La obra de Justo Sierra: una necesidad para la educación mexicana… por Dra. Rosa Idalia Guajardo Bernal |
La figura de Justo
Sierra deviene paradigmática, pues constituye uno de los principales
pilares sobre los que se ha erigido la filosofía de la educación
nacional mexicana. Su vida y
su obra así lo atestiguan,
pues constituyen arsenales de ideas que han servido de
bandera no sólo para sus contemporáneos[1],
sino para las generaciones futuras. No existe una
investigación específica sistematizada en este sentido, sin
embargo, hay trabajos valiosos que han servido de base a la presente
investigación[2].
En nuestro medio cultural y académico, tampoco resulta un tópico sobre
el cual se haya escrito mucho; de ahí la importancia científico-social y
su pertinencia sociocultural. Este criterio es resultado de largos años
de investigación, por parte de la autora, de este y otros temas y
experiencias afines, entre los que se encuentran la participación en
numerosos eventos nacionales e internacionales, en algunos de los cuales
se han publicado los trabajos presentados. Para el desarrollo de
la investigación se requirió del análisis de variadas fuentes: bibliográficas,
publicísticas, y documentales, en orden de importancia. De las fuentes
bibliográficas se obtuvo la mayor información, las cuales fueron
consultadas en los fondos de las colecciones de libros de la biblioteca
Central de la Universidad Autónoma de Nuevo León, de la Universidad
Valle de México y de otras instituciones del país. La fuente bibliográfica
fundamental la constituyó la obra del catedrático del Colegio de Filosofía
de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma
de México Josu Landa. Su libro “La idea de Universidad de Justo
Sierra”, nos condujo a la consulta de otros autores, como
Enrique José Varona, Agustín Yáñez, Gabriel Ferrer, Antonio
Caso, Gloria Villegas, Leopoldo Zea, Pablo Guadarrama, Daysi Rivero e
Iliana Rojas, entre otros. Entre las fuentes publicísticas destacamos las
Revistas mexicanas Azul y Como se puede
observar en la bibliografía del trabajo, numerosos fueron los autores y
las obras consultadas que aportaron en mayor o menor medida información válida
para nuestra investigación, pero sólo hemos querido destacar las que
consideremos más importantes. Resulta
difícil reflejar en una primera aproximación toda la riqueza que
encierra un tema de esta naturaleza, ya que como se dijo anteriormente
muchas de sus aristas y facetas aún están por investigarse; no obstante,
en los últimos años los problemas vinculados al pensamiento de Justo
Sierra atraen, cada vez más, la atención de filósofos, historiadores,
pedagogos, juristas, literatos, etcétera. Los antecedentes de
este tema rebasan los marcos de este siglo y su concepción, en mayor o
menor medida, ha respondido siempre al logro de ciudadanos acordes con los
principios éticos que rigieron cada etapa de desarrollo histórico de la
sociedad mexicana, ya que la investigación en torno al pensamiento de
Justo Sierra[3]
constituye acción necesaria e impostergable. La actividad política
de Justo Sierra fue intensa y diversificada durante el régimen de
Porfirio Díaz. Llegó a ser historiador, maestro, periodista, tribuno,
filósofo y poeta. Abogado desde 1871, había ocupado cargos importantes
en el poder judicial, incluso el de Ministro de la Suprema Corte.
Interesado en la educación colaboró con Joaquín Baranda y Justino Fernández,
ambos ministros del entonces Ministerio de Justicia e Instrucción Pública,
del primero de 1882 a 1901, y el segundo de 1901 a 1904, profesó la
filosofía positivista hasta por lo menos 1910. Propició la fundación
del Ateneo[4]
de la Juventud a principios del siglo XX, proclamó el papel de la ciencia
como factor de bienestar de pueblo. Justo Sierra tenía desde sus inicios
como funcionario porfiriano la idea de la autonomía en la administración
de la educación pública[5].
Lo primero que hay que advertir, a la hora
de abordar la figura de Justo Sierra Méndez,
es el lamentable olvido en que la sociedad contemporánea ha
correspondido a su amplio y valioso legado en el terreno de los estudios
filosóficos, históricos y del desarrollo educativo y cultural del país.
Fuera de algunos círculos de filósofos e historiadores, el eminente
pensador, escritor, historiador, político y pedagogo campechano es un
gran desconocido, pese a que se trata de una de las principales figuras de
nuestro pasado cultural. Así que no será impertinente tratar de
contrarrestar esa ingratitud mostrando sin vacilaciones la valía de los
esfuerzos desplegados por Sierra, en aras de la comprensión de la
realidad social de México, así como de su trascendencia en el terreno
educativo. Un juicio sobre la persona y las
actuaciones de Justo Sierra, como sobre las de cualquier otra personalidad
de su talla—exige tener presentes múltiples factores de contexto. No se
puede reducir la multiplicidad y riqueza de sus facetas al simple hecho
innegable de que fue uno de los principales integrantes de gobierno
presidido por Porfirio Díaz. Un mínimo esfuerzo por comprender al
eminente campechano permite descubrir que su adhesión al dictador obedecía
a razones ideológicas que, en su tiempo –al menos hasta que empiezan a
hacerse ostensibles los signos de descomposición y el oprobio en que
descansa el régimen porfirista -, se consideraban progresistas. La fe en la ciencia, la educación, el
progreso material y moral de la humanidad, etcétera, era compartida a su
modo, por las teorías sociales más importantes del siglo XIX entre ellas
las socialistas—incluso la marxista--, el positivismo y el evolucionismo
social. De acuerdo con tales teorías un personaje como el militar liberal
oaxaqueño actuaba impulsado por determinaciones históricas ineludibles.
En los tiempos de Sierra, los grupos ilustrados estaban convencidos de la
existencia de leyes necesarias de la
historia de las que ciertas personalidades destacadas, como Díaz
solo podían ser instrumentos. No era un crimen que un hombre de la
sensibilidad, perspicacia, formación intelectual y voluntad modernizadora
de Sierra viera incluso en ciertas actitudes antidemocráticas de Díaz un
mal necesario y menor, de cara al propósito trascendente de elevar a México
a la categoría de los países modernos y poderosos de su tiempo. Además,
es un hecho comprobado que cuando el dogmatismo
positivista se convirtió en un obstáculo para el verdadero
desarrollo cultural y social del país, Sierra fue uno de los primeros y más
perseverantes impugnadores desde el propio gabinete porfiriano. De modo, pues,
que no es correcto identificar al campechano con los tristemente célebres
“científicos” porfiristas. También es bien conocida la vocación
democrática de Sierra, quién tuvo la arriesgada honestidad de advertirle
a tiempo al propio general Díaz cuán perjudicial sería reincidir en el
poder, cuando todavía la revolución mexicana era inimaginable. Claro está,
Justo Sierra no era un revolucionario en toda la dimensión del término,
pero tampoco era un retrógrado indolente, reñido con los ideales
esenciales de la democracia. Tampoco podía ser un vocero de
ninguna variante del indigenismo, pero esto no lo convierte automáticamente
en un ser abyecto, que conviene enterrar como perro muerto en el
cementerio de la historia. Toda época impone sus determinaciones
hasta enceguecer incluso a sus hijos más preclaros. Era poco más que
menos imposible que un intelectual criollo, socialmente acomodado, liberal
positivista que deriva en lo que -no
sin ligerezas-se dio en llamar “espiritualismo”, subyugado por las
realizaciones de la civilización occidental, en su etapa científica y técnica,
como lo fue Sierra enderezara sus afanes en concebir
y construir un México moderno por el camino de alguna utopía
socialista o de un nativismo que refundara las culturas mesoamericanas
prehispánicas. En esto último, por lo demás, Sierra no estaba solo; le
secundaban –a su modo y con notable brío-nada menos que figuras como
Marx y Engels[6]. Fiel a sí mismo, y a un ideario que fue
modelando a partir del examen critico de las corrientes filosóficas e
ideológicas de su tiempo, Sierra supo encarnar en su persona y promover
en su entorno una escala de valores en la que se combinan sin conflicto el
nacionalismo, el universalismo, el laicisismo, el igualitarismo, la
democracia, la libertad y la excelencia intelectual y moral. Desde luego,
como el ser humano que era, también cometió errores y cayó en
contradicciones, entre las que tal vez sobresale la reivindicación del
Estado como factor decisivo de la evolución social de México, al mismo
tiempo que militaba en el liberalismo. Sin embargo, vista en conjunto y
con un mínimo de ecuanimidad, la figura de Sierra
resulta bastante avanzada para un país demasiado afectado por las
agresiones imperialistas y los desórdenes generados por el caudillismo y
el caciquismo, además de alejado de los renovados vientos revolucionarios
que apenas empezaban a sentirse en la vieja Europa. De
ese modo, el gran campechano, se nos muestra como alguien que, en
definitiva, contribuyó de manera notable a cimentar el orden cultural y
educativo mexicano, no sólo de una parte del porfiriato, sino prácticamente
en todo el siglo XX, en virtud del influjo que ejerció en el Ateneo de la
Juventud. Así, no es exagerado advertir que, entre las raíces de las
todavía poderosas estructuras culturales de México –entre las que debe
incluirse sin duda todo lo que de excelente conserva la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM)-, se cuenta la acción lúcida y
perseverante de alguien que como Sierra, supo conjugar ejemplarmente el
trabajo de pensar con criterio propio con la praxis política y la labor
burocrática. No es necesario coincidir con la ideología de Justo Sierra
ni aceptar su modo de ser para reconocer que sin sus actuaciones el acervo
cultural del México contemporáneo habría sido mucho más pobre y
endeble. Su lugar está, con sus diferencias y especificidades, entre los
creadores de la tradición hispanoamericana: Bello, Sarmiento, Montalvo,
Hostos, Martí, Rodó. En ellos pensar y escribir fue una forma del bien
social, y la belleza, una manera de educación para el pueblo. Claros barones de acción y de pensamiento
a quienes conviene el elogio de Menéndez y Pelayo: “comparables en algún
modo con aquellos patriarcas (…) que el mito clásico nos presenta a la
vez filósofos y poetas, atrayendo a los hombres con el halago de la armonía
para reducirlos a cultura y vida social, al mismo tiempo que levantaban
los muros de las ciudades y escribían en tablas imperecederas los
sagrados preceptos de la ley”[7]. Tales son los clásicos de América, poetas y
pastores de gentes, apóstoles y educadores a un tiempo. Domadores de la
selva y padres del Alfabeto. Avasalladores y serenos, avanzan por los
eriales de América como Nilos benéficos. Gracias a ellos, no nos han
reconquistado el desierto ni la maleza. No los distingue la fuerza de
singularidad, sino en cuanto son excelsos. No se recluyen y ensimisman en
las irritables fascinaciones de lo individual y lo exclusivo. Antes, se
fundan en lo general y se confunden con los anhelos de todos.
Parecen gritar con el Fausto:
“Yo abro espacios a millones de hombres”. Su voz es la voz del humano
afecto. Pertenecen a todos.
En su obra, como en las fuentes públicas, todos tienen
señorío y regalo.
Crítico literario un día,
su legado es breve, y en esto como en muchas cosas se manifestó por un
solo rasgo perdurable: el prólogo a las poesías de Gutiérrez Nájera.
Allí la explicación del afrancesamiento en la lírica mexicana, la
defensa del modernismo todo lo cual está tratado al margen de las
escuelas y por encima de las capillas. Su estilo, después gana fuerza y
en sobriedad renuncia a la
sonrisa y a la gracia turbadora. Va en pos de la cláusula de oro, esculpe
sentencias. Es ya el estilo como lo quería Walter Pate, para seducir al
humanista saturado de literatura, reminiscencias, casos y cosas. Su
oratoria, aún en los discursos oficiales está cruzada por todas las
preocupaciones filosóficas y literarias de su tiempo. Es el primero que
cita en México a Nietzsche[8], pues era un hombre muy
bien informado de las corrientes de pensamiento de Europa y del mundo. En
sus discursos hay un material filosófico abundante de estudios y
meditaciones, y el mejor comentario acaso sobre sus empeños de educador.
En la obra histórica, el estilo, sin bajar nunca en dignidad, revela por
instantes cierto apresuramiento, no repara en repeticiones cercanas,
amontona frases incidentales, a veces confía demasiado el sujeto de los
periódicos a la retentiva del lector. El autor parece entonces espoleado
por un vago presentimiento, por el afán de sacar cuanto antes el saldo de
una época cuyo ocaso hubiera adivinado. Pero si hay momentos en que
escribe de prisa, puede decirse que afortunadamente siempre pensó
despacio. Todo lo cual comunica a la obra cierto indefinible ritmo patético,
pero con una visión filosófica profunda del hombre en relación con el
mundo. Es un filósofo que hizo filosofía humana con sentido cultural. El filósofo pedagogo
padeció, sin duda, bajo el peso de sus labores en el Ministerio de
Instrucción Pública. Su nombre queda vinculado a la inmensa siembra de
la enseñanza primaria que esparció en todo el país. Continuador de
Gabino Barreda-aquel fuerte creador de la educación laica al triunfo de
Benito Juárez, triunfo que vino a dar su organización definitiva
a la República-, Justo Sierra se multiplicó en las escuelas, como
si partido en mil pedazos, hubiera querido a través de ellos darse en
comunión a las generaciones futuras. Hacia el final de sus días, coronó
la empresa reduciendo a una nueva armonía universitaria las facultades
liberales dispersas, cuya eficacia hubiera podido debilitarse en la misma
falta de unidad, y complementó con certera visión el cuadro de las
humanidades modernas. Puede decirse que el educador adivinaba las
inquietudes nacientes de la juventud y se adelantaba a darles respuesta.
Por eso propició y dio ánimo a los ateneístas. El positivismo
oficial había degenerado en rutina y se marchitaba en los nuevos aires
del mundo[9].
La generación del centenario desembocaba en la vida con un sentimiento de
angustia. Y he aquí que Justo Sierra nos salía al paso, como lo ha dicho
uno de los nuestros (Pedro Henríquez Ureña) ofreciéndonos la verdad más
pura y la más nueva. “Una
vaga figura de implorante -
nos decía el Maestro- vaga hace tiempo en derredor de la calma serena de
nuestra enseñanza oficial: la Filosofía; nada más respetable ni más
bello. Desde los fondos de los siglos en que se abren las fuerzas
misteriosas de los santuarios de Oriente, sirve de conductora al
pensamiento humano, ciego a veces.
Con él reposó en el
estilóbato (escalón superior en que descansa el templo griego) del
Partenón que no habría querido abandonar nunca; lo perdió casi en el
tumulto de los tiempos bárbaros y reuniéndose a él y guiándole de
nuevo se detuvo en las puertas de la Universidad de París, el alma mater
de la humanidad pensante en los siglos medios. Esa implorante es la
Filosofía, una imagen trágica que conduce a Edipo, el que ve por los
ojos de su hija lo único que vale la pena de verse en este mundo: lo que
no acaba, lo que es eterno”[10]. De
esta suerte, el propio Ministro de Instrucción Pública se erigía en
capitán de las cruzadas juveniles en busca de la filosofía, haciendo
suyo y aliviándolo al paso del descontento que por entonces había
comenzado a perturbar. La Revolución se venía encima. No era culpa de
aquel hombre; el tendía, entre
el antiguo y el viejo régimen, la continuidad del espíritu, lo que
importaba salvar a toda costa, en medio del general derrumbe y de las
transformaciones venideras. El Maestro Justo Sierra, siguiendo su sui géneris
doctrina positivista evolucionista consideraba que la educación moral
ayudaría paulatinamente a la formación del carácter por medio de la
obediencia y disciplina, así como por el constante y racional ejercicio
de sentimientos, resoluciones y actos encaminados a producir el respeto a
sí mismo y el amor a la familia, a la escuela, a la patria y a los demás[11].
La educación física, obtenida por las medidas de profilaxis
indispensable, los ejercicios corporales apropiados y por la formación
de hábitos de higiene. La cultura intelectual, el que se alcanzará por
el ejercicio gradual y metódico de los sentimientos y la atención, el
desarrollo del lenguaje, la disciplina de la imaginación y la progresiva
aproximación a la exactitud del juicio. Y, por último, la educación estética,
que se efectuará promoviendo la iniciación del buen gusto y
proporcionando los educandos nociones de arte adecuadas a su edad[12].
¡Cuánta filosofía de alta estirpe concentra el Maestro! Justo Sierra Méndez consideraba que era
imprescindible que la educación fuera laica, conforme a la declaración
que a continuación se presenta: “Estamos
obligados a no herir esta delicadísima fibra del corazón humano, que se
llama el amor por la fe que se profesa, y que es precisamente la que pulsa
la Iglesia para mantener vivo, sin lograrlo, por fortuna, el odio de la
mayoría de la población de la República hacia nuestras libres
instituciones (...) Toca al escritor, al filósofo, el historiador,
combatir la doctrina con la doctrina y denunciar y refutar las ideas que
desde la cátedra católica niegan la legitimidad de cuanto constituye las
condiciones de vida de la sociedad actual. Pero esto no lo puede hacer el
Estado, no puede convertirse en sectario, porque representa la totalidad
nacional y de lo contrario rebajaría su papel al nivel de los odios
religiosos y su misión de justicia quedaría fundamentalmente adulterada
por esta suerte. En cambio debe no sólo reprimir, sino prevenir el mal y
combatir resueltamente, y para ello es la escuela un instrumento
maravilloso, cuando a transformar a las generaciones venideras en enemigas
de las teorías sobre las que se basan la sociedad y el estado mismo”.[13] También reformó a siete los años de
escolaridad, es decir, cinco para la educación primaria elemental y dos años
de educación primaria superior. Esto motivado por las diferentes
circunstancias sociales prevalecientes en la época en el país, lo que en
muchas ocasiones originaba que la mitad de la población usuaria únicamente
cursara algunos primeros años, por lo que las materias eran las mismas
que las de la primaria elemental sólo que vistas con mayor amplitud. Al respecto declaró: “Un niño no
educado no puede ser un buen mexicano. La educación de cuatro a cinco años
comprende al niño de seis a catorce años. La educación primaria
elemental para llegar a su completo desarrollo, necesitará cinco años en
vez de cuatro”[14]. En
el artículo 5º de la Ley de 1908 se intenta alejar al niño del campo de
lo abstracto, invirtiendo el principio que sustenta que el pensamiento va
de lo concreto a lo abstracto. “Es necesario que vea los objetos, que
palpe las cosas, que conozca las cosas, que conozca la naturaleza en sus
funciones más sensibles, para poder llegar después a la concepción
de las ideas generales, que propiamente se llaman ideas abstractas y que
se llaman así porque abstraen de las cosas las ideas”[15].
Como parte de las innovaciones que trajo esta reforma educativa se
enlistan a continuación las siguientes: La enseñanza obligatoria de los
trabajos manuales, uso del libro de texto con contenido científico, desarrollo de las escuelas de adultos, la fundación de las
escuelas para niños con deficiencias, el carácter obligatorio de la enseñanza
primaria, entre otras. Estas reformas evidencian toda una visión
cultural profunda de la educación por el Maestro de América. En suma, se puede afirmar que el
Positivismo, aunque tuvo diferentes enfoques, fue fundamental en la
construcción política mexicana, una vez finalizados los tiempos de
guerra y descontento social, que prevaleció durante tanto tiempo.
Contribuyó con fuertes conceptos y valiosa ideología que permitió
cimentar las condiciones de un cambio de vida e incluso más concreto, en
todo el país, principalmente por su interés por la ciencia y su rechazo
a la dogmática religiosa[16]. Por otra parte, la reforma educativa tuvo
tanto impulso y aprobación que es latente aún en nuestros días, y con
base en ésta, mucha de la gente pobre que vive en el país, ha podido
tener acceso a la escuela, aunque no se sabe, a ciencia cierta si esto
sucedió porque se volvió obligatoria la instrucción, pero lo cierto es
que generó una importante disminución en el analfabetismo entre la
población mexicana. La obra filosófico - educativa de Justo
Sierra es una de las más ricas y caudalosas de su tiempo. Registra las
manifestaciones espirituales y culturales más significativas de la época
de grandes cambios que le tocó vivir: narraciones, poesías, discursos,
doctrinas políticas, jurídicas, filosóficas y educativas. Se reúnen
con los poetas de la revista Azul y de las Revistas Modernas e influye en
sus discípulos, como Urbina, González Obregón, Urueta, y otros. Comenzó
escribiendo poesía, le sigue el teatro y la prosa narrativa, que son
obras de su juventud; la historia la educación y su ideario socio-filosófico
y humanista son obras de su
madurez, así como el periodismo político, la prosa literaria y el
ejercicio educativo constante a lo largo de toda su vida. Se trata de un filósofo positivista sui géneris,
pues tal como señalan Daysi Rivero e Iliana Rojas: “La apertura del
siglo XX sorprendió a Justo Sierra orientando su capacidad y su energía,
sin tornarlas apolíticas, hacia la educación, cuya práctica entendió vía
esencial para formar a una generación nueva capaz de «nacionalizar la
ciencia » y «mexicanizar el saber» y llevar a cabo como portadora del
«alma nacional» que debe alentar en el organismo social, las reformas
defendidas por él desde el último tercio del siglo precedente. Esa nueva
generación parece haber sido para él la generación del Ateneo[17]. «Sierra dio impulso al Ateneo, quiso
formar una generación que lograra realizar las reformas políticas que él
no pudo llevar a cabo. Fue formando (...) el sentido crítico, la
desconfianza en relación con
el positivismo de la última época.
Reyes, Henríquez Ureña, Caso, Vasconcelos, criticaron a ese
positivismo, siguiendo a Sierra, rindieron homenaje a la ideología de
Barreda. Distintos autores coinciden en que Sierra
acompañó a los firmantes del «Manifiesto de la
Unión Liberal » mientras estos sustentaron la
necesidad de una política científica, pero que una vez convencido
de la imposibilidad de llevarla a la práctica, se dedicó definitivamente
a la educativa, en particular desde 1901, año en que le fue concedido el
puesto de Subsecretario de Instrucción Pública, responsabilidad que
acepta no sin reservas, puestas de manifiesto en la carta
que dirige a su esposa desde Paris, al tener conocimiento del
nombramiento oficial”[18] Según Pablo Guadarrama: “A Justo Sierra
se le estima como el líder final del positivismo mexicano. No fue un
comtiano, pues aceptó mucho más las ideas de Spencer, y otros
desarrollos del positivismo francés, como el de Karl Ludwig Michelet,
Hipolite Tayne y Joseph Ernest Renan.”[19]
En fin, Justo Sierra
es una figura sui géneris del positivismo, pues no es comtiano, ni sigue
al pie de la letra a Spencer. Su pensamiento se nutre
del acervo universal con espíritu electivista, y en función de
una realidad concreta: el contexto mexicano. Precisamente,
de lo anterior se desprende el objeto de estudio del presente libro: la
relación ideario filosófico de Justo Sierra - educación nacional
mexicana, como proceso dialéctico - integrador que asume la educación como
formación humana. Existen
interesantes trabajos sobre
la obra educativa de Justo Sierra y
de su filosofía en general, pero aún no se han sistematizado los
aspectos fundamentales de su ideario filosófico y sus aportaciones
esenciales, particularmente, el sentido ético-humanista, democrático y
de justicia social de sus aprehensiones filosóficas y educativas, de tal
manera que aún prevalece erróneamente
muy poco predominio de su praxis educativa en el contexto nacional
mexicano. No se crean espacios educativos para reconocer realmente la
filosofía serrana y sus concreciones en la educación. Se trata de una
figura fundadora y paradigmática de México.
Esto
significa que el Maestro Justo Sierra, como Martí,
Enrique José Varona, José Vasconcelos, y otros de sus contemporáneos
tienen aún mucho que decir, enseñar
y hacer. El
libro se estructura en tres capítulos
y fluye de lo general a lo particular, sin esquivar los diversos momentos
en que se desarrolla como proceso. El
primer capítulo, titulado: “Evolución y desarrollo del pensamiento y
la obra de Justo Sierra”, se divide en tres apartados: Formación
inicial; Influencias ideológicas y filosóficas; Desarrollo del su
pensamiento filosófico y especificidades de su positivismo evolucionista.
Aquí los aspectos lógicos e históricos interactúan y se complementan
en función del análisis de una rica obra y de un pensador profundo, pues
como bien demostraron Hegel y Marx, no es posible conocer algo en su
madurez, al margen de la historia. Es que la lógica misma es concreción
de la historia. Este
capítulo revela la formación y evolución del pensamiento filosófico de
Justo Sierra desde su infancia con la influencia de apertura y diálogo
indeleble de sus progenitores, y el
contexto general en que se desarrolla. Se
hace énfasis en las varias influencias filosóficas e ideológicas
recibidas, y su actitud de sospecha y crítica ante ellas, haciendo
hincapié en su actuación en los debates de la cámara de diputados dónde
se orientó sobre todo a luchar por sus ideas políticas, educativas,
culturales, cómo establecer
en nuestra república la educación primaria, entre otras. En su
pensamiento crítico existen varias influencias, pero su espíritu
emprendedor y creativo no asume ningún sistema filosófico acríticamente,
sino lo que considera idóneo en correspondencia con sus búsquedas. No
cree en una omnisciencia que dé respuestas a todas las inquietudes
humanas. En su visión del mundo asume creadoramente el positivismo de
corte evolucionista, es decir, de orientación spenceriano. El
segundo capítulo, titulado: “Fundamentos filosóficos de su pensar y
accionar formativo”, se divide en tres apartados: Vinculación de la
educación con la vida y la sociedad; Sentido histórico cultural de su
discurso; y La esencia de
su filosofía ético-humanista. Se presenta un estudio analítico desde la
hermenéutica y la heurística, de los aspectos filosóficos que subyacen
en su pensar y accionar formativo: Su teoría del conocimiento, su
antropología, la reflexión sobre la
historia y la cultura y su filosofía política, en sus mediaciones
varias y complejas. Se aborda el pensamiento
intelectual dirigido al conocimiento del
pasado del México de Justo Sierra y su obra educativa
como historia política del pueblo mexicano que forma parte de la
faceta educativa y contribuye a fundar las bases de la educación nacional
que conduzca al cambio. En
este capítulo se trabaja su visión cósmica del ser humano, en gran
medida, siguiendo el espíritu filosófico cultural educativo, que tanto
apreciaba. En esta misma dirección aprehensiva se esboza la esencia de su
concepción del hombre, la historia, la cultura y sus mediaciones, para
culminar en síntesis, la esencia de su filosofía educativa. Una filosofía
de raíz latinoamericana, pero plena de vocación universal, en
coincidencia con su proyecto educativo, incluyente, electivo, que no
despreciaba ningún valor humano, pero inserto en el fundamento de las
bases educativas nacionales del México de su momento histórico. El
Tercer capítulo, titulado: “Vigencia de su pensamiento y acción en la
educación contemporánea mexicana”, se divide en tres apartados también,
a saber: Aproximación conceptual a la filosofía de la educación de
Justo Sierra; Su labor
organizativa en el sistema de
educación mexicano, y Determinaciones
concretas de la cosmovisión filosófica – educativa
de Justo Sierra.
Además
de lo planteado anteriormente, el
contenido de estos apartados discierne y aprehende la visión de Justo
Sierra de la educación con sentido cosmovisivo, en tanto formación
humana, como
desenvolvimiento integral del hombre, sobre la base de su aserto de
la influencia determinante de la educación nacional en el país,
que es la educación donde se deben proyectar los valores y
principios rectores que nos conduzcan a la humanización,
proponiendo una serie de estrategias
teórica y prácticas, dirigidas a una visión
integradora e
incluyente como parte del campo de la educación nacional. La
educación, como metáfora de la vida, que integra en síntesis armónica
el conocimiento y los valores, y prepara al país, como decía Agustín Yáñez,
siguiendo el espíritu de Justo Sierra: “(…) que (…) cuando las
universidades se liguen y confederen en la paz y el culto
del ideal, en el progreso, se realizará la aspiración profunda de
la historia humana”.[20]Una idea con resonancia positivista, pero que en
el Maestro Sierra y sus discípulos, tendrá nuevos cauces En
fin, Justo Sierra representa una figura esencial de la filosofía y la
cultura mexicanas. No sólo organizó la educación desde una filosofía
humanista y práctica, sino que sentó premisas para el futuro, activando
ideas para toda una generación de pensadores que inauguran el
antipositivismo en México y América Latina[21].
Referencias: [1]
Recordemos que la juventud ateneísta tuvo en Justo Sierra un apoyo
fundamental. [2] En nuestro medio cultural y académico este tema ha sido abordado por diferentes autores: Josu Landa, Enrique José Varona, Agustín Yáñez, Gabriel Ferrer, Antonio Caso, Gloria Villegas, Leopoldo Zea, y otros. [3]
”Educador abogado, escritor, historiador, periodista y diplomático,
Justo Sierra dejó una vasta obra y diversa que testifica los cambios
de la época en que vivió; que fue definitiva en la conformación de
la cultura nacional. Justo Sierra Méndez nació el 26 de Enero de
1848 en la ciudad de Campeche. Sus padres: Concepción Méndez
Echazarreta y Justo Sierra O’Reilly, notable jurista e historiador,
quién inició el periodismo en la península yucateca, al fundar, en
distintas épocas, cuatro periódicos locales, creo la novela romántica
de reconstrucción histórica, y participó activamente en la vida política
de la región. En 1842 Justo Sierra O’Reilly
contrajo matrimonio con Concepción Méndez, hija de Santiago Méndez
Ibarra, figura prominente en la historia de la península, de este
matrimonio nacieron cinco hijos, María Concepción, (1844), María
Jesús (1846), Justo (1848), Santiago (1850), y Manuel José (1852),
de los cuáles, se distinguieron públicamente Justo y Santiago, éste
último como escritor y periodista.
En 1861, a los 13 años de edad, habiendo residido en Campeche1
y en Mérida hasta la muerte de su padre, se traslada
a vivir a la Capital, eran tiempos entre la Guerra de Reforma y
el pretendido imperio de un príncipe austriaco. Las aulas de San
Ildefonso lo confirman en la fe republicana y lo impulsan a sobresalir
entre adolescentes apasionadamente liberales. La poesía, la novela,
el drama, el periodismo fueron el ancho campo de su juventud. La
oratoria y la historia lo indujeron a la madurez. Al morir Ignacio
Manuel Altamirano (1893) nadie le disputó la rectoría de la
Inteligencia mexicana. En 1895 hizo un viaje a los Estados Unidos. En
1900 recorrió España, Francia e Italia, en dónde fue llamado para
ocupar la Subsecretaría de Instrucción Pública. Inició así, la
ardua labor de organizar en definitiva el sistema
de educación de esta patria”. [4]
“Como parte de la creciente
oposición al régimen de Porfirio Díaz, a principios del siglo XX,
un grupo de jóvenes estudiantes y profesionistas se dieron a la tarea
de realizar una fuerte crítica a los postulados de la doctrina
positivista, en la cual habían sido educados. Este grupo de jóvenes, a pesar de que nunca fue del todo homogéneo
tuvo una sólida organización bajo el nombre de El Ateneo de la
Juventud, y logró modificar e influir profundamente el panorama
cultural e intelectual del momento. El Ateneo de la Juventud fue todo
un acontecimiento pues, para que la etapa armada de la Revolución
Mexicana llegara a tener éxito, no bastaba con los triunfos en el
terreno político y militar. Fue necesario socavar las bases
intelectuales y culturales de la clase dominante, a fin presentar al
pueblo alternativas viables que lo condujeran hacia un cambio efectivo
destinado a mejorar sus condiciones de vida. El Ateneo
llegó a contar con más de 60 miembros, destacando el grupo de los
cuatro grandes: José Vasconcelos, Antonio
Caso, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Un grupo más
amplio, aunque sin el renombre del anterior, fue el de Martín Luis
Guzmán, Julio Torri, Ricardo Gómez Robledo, Jesús T. Acevedo,
Enrique González Martínez, Manuel M. Ponce y Diego Rivera.Al
principio, la tarea fundamental de El Ateneo fue propiciar reuniones
de pequeños círculos de lectura y reflexión. Después pasaron a dar
conferencias públicas que el grupo aprovechó para atacar a fondo la
ideología positivista dominante. .Dichas conferencias dieron a
conocer entre amplios sectores de la juventud intelectual mexicana, a
autores cuyas doctrinas habían sido proscritas anteriormente, como
Nietzsche, Bergson, Boutroux, James, Croce, entre otros.La actividad
de El Ateneo de la Juventud fue fundamental para que, desde el terreno
de la cultura, fuera posible cambiar las condiciones sociales en
amplios sectores de la población mexicana. Con la fundación de El
Ateneo se cultivaron diversas áreas de las humanidades y de las
artes; esta revolución cultural permitió el desarrollo de una labor
educativa entonces inimaginable. Las sesiones públicas se llevaban a
cabo cada 15 días y se convirtieron en una referencia obligada para
quienes cultivaban las artes y la filosofía.Varios de los integrantes
de El Ateneo participaron en importantes eventos de la vida nacional,
como los festejos del centenario de la Independencia mexicana o la
fundación de la Universidad Nacional de México.Al estallar el
movimiento armado y la guerra de facciones de la Revolución Mexicana,
algunos de los integrantes de El Ateneo simpatizaron y actuaron en
favor de alguno de los bandos en pugna. José Vasconcelos se afilió
al bando obregonista y fue nombrado secretario de Educación Pública
en 1921.Una de las consecuencias de la libertad intelectual promovida
por El Ateneo fue la conquista de la libertad de pensamiento y acción,
conforme a las convicciones políticas propias.El Ateneo de la
Juventud se fundó como asociación civil el 28 de octubre de 1909 y
para septiembre de 1912 cambió su nombre por El Ateneo de México,
con el mismo propósito de lograr que en el país se arraigara y
floreciera la cultura universal y, por supuesto, la cultura
mexicana”. (Barrigán, López, Leticia. http: //www. Caso, A.. univ.
mx) [5]
Prawda,
Juan 1988 “Desarrollo del
sistema educativo mexicano, pasado, presente y futuro”.p. 59 Curiel,
Martha, et. al. en México, setenta y cinco años de Revolución.
T.I. México: F.C.E. [6]
En fin, las ideas de Marx y Engels secundaban
el ideario de Sierra en la medida que era una teoría social
fundada en una visión utópica del futuro, que
sometía a crítica la realidad capitalista existente y se
planteaba cambiarla. Esto, por supuesto, lo asume Sierra como base de
su teoría para la transformación de México. Igualmente se podría
decir de su filiación con el evolucionismo spenceriano y otras teorías
sociales. No olvidar que en la época, incluso algunos aspectos del
positivismo eran identificados con el marxismo. [7]
Yáñez, Agustín. Don Justo Sierra: su vida, sus ideas y su obra.
editorial, UNAM, México,
1950, P. 76 [8]
Lo cita a favor, defendiendo la subjetividad humana y la creación del
hombre, ante el intelectualismo positivista, así como la visión
irracionalista contra el determinismo ramplón del positivismo. Esto
lo expone en sus discursos, y los ateneístas conocen a Nietzsche a
través de Justo Sierra. Es que fue preparando a los discípulos para
su lucha antipositivista y les enseñó las corrientes más destacadas
de Europa. [9]
Ver anexo IV. [10]
Sierra, J. Obras Completas. Vol. V: 459, 1977, p. 76. [11]
Ver anexo IV. [12]
Bazant, 1993, p. 43. [13]
“Sobre el laicismo en la educación “en Debate pedagógico
durante el Porfiriato. Antología preparada por Milda Bazant. México:
El Caballito, SEP. 1985b,
p. 23. [14]
Ibídem. [15]
Ibídem, p. 28. [16]
Esto lo argumenta Leopoldo Zea de forma fehaciente en varias obras que
tratan el tema del positivismo en México. [17]
Ver anexo 4 [18]
Rivero, D, Rojas, I. Justo Sierra y la filosofía positivista en México.
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986, p. 64. [19]
Guadarrama, P. Positivismo y antipositivismo en América Latina..
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2004, p. 50. [20]
Ver, Yáñez, Agustín.
Don Justo Sierra: su vida, sus ideas y su obra. Editorial UNAM, México,
1950, p. 134. [21]
Ver el interesante libro de Guadarrama, P. Positivismo y
antipositivismo en América
Latina. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2004. |
por Dra. Rosa Idalia Guajardo Bernal
Ver, además:
Justo Sierra en Letras Uruguay
Dra. Rosa Idalia Guajardo Bernal en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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