Ribeyro mujeres y desamor Sara Beatriz Guardia |
Lo
más característico de los relatos de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), es la visión
escéptica del mundo, y la fragilidad de las ilusiones perdidas o
inalcanzables a pesar de su pequeñez. Se sueña con tener una aventura,
con poner una verdulería, cambiar de terno, en “acceder siquiera una
vez a un orden superior” (Pérez, 1999:49). Personajes que siempre
desean escapar del lugar en el que están, dirigirse a otro desconocido y
probablemente equivocado. Seres que miran la vida a través de un prisma particular y
que conviven con una suerte de soledad en la que incertidumbre y
ficción se confunden, logrando un ambiente de difusos cuadros
semejantes a la ciudad gris, plena de gestos inútiles y de miedo a los días
vacíos. Aquí no hay personajes femeninos logrados, ni historia de amor
posible. Como dice Luder (1984), su alter ego: “El verdadero amor, en la
medida en que excluya toda reciprocidad y toda recompensa, solo se da en
la vía consanguínea. Todo el resto es desvarío, ilusión o
accidente”. Escritor
de fragmentos, como él mismo se definía, su obra está signada por
textos y secuencias breves, de estilo sobrio. No pretenden una crítica
social ni tienen intención política; sólo desnudar la inflexibilidad
del sistema social, los desniveles económicos, el racismo, contar como veía
y sentía Lima. Textos breves en los que confluyen reflexiones filosóficas,
prosa poética1,
y relatos con un marcado “interés por vidas resignadas a su falta de
grandeza, cuya peripecia puede ser contada en pocas palabras pero desde un
ángulo que connota su secreto horror, su íntima y desgarradora tristeza.
Humildes personajes, pequeños actos, grandes ilusiones: ese juego de
elemento, típico en Ribeyro, conduce casi invariablemente a la derrota y
a la convicción de que no importa cuál sea nuestra ambición – el
amor, la aventura, el poder, el dinero, la figuración social -, siempre
estamos solos e indefensos, asumiendo papeles cuya letra olvidamos en el
momento preciso” (Oviedo, 1996:82). Es
probable que la procedencia de una antigua familia limeña venida a menos,
y la muerte de su padre cuando tenía 15 años, tuvieran una importante
significación en su formación y visión del mundo. Semejante al niño
del cuento "Por las azoteas", Ribeyro sueña con un mundo hecho
de retazos, de objetos que no sirven, de trastos olvidados. Y desde el
sentimiento de orfandad que le produjo la pérdida de su padre, exclama: “Yo he tenido muchos profesores
de literatura. Pero he tenido solamente un maestro. Y este maestro
fue mi padre” (Luchting, 1988:352). En
1948, cuando ya había abandonado los estudios de leyes por la literatura,
el general Odría dio un golpe de estado que depuso al presidente
Bustamante. El ochenio odriísta se caracterizó por una total ausencia
de libertades políticas y una sistemática represión a sus opositores.
Inmovilización social y ausencia de producción cultural. En estas
circunstancias, en 1952, Ribeyro viajó becado a España para seguir
cursos de periodismo. Ocho meses después continuó su travesía por
distintas ciudades: París, Amberes, Ámsterdam, Londres, Munich. Al
margen de un breve regreso al Perú, y más concretamente a la Universidad
de Ayacucho, Ribeyro permaneció en París más de treinta años hasta su
retorno a Lima en 1992, dos años antes de su muerte. Desde
el inicio de su producción literaria con Los
gallinazos sin plumas publicado en Lima en 1955, sus protagonistas de
cuentos y novelas son los marginados, los excluidos y abandonados.
Personajes sin brillo, postergados por la vida, desalentados y apáticos,
condenados al fracaso sin que nadie ni nada pueda impedirlo. Toda la obra
de Ribeyro está impregnada de este pesimismo y del escepticismo
neorrealista urbano de la Generación del 50. Década que representó
profundos cambios signados por una liberación económica que produjo una
migración masiva del campo a la ciudad y el incremento de zonas
marginales, llamadas Pueblos Jóvenes, que se multiplicaron en los
arenales que circundan Lima. Para Washington Delgado, la Generación del
50, “trataba de reflejar la nueva realidad peruana mediante agudas
incisiones psicológicas o por el uso de novedosísimas técnicas
literarias como el monólogo interior, los diálogos superpuestos, los
avances y retrocesos en el tiempo y la variedad de puntos de vista en la
narración (Delgado, 1996:115). Su
extensa obra cuentística está recopilada en cuatro volúmenes titulada La
palabra del mudo (1973-1977), la más importante, “sobre todo
sus tres primeros tomos teniendo como cima creadora el tercero, con
cuentos que brillan entre los mejores de Hispanoamérica: “Silvio en El
Rosedal”, “La juventud en la otra ribera”, “Tristes querellas en
la vieja quinta”, etc.” (González Vigil, 1992); Prosas
apátridas (1975); La
caza sutil (1976), colección de veintiún artículos
publicados en El Comercio; Dichos de
Luder (1989); un diario titulado La
tentación del fracaso (1992).Dos piezas de teatro: Santiago
el pajarero (1958) y Atusparia
(1981). Completan su obra tres novelas que funcionan como un macrocosmos
de la realidad peruana de entonces: Crónica
de San Gabriel (1960), Los
geniecillos dominicales (1965) y Cambio
de guardia (1976). Los
personajes de La palabra del mudo conforman un mundo complejo cuya
realidad en rápida transformación no puede ser comprendida y solo queda
la desesperanza, la marginalidad y el fracaso. Es entonces que el escritor
le restituye la voz al mudo para así contar lo que la gente calla o no
quiere decir. Gente común y
corriente que tiene nombres comunes y corrientes que Ribeyro utiliza para
aludir a sus rasgos esenciales.
Plácido Huamán, nos sugiere un pacífico profesor limeño en “La
juventud en la otra ribera”; “Silvio en El Rosedal” indica las
iniciales SER que el personaje encuentra en el rosedal de la hacienda.
“Nombres no tan evidentes pero con bastante poder de sugerencia en
cuanto a la idiosincrasia de sus dueños son también, “Memo García”
para el mediocre solterón y “Doña Francisca viuda de Morales” para
la solitaria y obesa anciana. “Diego Santos de Molina” para el
aristocrático hispanista” (Cabrejos, 1981: 79). Como
la mayoría de los escritores de su generación describe Lima, la otrora
ciudad de los Reyes convertida en una ciudad desordenada y caótica.
“Limeños a los que se les ha desmoronado la ciudad, algunos de ellos
habitantes de ‘barrios sin historia’. Individuos solitarios que no se
identifican con su oficio, observadores más que minuciosos, que no
aceptan y disfrazan sus propios sentimientos. Hombres –pocas veces
construye personajes femeninos– que se ven a sí mismos como individuos
víctimas del mundo exterior. Generalmente antihéroes” (Carrillo,
1999). “Entre
mis personajes no hay triunfadores”, dice en una entrevista Ribeyro.
Frase que podría sintetizar su pesimismo y desaliento. Sin embargo, a
propósito de la novela de Flaubert: La
Educación Sentimental (1868), calificada por Georg Lukács
como la “novela psicológica de la desilusión”, Ribeyro dice de
Flaubert lo que también podría servir para él mismo: “este descreído
que invocaba a Dios en su correspondencia, fue, en realidad, un cúmulo de
contradicciones. La última de todas es que en su obra que podría
definirse como una teoría del desengaño, pueda deducirse una filosofía
de la ilusión” (Ribeyro, 1976: 31). Igualmente, Ribeyro, como él mismo
lo señala, no era pesimista: “Yo no me considero realmente un
pesimista, - dice - sino como un escéptico optimista. Lo que puede
parecer contradictorio. Esta especie, más numerosa de lo que se cree,
conserva cierta esperanza secreta de que las cosas tal vez se arreglen”
(Ribeyro, 1976: 1449). Mujeres
y desamor Aunque
Ribeyro le otorga al amor la posibilidad de constituirse en fuente de
conocimiento, y compara la relación amorosa con un libro donde se aprende
sobre uno sí mismo y el mundo, “una puerta que abre perspectivas que
jamás había visto uno” (Coaguila, 1996:72), no hay en su narrativa
“una sola historia de amor logrado, quizá porque donde empieza la
felicidad termina el cuento. En el mejor de los casos, la relación
amorosa adopta la consistencia de un sueño (Pérez, 1999: 69). Tampoco
encontramos personajes femeninos completos, generosos, amables, lúdicos.
Son mujeres crueles con quienes se comparte el infierno. Cuando le
reprochan a Luder que no se separe de una amiga que lo atormenta,
responde: “No puedo. A fuerza de padecerlo nuestro infierno personal se
nos vuelve imprescindible”. Y cuando espera pacientemente que su amiga
termine los reproches violentos que le hace por un asunto nimio, señala:
“Las mujeres serian mas bellas si se dieran cuenta hasta que punto la
maldad las afea”. En
su obra las mujeres tienen un lado negativo, un poco perverso – le dice
Jorge Coaguila a Ribeyro en una entrevista, y para reafirmar sus palabras
cita: “Por ejemplo, en Crónica de
San Gabriel, el tío Felipe le dice al protagonista Lucho: “No creas
en la honestidad de las mujeres. ¿Sabes que no hay mujer honrada sino mal
seducida? Todas, óyelo bien,
todas son en el fondo igualmente corrompidas” (Capítulo I). Otro caso:
en el cuento “Al pie del acantilado”, el personaje Samuel le dice al
narrador: “Las mujeres, ¿para qué sirven las mujeres? Ellas nos hacen
maldecir y nos meten el odio en los ojos” (Coaguila, 1996: 60). Un
esquivo Ribeyro responde: “Bueno, no lo sé”. El
entrevistador vuelve a la carga: “En la citada novela Crónica
de San Gabriel, Leticia juega con los sentimientos de Lucho. En otra
novela, en Los geniecillos
dominicales, la prostituta Estrella se aprovecha y traiciona al
personaje principal: Lugo Tótem. En el drama Santiago
el pajarero, Rosaluz deja a su novio, por razones económicas, para
comprometerse con el Duque de San Carlos. En el cuento “Alienación”,
Queca rechaza por racismo al zambo Roberto López; en el cuento “La
solución”, la esposa es infiel o en el cuento “La juventud en la otra
ribera”, Solange se burla del doctor Plácido Huamán, el protagonista.
Es decir, la mujer en su obra cumple un rol negativo”, concluye. Con los
ejemplos sobre la mesa, Ribeyro termina por admitir: “Negativo, pero
ambiguo”, y agrega que no ha sido su intención mostrar una imagen
negativa de la mujer ni exaltar sus virtudes, aunque es cierto: “las
mujeres han sido un poco como las malas de la película” (Coaguila,
1996: 61). En
primer lugar habría que decir que Ribeyro no les otorga voz a las mujeres
como lo hace con los hombres privados
de las palabras, marginados y condenados a una existencia gris. A ellos
les ha restituido la voz, la posibilidad de expresar sus anhelos y
angustias, incluso “se ha ocupado frecuentemente de auscultar el
mundo íntimo de los locos, los necios, los tímidos, los niños
desvalidos, los enfermos o los viejos al borde de la muerte” (Reisz,
1996:90). En cambio las mujeres no tienen voz propia y la que tienen está
sofocada, apagada;
son mujeres que no se rebelan contra la sociedad ni sus
imposiciones, que no dejan entrever sus pensamientos más íntimos, que no
manifiestan sus sentimientos, que no nos hablan de su actitud hacia otras
mujeres. Son el reflejo más fiel de la visión patriarcal y machista, y
de estereotipos femeninos que con pocas variantes existen en el discurso hegemónico masculino que organiza los
roles públicos y privados, donde las relaciones de género operan con un
lenguaje particular que enmascara y esconde pensamientos, sentimientos y
deseos. Estas
mujeres siempre ocupan un lugar secundario al lado del hombre. Hombres por
demás solitarios “ante el fracaso de sus proyectos, la pérdida de sus
ilusiones, la falta de amor, el deterioro corporal o moral, la vejez y la
muerte. Solos con sus debilidades, sus cobardías, su miedo de morir y su
miedo de vivir en la inalterable grisura de las existencias comunes.
Aliviadas una que otra vez por los raros momentos de comunión afectiva
con otros solitarios” (Reisz, 1996:91.) Al
describir el inicio del día en Gallinazos sin plumas”2,
Ribeyro nos sitúa en una barriada limeña donde confundidos en la niebla
caminan los marginales, muertos en vida, perfiles casi fantasmales. Aquí
no existen mujeres, solo algunas “beatas (que) se arrastran penosamente
hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias” (91)
3.
Mundo solitario y violento. Cuando, “En la comisaría” (1955), Ricardo
le reprocha a Martín que le haya pegado a su esposa, éste le responde
que estaba borracho. Además, agrega, solo le he dado “una patadita en
el estómago”: “Había
insistido mucho sobre el término “patadita”, como si el hecho de
emplear el diminutivo convirtiera su golpe en una caricia” (112). Aunque
él sabe cómo duelen esas “pataditas”, el hecho no merece su atención,
los golpes a su mujer no tienen ninguna importancia. Lo que sí importa es
saber si podrá acudir a la cita que tiene con Luisa, su amante. No quiere
perderse la playa, el sol, y menos “sus muslos de carne dorada”. El
otro problema es si ella podrá creerle que estuvo en la comisaría sólo
por no pagar una cerveza. Pero
a un macho también le está permitido pegarle a otro preso como él solo
porque lo mira. Mirada que interpreta de reto y afrenta,
y para probar que no le tiene miedo entabla una pelea que gana. Ya
en libertad, corre en su afán por llegar a tiempo a la cita con Luisa,
pero el entusiasmo disminuye al mirar sus manos heridas: “Lo
primero que le exigía Luisa cuando se encontraba con él, era que le
mostrara sus puños, porque sabía que ellos no mentían” (116). Y
ese recuerdo lo obliga a esconder rápidamente las manos en los bolsillos,
“como un colegial que quiere ocultar ante su maestro las manchas de
tinta”. Nótese el comportamiento abusivo de Martín con la esposa
y la sumisión ante la amante, dominante y exigente. Luisa, no
tiene sin embargo la imagen de mujer fatal tan popular en los años
cincuenta cuando las fatales dominaban el arte de seducción en el cine
francés y norteamericano. Mujeres que siempre tenían al frente a un
hombre bastante ingenuo e inexperto que actuaba según sus fines egoístas
y crueles. En
“El primer paso” (1955), Danilo entabla relaciones con Estrella, la
prostituta, no por deseo y menos por amor. Estrella, “no era una mujer
como las otras. Para empezar, era fea, lo cual equivalía casi a una
garantía de fidelidad” (124). Pero ¿a qué más podía aspirar él? “La
falta de ropa le había causado siempre sinsabores. Fiestas a las que no
pudo ir, muchachas a las que jamás volvió a ver, porque mientras él les
hablaba, ellas no desprendían la mirada del cuello mugriento de su
camisa” (123). Es
igualmente peyorativa la efímera mención femenina en “Explicaciones a
un cabo de servicio”, publicado en 1958 en Cuentos
de circunstancias. Pablo Saldaña sueña con convertirse en un próspero
empresario en un modesto bar limeño, donde se encuentra con un ex compañero
de colegio desempleado como él. Juntos se enfrascan en una larga
conversación, pero lo “que para Simón es la verbalización de sueños
imposibles, para Saldaña es la enunciación de un proyecto definido” (Tisnado,
1996:168). Así, Saldaña llega a creer que son socios y para poner la
empresa en funcionamiento gasta el dinero que le ha quitado a su esposa: “Le
diré la verdad: tenía en el bolsillo cincuenta soles… Mi mujer no me
los quiso dar, pero usted sabe, al fin los aflojó, la muy tonta…Yo le
dije: Virginia, esta noche no vuelvo sin haber encontrado trabajo…(129). Cuando
llega la cuenta Simón desaparece, y como el dinero que le
ha quitado a “la tonta de su esposa” no alcanza, Pablo Saldaña
es conducido a la comisaría donde aún insiste en imponer como realidad
el referente ficticio, y utilizar sus tarjetas como garantía. Mientras
que en “Las botellas y los hombres” (1964), el encuentro entre padre e
hijo muestra nuevamente la presencia femenina subalterna, y en este caso
mancillada. Luciano, recibe la visita de su padre que lo ha abandonado en
la infancia. Soporta el dolor de la orfandad recordada, la vergüenza de
ese padre mal vestido en el club de gente de dinero al que pertenece.
También que ese encuentro tenga como único motivo la necesidad económica
del padre. No hay sentimientos, ni nostalgia, ni amor. Incluso puede oírlo
contar mentiras respecto de un cuidado que dice haberle proporcionado
cuando: “…nadie
sabía mejor que Luciano qué cantidad de humillaciones había sufrido su
madre para permitirle terminar el colegio” (139). Lo
que no puede soportar es que le
hable de su madre: “La
pregunta llegó desde el otro extremo de la mesa, a través de todas las
botellas. Se había hecho un silencio. Luciano miró a su padre y trató
de sonreír” (144). Haciendo
gala de su pobreza moral y mezquindad el padre le espeta ante todos:
“…¡ella se acostaba con todo el mundo!”. Luciano reacciona
violentamente. Le pega, y lo deja tirado en la calle. Antes de retirarse,
pone un costoso anillo en sus manos. Ultimo gesto de conmiseración ante
el miserable hombre tendido en la calle que es su padre. Con
“Fénix”, 1964, asistimos a la representación de un circo con sus
personajes: Fénix, hombre muy fuerte que de tantos golpes ha ido
perdiendo su fuerza, el enano Marx, el cruel patrón Marcial Chacón, e
Irma, la contorsionista, uno de los pocos personajes de Ribeyro con voz
propia, la voz de la violación
y la vergüenza: “Caminar sobre la soga no es nada, torcerme hasta meter mi
cabeza entre mis muslos tampoco, pero lo horrible son esas noches
calientes, cuando el patrón viene a mi tienda o me lleva a la suya. A
veces, fuete en mano, yo sobre el colchón, con sueño, con ganas de
vomitar. Luego su peso, su baba, su boca que apesta a cebolla. Antes de
encender su cigarro ya me está echando porque después de usarme ya no
soy nada para él, soy una cosa que odia. Y así, de la cama al ruedo, del
ruedo a la cama. Fénix que
no hace nada, que mira solo, que queja del sol, que cobra, que se calla,
como todos. ¿Qué se puede hacer? Y esta noche otra vez” (173). Para
ella no hay redención. En cambio, durante la lucha de Fénix disfrazado
de oso contra Chacón se produce la liberación, “no por el fuego, sino
por el agua. No es casual que justo en el momento de iniciarse la pelea
simulada empiece a llover” (Rodero, 1996:151). Después de la muerte de
Chacón, Fénix emprende la huida hacia su nueva vida: “Avanzo
hacia el agua, sereno al fin, a hundirme en ella, a cruzar la selva, tal
vez a construir una ciudad” (188). En
“Silvio en El Rosedal” (1977), uno de los mejores cuentos escritos por
Ribeyro, la madre, a pesar de la importancia que le otorga Silvio porque a
su lado conoció los únicos momentos de felicidad, solo constituye un
recuerdo. Lo tangible de su vida se resume en “algunas
escapadas juveniles y nocturnas por la ciudad, buscando
algo que no sabía lo que era y que por ello mismo nunca encontró
y que despertaron en él cierto gusto por la soledad, la indagación y el
sueño. Pero luego vino la rutina de la tienda, toda su juventud enterrada
traficando con objetos opacos y la abolición progresiva de sus esperanzas
más íntimas, hasta hacer de él un hombre sin iniciativa ni pasión”
(247). Pero
en la hacienda El Rosedal, rodeado de las hijas casaderas de los
hacendados todas feas, la pasión vuelve a brillar en su vida en el afán
por descubrir el secreto que guarda la figura que conforman las rosas.
Quietud que rompe una prima que llega de Italia con su hija Roxana, bellísima
y de quince años, destinada a despertar un amor platónico en Silvio y la
admiración de los hombres de ese pueblo andino. Pero nada podrá hacer
contra su destino, y Silvio termina apartándose de la fiesta.
“Levantando su violín lo encajó contra su mandíbula y empezó a tocar
para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que
nunca lo había hecho mejor” (270). El mundo que aquí retrata Ribeyro,
es el “de los que abdicaron del sueño que iba a dar sentido a su
existencia, y sin embargo siguen viviendo en una penumbra de
justificaciones y vanos recuerdos” (Oviedo, 1996:83). Personajes
que se protegen entre muros con la intención de recluirse física y
mentalmente como Memo García en “Tristes querellas en la vieja
quinta” (1977), (Schwalb, 1996:162). Encerrado en una quinta de
Miraflores, solterón, sin parientes y sin amigos, ocupa “sus
largos días en menudas tareas como coleccionar estampillas, escuchar óperas
en una vieja vitrola, leer libros de viajes, dormir la siesta y hacer
largos paseos, no por la parte nueva de la ciudad, que lo aterraba, sino
por calles como Alcanfores, La Paz, que aún conservaban si no la vieja
prestancia señorial algo de placidez provinciana” (224). Pero
esta aparente paz es quebrantada por la presencia de doña Francisca
Morales, una viuda que vive sola en el departamento vecino. Ambos se
enfrascan en un combate inútil, se vigilan, se acechan, se amenazan, y
cada día se lanzan con mayor intensidad agravios, insultos, demandas y
querellas. Recurren a todas las ofensas donde las alusiones racistas
abundan: “negro”, “zamba sin educación”, “zamba grosera”.
“Si de lo que se trata es de no quedarse solos, del amor como forma
justificada de acercarse al otro, a los personajes de Ribeyro esta
comunicación les está negada y, así, ratifican su desamparo. Alguna vez
tentados a salir del aislamiento, no hallan sino la disputa y el insulto
como forma de expresión” (Pérez, 1999: 69). Porque
cuando doña Pancha se enferma, le exige a su odiado vecino que le compre
aspirinas, y después que le prepare un caldo, lo que Memo García a regañadientes
y protestando hace; y cuando se produce un silencio estremecedor pasa el día
con el oído pegado a la puerta solo para constatar que ha muerto su
vecina y enemiga. Y desde entonces se le vio más solitario que nunca: “Pasaba
largas horas en la galería fumando sus cigarrillos ordinarios, mirando la
fachada esa casa vacía, en cuya puerta los propietarios habían clavado
dos maderos cruzados. Heredó el loro en su jaula colorada y terminó,
como era de esperar, regando las macetas de doña Pancha, cada mañana,
religiosamente, mientras entre dientes la seguía insultando, no porque lo
había fastidiado durante tantos años, sino porque lo había dejado, en
la vida, es decir, puesto que ahora formaba parte de sus sueños” (244) En
sus tres novelas también aparecen los mismos estereotipos femeninos. En Crónica
de San Gabriel, que transcurre
en la sierra aunque se trata más bien de una visión de la sierra desde
la perspectiva de un limeño, Lucho, huérfano de 15 años y nacido en
Lima, narra los acontecimientos ocurridos durante su estadía en la
hacienda. Allí, Leticia, su egoísta y caprichosa prima se burla de sus
sentimientos. Mientras que para Felipe, tío de Lucho, todas las mujeres
pueden ser seducidas incluidas su cuñada y su sobrina. Encarna las prácticas
machistas de explotación sexual, frente a lo cual, estas mujeres “a
pesar de tolerar los desmanes del macho, logran alcanzar un nivel de
dignidad que se consideraría trastocado en un medio ambiente sano, pero
que en este universo es una marca de prestigio que se le niega al varón”
(Alfaro, 1996:180). Los
geniecillos dominicales
(1965), es una novela que profundiza el cambio social urbano y lo que esto
significa para sus antiguos habitantes. Aquí también se observa un
fuerte componente machista en el plano sexual. Estrella, la prostituta se
aprovecha y traiciona al personaje principal: Ludo Tótem, que a su vez
persigue a Eva, una muchachita pobre, con la intención de violarla. Otra
chica también pobre, Amelia, se defiende llorando después de haber
aceptado sus caricias. En Cambio de guardia, publicada en 1976, el tema es la dictadura, y
“todos los personajes, independientemente de su situación económica,
sufren de una marcada degradación” (Alfaro, 1996:190). Por ejemplo, el
cura abusa sexualmente de niñas huérfanas, y la obsesión de un hombre
influyente y “respetable” son las adolescentes. Dorita, la muchacha
pobre que es enviada a un albergue para huérfanas, sufre vejaciones
sexuales de parte del banquero e industrial Jesús Barreola, dueño de la
fábrica, y del cura Narro que regenta el albergue (Márquez, 1996:237). Frente
a estas mujeres casi anónimas se levantan los dos personajes femeninos más complejos y mejor logrados de la narrativa de Ribeyro.
Nos referimos a Mercedes, en “Mientras arde la vela”, quien a
través de un intenso proceso cuyo tiempo está marcado por la luz de una
vela encuentra aliciente para el homicidio, y a Solange en “La juventud
en la otra ribera”, que engaña a un peruano recién llegado a París y
lo ofrece como víctima a sus secuaces. Dos mujeres distintas, una
pertenece a un barrio pobre del Perú, la otra es joven, hermosa y vive en
París. Ambas víctimas y victimarias. Desde
el inicio, la figura de Mercedes tiene un movimiento pausado, intenso: “Mercedes
tendió en el cordel la última sábana y con los brazos aún en alto quedó
pensativa, mirando la luna. Luego fue caminando, muy despacito, hasta su
habitación. En el candelero ardía la vela. Moisés con el pecho
descubierto roncaba mirando el techo” (103). Mientras
mira sus manos agrietadas por la lejía, y piensa que sería bueno poner
una verdulería para no tener que lavar más, Moisés, su abusivo marido,
despierta. Se pasea por la habitación gritando, y de pronto prende un
periódico y portando esa tea brinca de un lado a otro, con la intención
de incendiar la casa. De un empellón, Mercedes le quita el periódico y
lo lanza al piso. En vano trata de reanimarlo con Panchito, su hijo pequeño.
Lejos de desesperarse, Mercedes vuelve a mirarse las manos, y sabe que
cuando tenga la verdulería no serán tan ásperas, tan hoscas. Las
manos de esta mujer que transcurre su vida trabajando como lavandera y en ajetreos domésticos simbolizan el silencio y la sumisión
ante el despótico marido que yace a pocos metros. No hay dolor ante la
presunta muerte solo consternación al acudir en busca de ayuda a los
vecinos, y de la Asistencia Pública. Mientras espera al médico, mira la
vela que todavía arde, cuando se apague me acuesto, se dice. Los vecinos
se agolpan en la pequeña casa y casi no advierten que Panchito repite una
y otra vez que su papa no ha muerto, y efectivamente, Moisés la llama
desde la cama pidiéndole un vaso de agua. Después de la sorpresa hay una
cierta decepción de los vecinos que se van retirando en silencio,
mientras los enfermeros advierten: “Ni un solo trago (…) Tiene el
corazón dilatado. A la próxima bomba revienta” (108). Ya
se está por apagar la vela, falta apenas unos segundos. Entonces, con
cuidado, Mercedes coloca la botella de aguardiente junto al marido. Ya
puede descansar, los malos espíritus se han ido, y solo ha quedado ella,
“despierta, frotándose silenciosamente las manos, como si de pronto
hubieran dejado ya de estar agrietadas” (109). “La
juventud en la otra ribera”, fue publicado en 1973 precedida de un epígrafe
de Proudhon: “La mujer es la desolación del justo”, que fue eliminado
en ediciones posteriores. Aquí parece confirmarse que las relaciones con
las mujeres, “esa potencia extranjera, ingobernable y maléfica” (Ribeyro
dixit), son a menudo problemáticas” (Pérez: 69) cuando Plácido Huamán
llega a París e inicia una aventura amorosa que lo conducirá a la muerte
en su afán por llegar a la orilla de la juventud y resarcirse así de una
existencia gris y trivial. Como en otros cuentos de Ribeyro, se trata de
un sueño inalcanzable en ese otoño parisino que parece acentuar su
desgracia. El
relato se inicia con un párrafo que se repite en el juego intertextual
propuesto: “No
eran ruiseñores ni alondras, sino una pobre paloma otoñal que se
espulgaba en el alféizar de la ventana” (271). “No
era pues ninguna ave romántica, sino un pájaro ávido, glotón, soso y,
mirándolo bien, hasta antipático, el que continuaba espulgándose al
sol, en el alféizar de la ventana” (273). “No
era pues ave canora ni pájaro agorero lo que el doctor Huamán veía en
la ventana, sino un pichón pulguiento que levantaba vuelo hacia el tejado
vecino donde se soleaba el resto de la tribu” (280). El
azar, tema recurrente en la narrativa de Ribeyro, convierte el encuentro
casual entre el doctor Plácido Huamán y la joven y rubia Solange en una
sucesión de hechos que le van evidenciando el carácter interesado de la
joven. No obstante, continua a su lado conciente del peligro de su decisión,
no ya como víctima sino como ejecutor de su propia desgracia. Incluso
Solange parece por momentos arrepentida durante en el paseo a Fontainebleau
cuando en frases
cortas, imprecisas, le pide regresar. Aunque tampoco hace nada por
salvarlo de sus siniestros compinches que acechan y que terminarán por
asesinar a Plácido Huamán. “Solange, en su ambigüedad resulta uno de
los personajes femeninos más memorables de Ribeyro, quien acierta a
dibujar el carácter, entre interesado y sincero, de su afecto por Plácido”
(Pérez, 1999: 70). El encuentro imposible termina trágicamente. Plácido
Huamán es alcanzado por los disparos del compinche de Solange y cae
mortalmente herido: “Aún
se agitó tratando de ver algo más en la tarde que se iba y vio las hojas
de los árboles que caían y esta vez sí ruiseñores y alondras que
volaban” (305). Con
estas mujeres, aparentemente invisibles a la sombra de personajes
masculinos solitarios y marginales, no es posible establecer relaciones de
amor. Potencias extranjeras, las llamó Ribeyro. Extrañas, amenazantes,
demasiado sumisas o demasiado dominantes, siempre lejanas. Bibliografía ALFARO-ALEXANDER, Ana María.
“Enajenación y nihilismo en las novelas de Julio Ramón Ribeyro”. En:
Márquez, Ismael P. - Ferreira, César (Editores). Asedios a Julio Ramón
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Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú,
1996, pp. 167-174). VILA-MATAS, Enrique. “Conspiración Shandy: El descarriado por la soledad”. Letras Libres, marzo 2003. Referencias: ·
Ponencia presentada en el Coloquio Internacional en Homenaje a Julio
Ramón Ribeyro. Universidad Nacional Mayor de San Marcos - Facultad de
Letras y Ciencias Humanas - Instituto Raúl Porras Barrenechea -
Academia Peruana de la Lengua. Lima, 20 - 22 de octubre de 2004. · Directora del Centro de Estudios La Mujer en la
Historia de América Latina, CEMHAL. Autora de: Mujeres que escriben
en América Latina (Edición y compilación) (2007). José Carlos Mariátegui.
Una visión de género (2006). Mujeres
Peruanas. El otro lado de la historia (2000, 4ta Edición); Historia de las Mujeres de América Latina (CEMHAL, Universidad de
Murcia: 2001); Voces y Cantos de
las Mujeres (Lima: 1999), entre otros 1
Prosas apátridas y Dichos de
Luder. 2 Publicado con otros siete cuentos
en 1955. 3 Todas las citas de los cuentos de Ribeyro que pertenecen a la antología editada por María Teresa Pérez, publicada en Madrid por Editorial Cátedra en 1999, aparecerán en adelante sólo con el número de página. |
Sara Beatriz Guardia
Ponencia presentada en el Coloquio Internacional en Homenaje a Julio Ramón Ribeyro. Universidad Nacional Mayor de San Marcos - Facultad de Letras y Ciencias Humanas - Instituto Raúl Porras Barrenechea - Academia Peruana de la Lengua. Lima, 20 - 22 de octubre de 2004.
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