El tiempo ha cambiado

Cuento de Luis Gudiño Kramer

Veníamos de las llanuras líquidas, de las tierras bajas, allí donde los naranjos crecen robustos y los hombres enclenques. Veníamos de las tierras del maní y del tártago, de las frutillas y los tomates. Veníamos de una región de lluvias rumorosas y largos y lentos crepúsculos nacarados. Estábamos como impregnados de cierta languidez, de una pereza amodorrada de siesta con grillos y chicharras.

El viento norte y el pampero, luego, levantaban finas arenas y gruesas calderillas y las quemazones se extendían por el sudoroso cuerpo de enero y abrasaban a las víboras y lagartijas del verano.

Éramos así suaves y nerviosos, tal vez demasiado plásticos, pero conocíamos la irritación de las largas siestas y no nos alarmaba el grito angustioso de los indios borrachos.

En las altas horas de la noche solíamos ver la Cruz del Sur redondeando su elipse y el puñal del marino tratando de lanzar su plomada vertical sobre nuestra casa...

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Nuestra casa, en realidad, era ajena. Nosotros deberíamos hablar de nuestro hogar, pero la palabra hogar nos producía una curiosa impresión de hipérbole o de énfasis. Decíamos, entonces, nuestra casa, que no amaba varias casas y algunos de nosotros conservaba en el recuerdo lo que llamaba con nostalgia casa materna y, a veces, casa paterna. Era una vieja casa en un pobre pueblo. Las hipotecas fueron cubriéndola, como la sombra del timbó colorado, y casi simultáneamente se derrumbó el viejo árbol y fue transferida la casa. Pero siguió siendo la casa materna, porque los recuerdos se defendían de morir en la memoria de quienes vivían en las casas ajenas.

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También alguno de nosotros recordaba un árbol, o una carpa, o un cruce de caminos. Bajo gruesas nubes marítimas él buscó un delgado hilo de sombra y el ancho campo al rodearle con su inconmensurable soledad le hizo buscar en la compañera apoyo y conformidad. Ella era frágil como un panadero de cardo, y como el acero, al mismo tiempo. Vilano y ancla, no la doblegaba el rigor pero la solía abatir la soledad.

Bajo los lienzos de la carpa era ineludible pensar en la casa materna, con su gran timbó, los brachichitos, los naranjos, las flores y el cerco de ligustros, y en el horno, ese horno donde los domingos se doraban las tortas y el pan casero.

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Cuando él la vio madura adquirió plena conciencia de su verdadera condición y responsabilidad. Hasta entonces habían vivido al azar, al ritmo de la sangre. Caminaron, sufrieron, hasta que ella comenzó a madurar. ¡Cuántas transformaciones sufría, a pesar de ella misma, su rostro! Él atendía más a esa transformación de sus rasgos que a los cambios de su carácter. Todo lo que podía haber de falso en las reacciones de su temperamento se fundía en la honrada y pura transformación de su cuerpo. Él la tuvo en sus brazos, cargarla de esas nerviosas transmutaciones, cálida en el invierno, frágil y poderosa, y sentía más que su peso esa otra carga que crecía y que ellos no sabían bien aún cómo iban a transportar.

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Pasaron después algunos años en el campo. Él vio crecer el lino y el maíz, la avidez de los contratistas y la pobreza de los agricultores. Ella enseñaba a jugar a los hijos de los colonos, a reír, a convivir con los indiecitos, a quienes curaba y alimentaba. Creyó por algún tiempo que su interés había sido ahogado por la indiferencia, pero no fue así. Cuando lo perdieron todo, volvieron al pueblo, con el hijo pequeño, y allí fueron creciendo hasta formar una planta con tres retoños. Su vida era monótona en la superficie

Siempre tenían más trabajo que ocio y más dolores que alegrías. Comprendieron que vivir no es fácil, pero ya se habían acostumbrado a oir y ver sólo lo que en realidad tenía importancia, aunque discrepasen, aún, en cuanto a qué era lo importante. Pasarían muchos años antes de coincidir plenamente. En realidad vivieron ese tiempo como las plantas, y aún sienten en las raíces de su recuerdo la impresión del rocío goteando desde las chapas de zinc, o el olor de la alfalfa, o la visión de los surcos o la de esas caravanas de indios en los boliches, o la carrera de los petisos y matungos a la salida de la escuela. Ella tal vez se vea caminando por esa calle larga o con un ramo de cinas-cinas asomadas a la ventanilla de un tren en una pequeña estación de campo. Nunca pudo saber él cómo eran aquellos pensamientos.

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Qué diferente, en cambio, ese paisaje abruptamente pintoresco que atravesaban. La pampa de Achala les castigó el rostro con su aire enrarecido y frío. Iban cansados, sudorosos, subiendo en ómnibus las cuestas y ella, que va conocía ese mundo, preocupada por sus reacciones físicas. Él miraba con avidez las cascadas, los puentes, los hilos de agua, los helechos, aquella oveja trémula o los espartillares verdes. Sí. Le impresionaba esa ascensión interminable y los bruscos recodos. Después comenzó a llover y entonces vieron cómo las nubes se abrazaban a las altas sierras y todo el paisaje se ablandaba en grises.

Ese descanso, respirando un aire liviano y fresco, les hizo bien. Sus cuerpos gozaban con el agua fría de las sierras y el tibio sol y con el calor de las piedras. La rutina comenzaba a envolverlos y el horario de las comidas les recordaba que eran simples turistas quincenales, veraneantes a plazo fijo y así, antes de que llegase el hastío, regresaron por el mismo camino, otra vez con lluvia y con aumentos en los pasos. Se hinchaban los estrechos ríos hasta reventar lamiendo piedras y arenas, cubriendo los helechos, arrastrando también algún niño, un ciego o un burrito flaco y viejo.

Pero el paisaje era bello, indiferente, demasiado lindo para crear estados de ánimo permanentes. Puro juego, puro color, sola presencia decorativa.

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En cambio, sus fértiles llanuras, sus tierras calcinadas en el verano, la fatiga húmeda de ese tiempo al que todos llamaban con el viejo y sencillo nombre, cómo les producía una sensación de humilde desamparo, hasta que las tormentas destempladas barrían el bochorno y lucía un cielo hondo y transparente y el fuerte viento del sur, desgajando árboles y levantando torbellinos, dejaba impregnado el ambiente de frescura. El tiempo ha cambiado, se decía. El tiempo se hizo con luna llena.

***

El tiempo, y ellos, como el tiempo, también cambiaban. Morían un poco todos los días y crecían hacia adentro, hacia los sentimientos. Estaban henchidos, pictóricos de una comprensión, de un ánimo creador que no podían retener.

La vida continuaba, no importa las circunstancias exteriores; continuaba la vida aumentando sus imprudentes agresiones, pero ellos sabían cómo defender esta nueva pureza. Aprendieron a distinguir valores y esencias y lo que podía contener de original la criatura y cómo se redondeaba y crecía, también, la curva de sus vidas. Había algo recóndito y oscuro y tal vez salvaje y primitivo en sus constantes balances, pero su soledad se hinchaba. Era una soledad hermosa, porque ellos podían medirla desde su propio corazón.

Todo lo habían dado y ahora rehusaban admitir o cobrar o alegrarse, siquiera, negándose a recibir un interés por lo que habían ido dando, con tanto sacrificio y dolor.

Era, en cierto modo, la eclosión de esas fuerzas oscuras, antiguas, que daba a las tierras pobres la apariencia de su actual soledad y desamparo. Crecían, sin embargo, las flores pequeñas y los animales silvestres podían vivir, sin grandes angustias, en su extensión monótona. Dentro de esa apariencia rutinaria, alentaba un pequeño fuego, como en los bordos de las minas de cal; vibraba un principio engendrador, heurístico. Ellos, como aquella pequeña fauna, lo sabían y agradecían.

En este tiempo, solamente vivir era como un regalo.

Luego, empezaron los incendios. El horizonte se ponía cada vez más rojo y anochecía alrededor con esa tristeza ardiente de los campos en la época de las largas sequías. Amanecía y el rocío permanecía un largo tiempo sobre los pastos y las flores, que se resistían a morir, porque todo empezaba a morir a su alrededor.

Vivieron así años o días. Nunca lo supieron. Y cuando ocurrió la lluvia y vieron que las raíces que estaban, como ellos, alimentándose de oscuros y profundos jugos, lanzaban hacia arriba sus fuerzas y que todo el campo se hinchaba y reverdecía, levantaron alegres sus esperanzas y se incorporaron a la gente. La gente saludaba en ese momento a la lluvia y ellos comprendieron que en el coro expectante sus voces aumentaban de volumen y expresión.

El tiempo ha cambiado, repetían. El tiempo se hizo con luna nueva...

 

Cuento de Luis Gudiño Kramer Santa Fe, marzo de 1960
 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 24-25 - marzo-abril-mayo-junio de 1960

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-24-25/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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