Pero hay más. La era de
la globalización y la
supuesta victoria del
mercado sobre la
filosofía están
significando un diluvio
de palabras tomadas de
ese dominio y aplicadas
a campos -concretamente,
el de la educación- que
ni remotamente les
corresponden.
En décadas pasadas,
expresiones como
“aperturar” en vez de
abrir y “al interior”
por no decir “dentro” o
“en el interior” eran
solamente muestras de
cursilería honesta. En
nuestro tiempo, las
palabras traídas del
mercado no son una sólo
una tontería sino el
anuncio tétrico de un
futuro regido por la
economía en el que la
existencia del hombre,
controlada y
aritmetizada, se halle
al servicio de un nuevo
totalitarismo.
Al lado de los
“créditos” se encuentran
ya en el léxico de
nuestra educación
vocablos como empresa,
cliente, marketing,
reingeniería y
productividad. Aparte de
pronunciarlas para ganar
estatus o prestigio, los
nuevos teóricos de la
educación deberían
mostrar al público el
real contenido de ese
“producto-palabra” que
tan empeñados están en
vender.
Una universidad o un
hospital no son
“empresas” como sí lo
es, por ejemplo, la
industria del calzado.
Una fábrica de zapatos
es creada para buscar un
normal beneficio
económico y no,
precisamente, para
beneficiar a las plantas
de los pies de los seres
humanos.
Por supuesto, los
aplicados discípulos de
Adam Smith pueden probar
que la búsqueda
individual del beneficio
supondrá indirectamente
un mayor bienestar
colectivo y, por lo
tanto, la nueva fábrica
de zapatos será recibida
con un suspiro de alivio
por las plantas de los
pies. Sin embargo, la
primera meta de un
hospital o de una
universidad no es esa, y
no debería serlo.
Aunque los teólogos de
la libre empresa y los
charlatanes de la
“excelencia” lo hagan,
no hay que confundir el
momento económico
presente en toda
actividad humana con una
empresarialización
universal.
Pensar en el estudiante
como un “cliente”
implica asumir que el
cliente siempre tiene la
razón, y si mi alumno me
dice que Caracas, Lima,
Quito, Río de Janeiro y
Buenos Aires son
ciudades de México,
tendría yo que
responderle: “Digamos
que tiene usted razón,
pero mejor pasemos a
otro punto.”
Hasta hace poco un
estudiante era evaluado
en base a lo que
demostraba saber de una
determinada disciplina y
en base a la
inteligencia y capacidad
crítica con la que
demostraba saber
interpretar y reelaborar
dichas nociones.
Ahora, en cambio, más
que esas destrezas,
importa la
cuantificación de los
créditos que
directamente se refieren
a la cantidad de dólares
que el alumno
supuestamente “invirtió”
en nuestras
universidades.
Los créditos fueron el
primer paso de un camino
que conduciría a que el
mercado se apoderara de
la educación. LA
universidad estatal
comenzó a ser
desprestigiada y
abandonada a su suerte,
mientras que la privada
es hoy más cara y
excluyente. Eso ocurrió
en todo el mundo. En el
Perú, el nuevo sentido
de la educación quedó
consagrado por el Acta
que sustituye a la
Constitución del Estado.
Lo que hay detrás de
todas estas nuevas
palabras no es un
contenido más sublime ni
más eficaz sino el
decidido intento de
capturar la educación y
transformarla en
instrumento de un
capitalismo cada vez más
salvaje y carnicero.
La educación neoliberal
está provista de un
despiadado mecanismo
selectivo -la
universidad- que privará
de ingreso a los menos
pudientes y dejará en el
basurero cualquier tipo
de solidaridad con los
más pobres y
desafortunados. Una
aritmetización de la
existencia. Un desatado
canibalismo. Una nueva
forma de vivir en el
planeta Tierra.