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Primeras armas |
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El Señor de Bramaltariq tenia diecisiete caballos, nueve mujeres y tres mantos de piel de oso, uno teñido de verde, otro teñido de púrpura y el tercero teñido de azul. Yo iba desde mi tienda en la calle chica las pasarelas de la calle grande cuando oía que se acercaba con su cortejo. Sus mujeres eran muy blancas y muy gordas y se sentaban sobre almohadones dorados con borlas en las puntas; él alquilaba los caballos a los campesinos que tenían solo yeguas, y se quedaba con los potrillos. Viviría, pensaba yo, en un castillo de piedra edificado en medio del lago (yo recordaba la existencia de un lago), en el que habría verandas de madera trabajada, espejos en los techos, cortinas en las ventanas y sótanos sembrados de trampas y alumbrados con teas. Yo no tenía caballos ni mantos de pieles: solamente mi tienda y dos ruedas en lugar de piernas, pero era tan hombre como él, lo soy, y a veces, después de alguna venta provechosa, conseguía una mujer magra y curtida que se iba a la mañana siguiente llevándose algo de mis ganancias y dos surcos lívidos en los muslos. Nunca confesé a nadie de dónde sacaba mi mercadería. Pero ahora puedo decir sin temor (a quién temer? a quién?) que fue Drudruol el que me trajo al muchacho rubio. Para ese entonces había declinado la venta de enanos: ya no parecían interesar a nadie, y eso que dos inviernos atrás todo el mundo se enloquecía por tener por lo menos uno encadenado a su puerta o colgado en una jaula del techo de la sala. Empecé a despachar sin comprarle nada a los que me traían enanos; eso fue para cuando el Señor de Bramaltariq adquirió su novena mujer. No quiero más enanos, les decía, ya no se venden. Gigantes, me propuso alguien. Lo pensé un poco y dije que no. Alguna cosa fuera de lo común, les pedí. Tenia la esperanza de conseguir algo tan raro como para justificar mi viaje hasta el puente tendido entre la orilla del lago y el castillo, y una oferta al Señor de Bramaltariq. Quería oír relinchar a los garañones y ver a las mujeres gordas tiradas sobre los tapices arrugados. Se corrió la voz entre mis proveedores, y fue así como me trajeron un feto con alas, desdichadamente muerto: lo vendí antes que se pudriera a un encapuchado que me dijo que lo quería para su Señor. Lo dudo. Le aseguré que como tenia la piel correosa le iba a durar mucho tiempo. No volvió. También me trajeron un dragón de seis patas: no pude venderlo y muy poco después murió de hambre. No quería ratas ni brotes ni pájaros ni hongos ni arañas ni brasas. Imprevisión de mi parte, no haberle preguntado a Guel’od qué comería, pero pensé que lo mismo que los de cuatro patas. Me ofrecieron una serpiente blanca, con agallas y antenas, pero la rechacé; y creo que hice bien. Compré un hermafrodita y dos chicos sin ojos ni orejas. Los vendí bien a los tres, y eso que uno de los chicos no hacía más que gemir y sollozar. A alguna gente le gusta una cosa así. Y compré una libélula rubia que se pintaba los labios de negro y se alimentaba con barro. Le habían tajeado los élitros para que no se escapara, de modo que la tuve mucho tiempo suelta en la tienda y sin poder venderla, pero no me costaba nada mantenerla y me encariñé con ella. Al fin la puse a mitad de precio y se la vendí a Riudar el de la pirámide. Y así otras cosas, nada extraordinario, nada como para ir a ofrecer al castillo del lago, hasta que un día llegó Drudruol con el muchacho. Creí que le pertenecería y ni lo miré. —Te lo vendo. Soy cauto. Antes de estudiarlo le dije: —No me interesa. Se sonrió: —Te estás perdiendo algo bueno. Entonces di vuelta la cabeza muy muy lentamente y le eché una mirada a la mercadería. Bah. —Bah! Para qué quiero eso? Era un muchacho, solamente un muchacho. Completo, sin nada de menos y nada de más. Rubio, dos ojos claros, dos orejas, una nariz, una boca, dientes, cuello, dos brazos, dos manos, un cuerpo, dos piernas, dos pies. Les di la espalda y me dispuse a limpiar las jaulas. —No habla —me dijo Drudruol. —Gran cosa —abrí la jaula de una esfinge transparente (un letrado joven, al que yo no conocía, había quedado en ir a buscarla al día siguiente) y saqué el bebedero para renovar el agua. —Sabe bailar —insistió. —Bailar? Yo había vendido de cuando en cuando mercadería que parecía convencional pero que había manifestado ciertas cualidades. La Señora de las Colinas Negras había enloquecido, me aseguraron, con la sola presencia de un viejo que yo le vendí como alimentador de pájaros y que podía adivinar lo que ella pensaba. Y Adansanto, el que hizo fortuna cavando túneles para los condenados vivos y haciéndose pagar con trabajo, había terminado por matar a su hijo adoptivo porque le fabricaba sueños. O sueño. Un recién nacido que yo mismo había ido a buscar al pantano. —Bailar? —le pregunté—. Y eso qué es. El bebedero estaba sucio, pero lo sostuve en la mano, sorprendido. Y creo que Drudruol se dio cuenta. —Mueve el cuerpo de distintas maneras y lo pone en infinidad de posiciones durante pocos segundos, y así sigue todo el tiempo hasta que se le ordena que pare. Perdí todo interés y sumergí el bebedero en el agua del balde. Eso prueba que uno siempre tiene algo que aprender. —A bailar, Tatoot! —gritó Drudruol golpeando las manos. El muchacho empezó a moverse. Primero sin cambiar de lugar, con los dos pies pegados al suelo. Hizo ondear los brazos, que flotaban como si no le pertenecieran, se balanceó y describió círculos con la cabeza que parecía rodar libremente sobre su cuello muy largo. Después saltó, sin dejar de balancear las otras partes de su cuerpo. Dio vueltas sobre un pie, sobre el otro, se agachó, barrió el suelo con las manos, se levantó, corrió dos pasos para un lado, tres para el otro, los brazos en alto, la cabeza echada hacia atrás. Drudruol se había quedado asomado a la vidriera de la tienda, mirando hacia la calle. Y yo? Yo había sentido cómo el mundo empezaba a girar más rápidamente de lo que nunca lo había hecho, yo había mirado a los muertos que se alzaban de sus sepulcros, yo había olido todos los olores que exhalaba la tierra desde los desiertos hasta los vergeles, yo había visto marchar a un ejército negro sobre un mar petrificado, yo había cortado las flores de mi infancia, yo había cabalgado cubierto por una armadura de oro por un campo de oro persiguiendo mujeres de oro, yo me había embriagado con licores destilados en el fondo de brumosas cavernas, y cuando el cielo comenzó a desplomarse sobre los hombres, el bebedero se me escapó de las manos y se hizo trizas y la esfinge graznó. —Basta! —grité. El muchacho se quedó quieto. —Qué te parece? —me preguntó Drudruol. Me despojé de toda cautela. El Señor de Bramaltariq era viejo; gordo, peludo y blando y débil. Tenía venas hinchadas en las piernas y los ojos llenos de sangre. —Cuánto —quise saber. Drudruol se sentó y empezamos a regatear. Estuvimos en eso hasta el mediodía. A esa hora busqué otro bebedero para la esfinge y me quedé con el muchacho. El Señor de Bramaltariq no vivía sobre un lago sino junto a un lago. El agua era negra y estaba muy quieta. Llegué en un carro tirado por un asno y dos de sus servidores me subieron por la escalera. Lejos, relinchaban los diecisiete caballos: eso modificó mi primer proyecto. —No te lo vendo —le dije al Señor de Bramaltariq después de haberle descrito al muchacho— Te lo alquilo. Lo traigo un día, lo ves bailar y me lo llevo, lo traigo otro día, lo ves bailar y me lo llevo. —Quién lo va a alimentar? —me preguntó. No miré a las mujeres. Al viejo le brillaban los ojos. —Yo —dije. Pensó que el negocio era bueno y que yo era tonto. Aceptó. Fui cinco veces más al castillo de piedra junto al lago en el que vivía el Señor de Bramaltariq. La primera vez, al atardecer. El cielo estaba rojo, no ol a los caballos, y el agua me pareció más negra y más quieta. —A bailar, Tatoot! —grité. El muchacho no repetía nunca las figuras que componía con su cuerpo. Lo sé porque aunque yo trataba de no mirarlo, de a ratos no podía dejar de hacerlo. Pensé que si caía en la trampa todos mis planes fracasarían, así que me dediqué a observar a las mujeres y las vi incorporarse, abrir las bocas, balancear las cabezas; las oí gemir y gritar. Pero al Señor de Bramaltariq no le importaba: el Señor de Bramaltariq estaba rígido, su cara parecía inflarse y sus facciones perderse como las de un ajusticiado mucho tiempo atrás. Los brazos y las piernas del muchacho llenaban la estancia de vuelos, sueños, cifras, recuerdos, culpa, hambre y fiebre. Cuando dos de las mujeres empezaron a arrastrarse por el suelo y otra cayó sobre los almohadones con los ojos cerrados, golpeé las manos, le indiqué al muchacho que me siguiera, y nos fuimos. La segunda vez exigí que las mujeres no estuvieran presentes. —Te despojan de la mitad de tu placer —le dije al Señor de Bramaltariq—. Te lo aspiran y te lo devoran. Es mejor que estés solo. Las hizo encerrar en la habitación de al lado y las oímos lloriquear y arañar la puerta. Golpeé las manos, di la orden, el muchacho bailó. Bailar, bailar, se dice muy fácilmente: palabra extraña, posiblemente inventada por Drudruol, palabra que resbala en los labios casi sin necesidad de utilizar la garganta. Yo no lo miraba: el aire se movía a su alrededor y afuera ya era de noche. El Señor de Bramaltariq era tan estúpido como yo había calculado: seguía con los ojos desorbitados y rojos cada movimiento del cuerpo del muchacho rubio. Se le encabritaban como cuerdas tendidas las venas del cuello y las sienes; respiraba cada vez con mayor dificultad y agitaba las manos inútilmente para detener o apresurar o matar el baile. De pronto cayó hacia atrás y yo golpeé las manos. El muchacho se quedó quieto, lo sentí. Fui a ver al dueño de las tierras, aguas, haciendas y almas de Bramaltariq. Tenía los ojos abiertos y todavía intentaba agitar las manos: los dedos se estiraban y se encogían, hundiéndose en los pelos del manto de piel de oso teñido de azul. Le sonreí, le hablé como hablan los mercaderes; le prometí maravillas, lo ayudé a incorporarse. —Mañana —me dijo. Eso era muy pronto: no quería que se me muriera enseguida, pero le dije que si, que mañana. La tercera vez, entonces, fue al día siguiente. Lo encontré impaciente, no había nadie con él, ninguna mujer lloriqueaba detrás de las puertas cerradas. —No, no morirá —pensé . Había tormenta y el muchacho sonreía: le gustaban la lluvia y los rayos. Estalló un trueno, y sin esperar que yo golpeara las manos, se puso a bailar. Tuve que hacer un esfuerzo para dejar de mirarlo (sentí galopar en mí a los jinetes de oro, deseé los desiertos y los licores fermentados y los mares duros). Me puse a pensar en mi tienda, en las jaulas, en el olor, en las visitas de compradores y vendedores, en la penumbra. La odiaba, pero la iba a extrañar. Y con otro trueno, el Señor de Bramaltariq se levantó de su sillón. Lo vigilé y lo vi quedarse allí, temblando, apoplético, y alargar un brazo como si quisiera tocar al que bailaba. Después ese brazo, corto y gordo, cubierto con una manga de seda enjoyada que tenía un galón de hilos de oro en el borde, ese brazo empezó a moverse, arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda; y el otro también, y la cabeza redonda a balancearse. Y dio dos pasos que hubieran podido hundir el maderamen del salón y levantó una pierna. Me di cuenta que él también quería bailar y me agarró un ataque de risa. Yo, el de la tienda de la calle chica, me reía a carcajadas del Señor de Bramaltariq, y afuera estallaban los truenos y adentro el muchacho recorría la estancia adoptando posturas diferentes y el viejo moribundo sudaba cubierto por sus ropajes tratando de ser como esa forma blanca que le revolvía la sangre y los sesos. Pero nadie me oyó y terminé por tranquilizarme. Golpeé las manos y suspendí el baile y nos fuimos. El Señor de Bramaltariq no se dio cuenta: estaba en medio de la estancia girando despaciosamente con una mano sobre el pecho y la otra tendida hacia la tormenta. Dejé pasar dos días, esperando, hasta que me mandó llamar. Otra vez era de tarde y el cielo estaba claro. Me pregunté si en el lago habría peces negros y quietos. El muchacho bailó. He visto la locura y la muerte. Años atrás, muchos años atrás, cuando yo montaba a caballo y oía las trompetas que tocaban a rebato y somatén, había visto enloquecer y morir a los hombres alrededor mío. Yo mismo había ido hacia la locura y la muerte y había vuelto a la vida: había blandido espadas y levantado escudos y había izado cabezas cortadas en la punta de una lanza. Y qué era mi vida en la tienda de la calle chica? Suspendí el baile antes, un segundo antes que el Señor de Bramaltariq se hundiera en el delirio. Me acerqué a él y le hablé, lenta, dulce, suavemente. Le dije que ésa había sido la última vez, a menos que... Pero mis precauciones, mis rodeos, todo era inútil. No me oía. Saqué de entre mis ropas el documento y el punzón, le pinché el índice de la mano derecha y le hice firmar con su sangre. Eso fue todo y el cielo todavía estaba claro cuando los servidores me bajaban por la escalera. Esa noche guardé el documento bajo una tabla suelta en el piso de la tienda y no pude dormir. Al día siguiente lo saqué del escondite y me fui con el muchacho a la casa junto al lago. El Señor de Bramaltariq ya no hablaba: él, que había dictado órdenes, impartido justicia, impuesto castigos. Estaba tan mudo que pensé en llevarlo a la tienda de la calle chica y venderlo a bajo precio. Golpeé las manos. Yo no hacía más que mirar al viejo y puedo decir que tuve el placer de verlo morir. No murió como un guerrero. Ya no era poderoso, ni parecía gordo ni imponente. El color rojizo de la cara se le había convertido en gris y los nudos de las venas eran sombras y arrugas. No sudaba: estaba seco y enfermo y marchito. Solamente quería seguir viendo, seguir siguiendo con los ojos el cuerpo móvil del muchacho, seguir hasta la muerte. Y murió loco, tirado como uno de los peces negros del lago sin aire sobre los que habían sido sus goces y sus lujos. Golpeé las manos y el muchacho rubio dejó de bailar. Llamé a los servidores y a las mujeres, lloré, sacudí los puños cerrados contra mi pecho y me incliné hasta el suelo. Después convoqué a un letrado y exhibí el documento. Es un hermoso castillo, este castillo de piedra y madera junto al lago. Tanto, que nunca quise ir de nuevo a la tienda de la calle chica: me dicen que cuando el olor se hizo insoportable los vecinos sacaron los cadáveres, se repartieron las jaulas y los muebles y tapiaron puertas y ventanas. Jamás volví a golpear las manos: el muchacho rubio ha engordado, come demasiado y se pasa el día quieto, atendido por las mujeres y los servidores. A veces lo sobresaltan los truenos. Tengo veintitrés caballos y once mujeres. Hice acortar los tres mantos de piel de oso teñidos de verde, de púrpura y de azul. Yo soy ahora el Señor de Bramaltariq. |
cuento de Angélica Gorodischer
Publicado, originalmente, en: El lagrimal trifurca Número 13 / rosario: Diciembre de 1975
Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-lagrimal-trifurca-no-13/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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