En la Universidad de Trujillo, nacía entonces una generación de jóvenes intelectuales atraídos por el socialismo, por el anarquismo o por la sola idea cristiana de liberar a los oprimidos. Las grandes empresas y sus agentes querían escarmentarlos, inventarles algún sambenito y eliminarlos físicamente si fuera posible. Vallejo fue la víctima escogida, el incendiario, el terrorista de la época.
La segunda razón es que lo que fue real en 1920 se repite hasta la saciedad en nuestro tiempo. Quiruvilca, -denunciada por Vallejo en su obra “Tungsteno” y evocada en mi libro “Vallejo en los infiernos”- se parece entrañablemente a la región de mayor conflicto social del Perú de hoy, las minas. En Cajamarca, una región “vallejiana”, se encuentra la más grande explotación del oro en el mundo. Sin embargo, el setenta por ciento de la población padece extrema pobreza. Las denuncias de contaminación son frecuentes. Por fin, los sacerdotes que encabezan la protesta son amenazados de muerte y perseguidos por una banda de forajidos en estrecha relación con el cuerpo de seguridad de la mina.
La tercera razón para aducir la realidad de mi novela es algo que no se suele contar: Vallejo, uno de los grandes poetas de la lengua castellana en el siglo XX, no pudo regresar jamás a su país. Si lo hubiera hecho, habría sido conducido de inmediato a los infiernos de alguna cárcel tremebunda. Ello se debe a que el proceso penal instaurado contra él nunca se extinguió, y sus enemigos anduvieron todo el tiempo buscando la extradición.
Algunos comentarios supuestamente académicos obvian este hecho, y aluden a una risible “pasión metafísica” su imposible retorno.
Lo he dicho otras veces, y ahora lo repito. Vallejo y su vida no son reales una vez. Lo son una y otra vez. Espero que no por mucho tiempo.