo de los paradigmas espirituales. Así, Inglaterra
y España poseyeron sistemas propios de arte dramático, el de
Shakespeare, el de Lope (improvisador genial, pero débil de conciencia
artística, hasta pedir excusas por escribir a gusto de sus compatriotas);
pero en el siglo XVIII iban plegándose a las imposiciones de París: la
expresión del espíritu nacional sólo podía alcanzarse a través de fórmulas
internacionales. Sobrevino
al fin la rebelión que asaltó y echó a tierra el imperio clásico,
culminando en batalla de las naciones, que se peleó en todos los frentes,
desde Rusia hasta Noruega y desde Irlanda hasta Cataluña. El problema de
la expresión genuina de cada pueblo está en la esencia de la revolución
romántica, junto con la negación de los fundamentos de toda doctrina retórica,
de toda fe en "las reglas del arte" como clave de la creación
estética. Y, de generación en generación, cada pueblo afila y aguza sus
teorías nacionalistas, justamente en la medida en que la ciencia y la máquina
multiplican las uniformidades del mundo. A cada concesión práctica va
unida una rebelión ideal. El
problema del idioma. Nuestra
inquietud se explica. Contagiados, espoleados, padecemos aquí en América
urgencia romántica de expresión. Nos sobrecogen temores súbitos:
queremos decir nuestra palabra antes de que nos sepulte no sabemos qué
inminente diluvio. En
todas las artes se plantea el problema. Pero en literatura es doblemente
complejo. El músico podría, en rigor sumo, si cree encontrar en eso la
garantía de originalidad, renunciar al lenguaje tonal de Europa: al hijo
de pueblos donde subsiste el indio —como en el Perú y Bolivia— se le
ofrece el arcaico pero inmarcesible sistema nativo, que ya desde su
escuela pentagóníca se aparta del europeo. Y el hombre de países donde
prevalece el espíritu criollo es dueño de preciosos materiales, aunque
no estrictamente autóctonos; música traída de Europa o de África, pero
impregnada del sabor de las nuevas tierras y de la nueva vida, que se
filtra en el ritmo y el dibujo melódico. Y
en artes plásticas cabe renunciar a Europa, como en el sistema mexicano
de Adolfo Best, construido sobre los siete elementos lineales del dibujo
azteca, con franca aceptación de sus limitaciones. O cuando menos, si
sentimos excesiva tanta renuncia, hay sugestiones de muy variada especie
en la obra del indígena, en la del criollo de tiempos coloniales que hizo
suya la técnica europea (así, con esplendor de dominio, en la
arquitectura), en la popular de nuestros días, hasta en la piedra y la
madera y la fibra y el tinte que dan las tierras natales. De
todos modos, en música y en artes plásticas es clara la partición de
caminos; o el europeo, o el indígena, o en todo caso el camino criollo,
indeciso todavía y trabajoso. El indígena representa quizás
empobrecimiento y limitación, y para muchos, a cuyas ciudades nunca llega
el antiguo señor del terruño, resulta camino exótico: paradoja típicamente
nuestra. Pero, extraños o familiares, lejanos o cercanos, el lenguaje
tonal y el lenguaje plástico de abolengo indígena son inteligibles. En
literatura, el problema es complejo, es doble; el poeta, el escritor, se
expresan en idioma recibido de España. Al hombre de Cataluña o de
Galicia le basta escribir su lengua vernácula para realizar la ilusión
de sentirse distinto del castellano. Para nosotros esta ilusión es
fruto vedado o inaccesible. ¿Volver a las lenguas indígenas? El hombre
de letras, generalmente, las ignora, y la dura tarea de estudiarlas y
escribir en ellas lo llevaría a la consecuencia final de ser entendido
entre muy pocos, a la reducción inmediata de su público. Hubo, después
de la conquista, y aún se componen, versos y prosa en lengua indígena,
porque todavía existen enormes y difusas poblaciones aborígenes que
hablan cien —si no más— idiomas nativos; pero raras veces se anima
esa literatura con propósitos lúcidos de persistencia y oposición. ¿Crear
idiomas propios, hijos y sucesores del castellano? Existió hasta anos atrás
—grave temor de unos y esperanza loca de otros— la idea de que íbamos
embarcados en la aleatoria tentativa de crear idiomas criollos. La nube se
ha disipado bajo la presión unificadora de las relaciones constantes
antro los pueblos hispánicos. La tentativa, suponiéndola posible, habría
demandado siglos de cavar foso tras foso entre el idioma de Castilla y los
germinantes de América, resignándonos con heroísmo franciscano a una
rastrera, empobrecida expresión dialectal mientras no apareciera el Dante
creador de alas y de garras. Observemos, de paso, que el habla gauchesca
del Río de la Plata, sustancia principal de aquella disipada nube, no
lleva en sí diversidad suficiente para erigirla siquiera en dialecto como
el de León o el de Aragón: su leve matiz la aleja demasiado poco de
Castilla, y el Martín Fierro y el Fausto no son ramas que
disten del tronco lingüístico mas que las coplas murcianas o andaluzas. No
hemos renunciado a escribir en español, y nuestro problema de la expresión
original y propia comienza ahí. Cada idioma es una cristalización de
modos de pensar y de sentir, y cuando en él se escribe se baña en el
color de su cristal. Nuestra expresión necesitará doble vigor para
imponer su tonalidad sobre el rojo y gualda. Las
formulas del americanismo. Examinemos
las principales soluciones propuestas y ensayadas para el problema de
nuestra expresión en literatura. Y no se me tache prematuramente de
optimista cándido porque vaya dándole aprobación provisional a todas:
al final se verá por qué. Ante
todo, la naturaleza. La literatura descriptiva habrá de ser, pensamos
durante largo tiempo, la voz del Nuevo Mundo. Ahora no goza de favor la
idea; hemos abusado de la aplicación; hay en nuestra poesía romántica
tantos paisajes como en nuestra pintura impresionista. La tarea de
describir, que nació del entusiasmo, degeneró en hábito mecánico. Pero
ella ha educado nuestros ojos: del cuadro convencional de los primeros
escritores coloniales, en quienes sólo de raro en raro asomaba la faz
genuina de la tierra, como en las serranías peruana del Inca Garcilaso,
pasamos poco a poco, y finalmente llegamos, con ayuda de Alexander von
Humboldt y de Chateaubriand, a la directa visión de la naturaleza. De
mucha olvidada literatura del siglo XIX sería justicia y deleite arrancar
una vivaz colección de paisajes y miniaturas de fauna y flora. Basta
detenernos a recordar para comprender, tal vez con sorpresa, cómo hemos
conquistado, trecho a trecho, los elementos pictóricos de nuestra pareja
de continentes y hasta el aroma espiritual que se exhala de ellos: la
colosal montaña; las vastas altiplanicies de aire fino y luz tranquila
donde todo perfil se recorta agudamente; las tierras cálidas del trópico,
con sus marañas de selvas, su mar que asorda y su luz que emborracha; la
pampa profunda; el desierto "inexorable y hosco". Nuestra atención
al paisaje engendra preferencias que hallan palabras vehementes: tenemos
partidarios de la llanura y partidarios de la montaña. Y mientras
aquellos, acostumbrados a que los ojos no tropiecen con otro límite que
el horizonte, se sienten oprimidos por la vecindad de las alturas, como
Miguel Cané en Venezuela y Colombia, los otros se quejan del paisaje
"demasiado llano", como el personaje de la Xaimaca de Güiraldes,
o bien, con voluntad de amarlo, vencen la inicial expresión de monotonía
y desamparo y cuentan cómo, después de largo rato de recorrer la pampa,
ya no la vemos: vemos otra pampa que se nos ha hecho en el espíritu
(Gabriela Mistral). O acerquémonos al espectáculo de la zona tórrida:
para el nativo es rico en luz, calor y color, pero lánguido y lleno de
molicie; todo se deslíe en largas contemplaciones, en pláticas sabrosas,
en danzas lentas, y en las
ardientes noches del estío la
bandola y el canto prolongado que une
su estrofa al murmurar del río... Pero
el hombre de climas templados ve el trópico bajo deslumbramiento
agobiador: así lo vio Mármol en el Brasil, en aquellos versos célebres,
mitad ripio, mitad hallazgo de cosa vivida; así lo vio Sarmiento en aquel
breve y total apunte de Río de Janeiro: "Los insectos son carbunclos
o rubíes, las mariposas plumillas de oro flotantes, pintadas las aves,
que engalanan penachos y decoraciones fantásticas, verde esmeralda la
vegetación, embalsamadas y purpúreas las flores, tangible la luz del
cielo, azul cobalto el aire, doradas a fuego las nubes, roja la tierra y
las arenas entremezcladas de diamantes y de topacios”. A
la naturaleza sumamos el primitivo habitante. ¡Ir hacia el indio!
Programa que nace y renace en cada generación, bajo muchedumbre de
formas, en todas las artes. En literatura, nuestra interpretación del indígena
ha sido irregular y caprichosa. Poco hemos agregado a aquella fuerte visión
de los conquistadores como Hernán Cortés, Ercilla, Cieza de León, y de
los misioneros como fray Bartolomé de Las Casas. Ellos acertaron a
definir dos tipos ejemplares, que Europa acogió e incorporó a su
repertorio de figuras humanas; el "indio hábil y discreto",
educado en complejas y exquisitas civilizaciones propias, singularmente
dotado para las artes y las industrias, y el "salvaje virtuoso",
que carece, de civilización mecánica, pero vivo en orden, justicia y
bondad, personaje que tanto sirvió a los pensadores europeos para crear
la imagen del hipotético hombre del "estado de naturaleza"
anterior al contrato social. En nuestros cien años de independencia, la
romántica pereza nos ha impedido dedicar mucha atención a aquellos magníficos
imperios cuya interpretación literaria exigiría previos estudios arqueológicos;
la falta de simpatía humana nos ha estorbado para acercarnos al
superviviente de hoy, antes de los años últimos, excepto en casos como
el memorable de los Indios Ranqueles; y al fin, aparte del libro
impar y delicioso de Mansilla, las mejores obras de asunto indígena se
han escrito en países como Santo Domingo y el Uruguay, donde el aborigen
de raza pura persiste apenas en rincones lejanos y se ha diluido en
recuerdo sentimental (1). "El espíritu de los hombres
flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira", decía Martí. Tras
el indio, el criollo. El movimiento criollista ha existido en toda la América
española con intermitencias, y ha aspirado a recoger las manifestaciones
de la vida popular, urbana y campestre, con natural preferencia por el
campo. Sus límites son vagos: en la pampa argentina, el criollo se oponía
al indio, enemigo tradicional, mientras en México, en la América
Central, en toda la región de los Andes y su vertiente del Pacífico, no
siempre existe frontera perceptible entre las costumbres de carácter
criollo y las de carácter indígena. Así mezcladas las reflejan en la
literatura mexicana los romancea de Guillermo Prieto y el Periquillo
de Lizardi, despertar de la novela en nuestra América, a la vez que
despedida de la picaresca española. No hay país donde la existencia
criolla no inspire cuadros de color peculiar. Entre todas, la literatura
argentina, tanto en el idioma culto como en él campesino, ha sabido
apoderarse de la vida del gaucho en visión honda como la pampa. Facundo
Quiroga, Martín Fierro, Santos Vega, son figuras definitivamente
plantadas dentro del horizonte ideal de nuestros pueblos. Y no creo en la
realidad de la querella de Fierro contra Quiroga. Sarmiento, como
civilizador, urgido de acción, atenaceado por la prisa, escogió para el
futuro de su patria el atajo europeo y norteamericano en vez del sendero
criollo, informe todavía, largo, lento, interminable tal vez, o
desembocando en callejón sin salida; pero nadie sintió mejor que él los
soberbios ímpetus, la acre originalidad de la barbarie que aspiraba a
destruir. En tales oposiciones y en tales decisiones está el Sarmiento
aquilino: la mano inflexible escoge; el espíritu amplio se abre a todos,
los vientos. ¿Quién comprendió mejor que él a España, la España
cuyas malas herencias quiso arrojar al fuego, la que visitó "con el
santo propósito de levantarle el proceso verbal", pero que a ratos
le hacía agitarse en ráfagas de simpatía? ¿Quién anotó mejor que él
las limitaciones de los Estados Unidos, de esos Estados Unidos cuya
perseverancia constructora exaltó a modelo ejemplar? Existe otro
americanismo, que evita al indígena, y evita el criollismo pintoresco, y
evita el puente intermedio de la era colonial, lugar de cita para muchos
antes y después de Ricardo Palma: su precepto único es ceñirse siempre
al Nuevo Mundo en los temas, así en la poesía como en la novela y el
drama, así en la critica como en la historia. Y para mí, dentro de esa fórmula
sencilla como dentro de las anteriores, hemos alcanzado, en momentos
felices, la expresión vivida que perseguimos. En momentos felices, recordémoslo. El
afán europeizante Volvamos
ahora la mirada hacia los europeizantes, hacia los que, descontentos de
todo americanismo con aspiraciones de sabor autóctono, descontentos hasta
de nuestra naturaleza, nos prometen la salud espiritual si mantenemos
recio y firme el lazo que nos ata a la cultura europea. Creen que nuestra
función no será crear, comenzando desde los principios, yendo a la raíz
de las cosas, sino continuar, proseguir, desarrollar, sin romper
tradiciones ni enlaces. Y
conocemos los ejemplos que invocarían, los ejemplos mismos que nos
sirvieron para rastrear el origen de nuestra rebelión nacionalista: Roma,
la Edad Media, el Renacimiento, la hegemonía francesa del siglo XVIII...
Detengámonos nuevamente ante ellos. ¿No tendrán razón los arquetipos
clásicos contra la libertad romántica de que usamos y abusamos? ¿No
estará el secreto único de la perfección en atenernos a la línea ideal
que sigue desde sus remotos orígenes la cultura de Occidente? Al
criollista que se defienda —acaso la única vez en su vida— con el
ejemplo de Grecia, será fácil demostrarle que el milagro griego, si más
solitario, más original que las creaciones de sus sucesores, recocía
vetustas herencias: ni los milagros vienen de la nada; Grecia, madre de
tantas invenciones estupendas, aprovechó el trabajo ajeno, retocando y
perfeccionando, pero, en su opinión, tratando de acercarse a los cánones,
a los paradigmas que otros pueblos, antecesores suyos o contemporáneos,
buscaron con intuición confusa. Todo
aislamiento es ilusorio. La historia de la organización espiritual de
nuestra América, después de la emancipación política, nos dirá que
nuestros propios orientadores fueron, en momento oportuno, europeizantes:
Andrés Bello, que desde Londres lanzó la declaración de nuestra
independencia literaria, fue motejado de europeizante por los proscriptos
argentinos veinte años después, cuando organizaba la cultura chilena: y
los más violentos censores de Bello, de regreso en su patria, habían de
emprender a su turno tareas de europeización, para que ahora solo afeen
los devotos del criollismo puro. Apresurémonos
a conceder a los europeizantes todo lo que les pertenece, pero nada más,
y a la vez tranquilicemos al criollista. No sólo sería ilusorio el
aislamiento —la red de las comunicaciones lo impide—, sino que tenemos
derecho a tomar de Europa todo lo que nos plazca: tenemos derecho a todos
los beneficios de la cultura occidental. Y en literatura —ciñéndonos a
nuestro problema— recordemos que Europa estará presente, cuando menos,
en el arrastra histórico del idioma.
Aceptemos
francamente, como inevitable, la situación compleja: al expresarnos habrá
en nosotros, junto a la porción sola, nuestra, hija da nuestra vida, a
veces con herencia indígena, otra porción sustancial, aunque sólo fuere
el marco, que recibimos de España. Voy más lejos: no sólo escribimos el
idioma de Castilla, sino que pertenecemos a la Romania, la familia románica
que constituye todavía una comunidad, con unidad de cultura, descendiente
de la que Roma organizó bajo su potestad; pertenecemos —según la
repetida frase de Sarmiento— al Imperio Romano. Literariamente, desde
que adquieren plenitud de vida las lenguas romances, a la Romania nunca le
ha faltado centro, sucesor de la Ciudad Eterna; del siglo XI al XIV fue Francia, con
oscilaciones iniciales de Norte y Sur; con el Renacimiento se desplaza a
Italia; luego, durante breve tiempo, tiende a situarse en España; desde
Luis XIV vuelve a Francia. Muchas veces la Romania ha extendido su influjo
a zonas extranjeras, y sabemos cómo París gobernaba a Europa, y de paso
a los dos Américas, en el siglo XVIII; pero desde comienzos del siglo XIX
se definen, en abierta y perdurable oposición, zonas rivales; la germánica,
suscitadora de la rebeldía; la inglesa, que abarca a Inglaterra con su
imperio colonial, ahora en disolución, y a los Estados Unidos, la
eslava... Hasta políticamente hemos nacido y crecido en la Romania.
Antonio Caso señala con eficaz precisión los tres acontecimientos de
Europa cuya influencia es decisiva sobre nuestros pueblos; el
Descubrimiento, que es acontecimiento español; el Renacimiento, italiano;
la Revolución, francés. El Renacimiento da forma —en España sólo a
medias— a la cultura que iba a ser trasplantada a nuestro mundo; la
Revolución es el antecedente de nuestras guerras de independencia. Los
tres acontecimientos son de pueblos románicos. No tenemos relación
directa con la Reforma, ni con la evolución constitucional de Inglaterra,
y hasta la independencia y la Constitución de los Estados Unidos alcanzan
prestigio entre nosotros merced a la propaganda qua de ella hizo Francia. La
energía nativa. Concedido
todo eso, que es todo lo que en buen derecho ha de reclamar el
europeizante, tranquilicemos al criollo fiel recordándole que la
existencia de la Romania como unidad, como entidad colectiva de cultura, y
la existencia del centro orientador, no son estorbos definitivos para
ninguna originalidad, porque aquella comunidad tradicional afecta sólo a
las formas de la cultura, mientras que el carácter original de los
pueblos viene de su fondo espiritual, de su energía nativa. Fuera
de momentos fugaces en que se ha adoptado con excesivo rigor una fórmula
estrecha, por excesiva fe en la doctrina retórica, o durante períodos en
que una decadencia nacional de todas las energías lo ha hecho enmudecer,
cada pueblo se ha expresado con plenitud de carácter dentro de la
comunidad imperial. Y en España, dentro del idioma central, sin acudir a
los rivales, las regiones se definen a veces con perfiles únicos en la
expresión literaria. Así, entre los poetas, la secular oposición entre
Castilla y Andalucía, el contraste entre Fray Luis de León y Fernando de
Herrera, entre Quevedo y Góngora, entre Espronceda y Bécquer. El
compartido idioma no nos obliga a perdernos en la masa de un coro cuya
dirección no está en nuestras manos: solo nos obliga a acendrar nuestra
nota expresiva, a buscar el acento inconfundible. Del deseo de alcanzarlo
y sostenerlo nace todo el rompecabezas de cien años de independencia
proclamada; de ahí las fórmulas de americanismo, las promesas que cada
generación escribe, sólo para que la siguiente las olvide o las rechace,
y de ahí la reacción, hija del inconfesado desaliento, en los
europeizantes. El
ansia de perfección. Llegamos
al término de nuestro viaje por el palacio confuso, por el fatigoso
laberinto de nuestras aspiraciones literarias, en busca de nuestra expresión
original y genuina. Y a la salida creo volver con el oculto hilo que me
sirvió de guía. Mi
hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino
uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la
raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de
perfección. El
ansia de perfección es la única norma. Contentándonos con usar el ajeno
hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la
revelación intima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de
nuestras intuiciones, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán
cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una
intuición artística, va en ellas, no sólo el sentido universal, sino la
esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha
nutrido. Cada
fórmula de americanismo puede prestar servicios (por eso les di a todas
aprobación provisional); el conjunto de las que hemos ensayado nos da una
suma de adquisiciones útiles, que hacen flexible y dúctil el material
originario de América. Pero la fórmula, al repetirse, degenera en
mecanismo y pierde su prístina eficacia; se vuelve receta y engendra, una
retórica. Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de
expresión; aprovecha las experiencias anteriores, pero las rehace, porque
no es una suma, sino una síntesis, una invención. Nuestros enemigos, al
buscar la expresión de nuestro mundo, son la falta de esfuerzo y la
ausencia de disciplina, hijos de la pereza y la incultura, o la vida en
perpetuo disturbio y mudanza, llena de preocupaciones ajenas a la pureza
de la obra: nuestros poetas, nuestros escritores, fueron las más veces,
en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política
y hasta la guerra, y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores
de pueblos. El
futuro. Ahora,
en el Río de la Plata cuando menos, empieza a constituirse la profesión
literaria. Con ella debieran venir la disciplina, el reposo que permite
los graves empeños. Y hace falta la colaboración viva y clara del público:
demasiado tiempo ha oscilado entre la falta de atención y la excesiva
indulgencia. El público ha de ser exigente; pero ha de poner interés en
la obra de América. Para que haya grandes poetas, decía Walt Whitman, ha
de haber grandes auditorios. Sólo
un temor me detiene, y lamento turbar con una nota pesimista el canto de
esperanzas. Ahora que parecemos navegar en dirección, hacia el puerto
seguro, ¿no llegaremos tarde? ¿El hombre del futuro seguirá interesándose
en la creación artística y literaria, en la perfecta expresión de los
anhelos superiores del espíritu? El occidental de hoy se interesa en
ellas menos que el de ayer, y mucho menos que el de tiempos lejanos. Hace
cien, cincuenta años, cuando se auguraba la desaparición del arte, se
rechazaba el agüero con gestos fáciles: "siempre habrá poesía".
Pero después —fenómeno nuevo en la historia del mundo, insospechado y
sorprendente— hemos visto surgir a existencia próspera sociedades
activas y al parecer felices, de cultura occidental, a quienes no preocupa
la creación artística, a quienes les basta la industria, o se contentan
con el arte reducido a procesos industriales: Australia, Nueva Zelandia, aún
el Canadá. Los Estados Unidos ¿no habrán sido el ensayo intermedio? Y
en Europa, bien que abunde la producción artística, el interés del
hombre contemporáneo no es el que fue. El arte había obedecido hasta
ahora a dos fines humanos: uno, la expresión de los anhelos profundos,
del ansia de eternidad, del utópico y siempre renovado sueño de la vida
perfecta; otro, el juego, el solaz imaginativo en que descansa el espíritu.
El arte y la literatura de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua
función trascendental; sólo nos va quedando el juego... Y el arte
reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente,
pirotecnia del ingenio, acaba en hastío. ...No quiero terminar en el tono pesimista. Si las artes y las letras no se apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.
1 - Téngase en cuenta que esta afirmación fue formulada en el año 1926. Posteriormente se produjo el movimiento novelístico de tema indigenista que cuenta, entre otras, obras como "El mundo es ancho y ajeno". - (N. de la R.) |
Pedro Henríquez Ureña
Asir Revista de literatura Nº 32 / 33
Mayo / junio de 1953
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