Durante los días de la Guerra Civil
Española, la pequeña “Mañica” no había cumplido nueve años cuando
alguien llegó a su casa para dar aviso de que acababan de encontrar los
cadáveres de su padre y de su hermano, quienes habían sido fusilados sin
juicio.
En esos días terribles, sus hermanitas murieron de tuberculosis. La
gente padeció hambre en Huesca, su pueblo. Al final de la guerra, los
que no estaban en la cárcel caminaban por las montañas escapando hacia
Francia.
Pilar estudió derecho en
Barcelona y luego se hizo misionera secular. Después de trabajar por
los más pobres en varias ciudades de España, tomó un barco y se fue al
Perú, un país que la necesitaba mucho más.
Además de enseñar religión en escuelitas pobres de Trujillo, trabajó en
una comisión episcopal de acción social en apoyo de familias
menesterosas y de miles de personas que habían sido despedidas del
empleo debido a su participación en un paro nacional.
Hay pocos que conozcan la cárcel peruana como la ha conocido esta
aragonesa enamorada de los
derechos humanos. La pisó por primera vez en
Ayacucho, y casi se queda allí. Como directora de la Coordinadora
Nacional de
derechos humanos, había ido a investigar la suerte corrida por los
detenidos y los desaparecidos durante la guerra sucia, pero tanto ella
como el padre Gallagher, un sacerdote estadounidense que la acompañaba,
fueron apresados. Desde entonces, no ha cesado de visitar los penales
del país para llevar su ayuda material y moral a los presos políticos y
comunes que la necesitaban.
Durante nuestra conversación, le pregunté si tenía esperanza en la paz,
pero no me respondió. Estaba ocupada preparando una tetera de la cual
nos habíamos de servir durante toda nuestra reunión.
Le hablé entonces de lo que yo pensaba. Le dije que al votar por el
actual Gobierno, yo personalmente había votado por la paz y el estado de
derecho, pero que no era eso lo que encontraba ahora en el
Perú. Frente a una serie de conflictos sociales, el Poder Ejecutivo
parecía estar confundiendo la autoridad, que le es inherente, con la
amenaza de una “mano dura” a la que suelen recurrir algunos Gobiernos.
Añadí que no entendía los extremos a los que se había llegado en el
trato con los presos que fueron acusados de terrorismo durante la era
Fujimori. Negarles los beneficios carcelarios, despedir del trabajo
a los maestros salidos de la prisión y añadir que se está estudiando
medidas muy severas contra quienes habitan el penal parecen una suerte
de perversidad innecesaria completamente ajena a la doctrina y las
previsiones del derecho penal. ¿Qué peligro pueden significar para el
país hombres y mujeres que vieron sus vidas destruidas en calabozos bajo
privación de luz solar, expolio de sus escasos bienes y limitación de
sus visitas familiares?
Le dije, además, todo lo que pensaba acerca de la llamada “Ley del
Negacionismo” que el gobierno ha llevado al
Congreso para encarcelar a quienes nieguen o reivindiquen el
carácter terrorista de los grupos que se alzaron en armas en décadas
pasadas. Si ese precepto se aprueba,
La Libertad de expresión será un recuerdo del pasado. Y por fin
cualquier libro que escribamos —o que haya sido publicado sobre temas
sociales— será condenado a la hoguera por algún fiscal de enérgica
formación y estrecha sesera. Ni más ni menos que la bárbara ley del
califa Omar, para quien los libros deberían ser quemados si contenían
algo más “de lo que dice el Corán”.
Cuando Pilar Coll comenzó a responder se convirtió en el torrente que
llevaba como segundo apellido. Tendría yo que escribir un libro para
contar todo lo que esta mujer había visto y vivido. Me pregunté qué
hacía en esa modesta vivienda una mujer premiada por el rey de España
con la Orden de Isabel la Católica. Quise saber por qué razón una mujer
que podía haber sido jurista o profesora universitaria en España había
cambiado su destino por el de habitante de una barriada en
El Agustino, enfermera de pobres, abogada de presos insolventes y
defensora de unos derechos que, según algunos infames, no tienen
sentido.
Le había llevado unos alfajores de nuestro querido Trujillo, de esos que
por su tamaño se llaman King Kong, porque sabía que le encantaban. Sin
embargo, Pilar Coll Torrente ni siquiera los probó. Recién ahora,
recuerdo que ella iba a visitar a los presos al día siguiente. Algunos
de ellos los estarán degustando mientras se pierde en las nubes el
último rastro de esta loca y santa aragonesa que se ha ido al cielo sin
haber probado un alfajor de Trujillo. |