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El Toro Fiel |
Había una vez un toro que se llamaba Ferdinando y que no le importaban mucho las flores. Le encantaba luchar y luchó contra todos los de su edad, o de cualquier edad, y fue un campeón.
Sus cuernos eran tan duros como la madera, y tan afilados como la púa del puerco espín. Cuando luchaba, lo lastimaban, pero a él no le importaba. Los músculos de su cuello se tensaban en el morrillo[1], el que se levantaba como una colina cuando estaba listo para la pelea. Siempre estaba listo para pelear, su pelaje era negro y brillante y sus ojos eran claros.
Cualquier cosa lo hacía desear la pelea y luchaba con una seriedad mortal exactamente como alguien come, lee, o va a la iglesia. Cada vez que luchaba lo hacía a muerte y los otros no temían porque eran de pura sangre y no sentían temor. Pero no deseaban provocarlo, y mucho menos pelear con él.
No era ni un matón ni un malvado, pero le gustaba pelear como a los hombres les gusta cantar o ser el rey o el presidente. Nunca meditó al respecto. Pelear era su obligación, su deber y su placer.
El luchaba en el suelo pedregoso de la colina. Luchaba bajo los alcornoques y en el pasto cercano al río. Recorría quince millas todos los días desde el río hasta la colina, y luchaba con cualquier toro que se encontrara. Sin embargo lo hacía sin ira.
Eso no era totalmente cierto pues sentía rabia dentro de sí. Pero no sabía por que ya no podía pensar. Era muy noble y le encantaba pelear.
¿Y entonces qué le pasó? Resultó que su dueño, si es que acaso alguien puede poseer un animal así, sabía cuan bueno era y se sentía preocupado porque este toro le había costado mucho dinero como para perderlo peleando con otros toros. Cada toro valía más de mil dólares, pero después de pelear con el gran toro, no valían más que doscientos, y muchas veces menos de esa cantidad.
Así que el hombre, que era noble, decidió conservar la sangre de este toro para mejorar su rebaño, antes que mandarlo a la plaza. Y lo dejó para cría.
Pero este toro era muy extraño. Cuando lo pusieron junto a las vacas, vio que una era joven, hermosa, esbelta, de mejores músculos, radiante y más adorable que las otras. Así que, como no podía pelear se enamoró de ella y no les prestó ninguna atención a las otras. Sólo quería estar con ella, y las demás no significaban nada para él.
Así que el hombre lo mandó junto a otros cinco toros para morir en la plaza, y al fin el toro pudo luchar, a pesar que era un toro fiel. Peleó maravillosamente y todos lo admiraron mucho, y el hombre que lo mató lo admiró aún más. Pero el traje del hombre que lo mató y que se llama matador, estaba sudado para el final, y su boca estaba seca.
“Qué toro más bravo”[2] dijo el matador al tiempo que envainaba su espada. Lo hacía con la empuñadura hacia arriba mientras la sangre del corazón del toro goteaba, mientras aquel estaba siendo arrastrado por cuatro caballos fuera de la plaza; en lo adelante ya no tendría mayores problemas.
“Sí, este fue del que el Márquez de Villamayor se tuvo que deshacer porque era un toro fiel”, dijo el portador de la espada quien los sabía todo.
“Quizás todos debiéramos ser fieles”, dijo el matador.
(Traducción de Carlos A Peón Casas)
Notas: |
Ernest Hemingway
Traducción del Lic Carlos A. Peón Casas
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