El primer hombre que
conoció sexualmente a
Camila no fue un hombre.
Fue una bestia. Y
después, una pandilla de
bestias.
La cargaron cuando salía
de casa hacia la
escuela. Media docena de
criminales pasaron por
encima de la niña.
Después la arrastraron
hacia la casa que habían
destinada para las
mujeres del pueblo.
Camila cumplía 10 años
ese día. Se encontró en
el encierro con otras
compañeritas que habían
sufrido la misma suerte.
Algunas ya estaban
muertas. Los invasores
arrastraban a las
mujeres para violarlas
y, cuando aquéllas se
resistían demasiado, las
acuchillaban.
En la casa dispuesta
para los hombres,
metieron al alcalde del
pueblo y a los
concejales. Los habían
tenido interrogando toda
la mañana.
Cuando se dieron cuenta
de que no iban a poder
conseguir dinero de
ellos, estallaron en
furia. Los torturaron.
Se los llevaron
arrastrando y los
empujaron hasta la casa
dispuesta para los
hombres.
El alcalde cayó al
suelo. Ya no gritaba.
Solamente exhalaba el
ronquido de quien espera
la muerte. De pie, a su
lado, allí encerrado, se
encontraba al
octogenario Rafael
Navarro.
En verdad, los soldados
buscaban a su nieto, un
joven también llamado
Rafael Navarro, pero al
no encontrarlo se
llevaron al abuelo.
¿Por que buscaban al
muchacho? Porque acababa
de terminar ingeniería
en la Universidad de
Huancayo y de inmediato
había ido a celebrarlo
con su abuelo. Para
quienes habían tomado
Accomarca, el nuevo
ingeniero era una presa
excelente. Capturar a un
universitario les
serviría para
calificarlo de
"terrorista".
La maestra Cecilia Cumpa
fue ametrallada por un
soldado bisoño. El
teniente se encolerizó
porque no iba a poder
acusarla de pertenecer
al SUTEP. Acribillarla
les había impedido
sembrarla de “pruebas” y
mostrarla después a la
prensa como subversiva.
De esa manera, era fácil
que los periódicos y la
opinión pública
aceptaran e incluso
aplaudieran las
atrocidades.
A Hilario Méndez, el
violinista, lo
capturaron un poco más
tarde.
El músico estaba
afinando un instrumento
a puerta cerrada.
Cuando un sargento
nacido en Jauja escuchó
los acordes musicales
creyó haber enloquecido.
Estaba acostumbrado a
entrar en los pueblos y
a sólo escuchar gritos
de dolor o peticiones de
clemencia, y ahora el
viento le traía huaylas
de su tierra lejana.
Escuchó los delirios del
violín, y pensó que un
diablo lo estaba
espiando. “Jauja, que
dulzura, rinconcito de
mi valle que yo
quiero...”
De todas formas, el
violín no ayudó mucho a
Hilario. El sargento
bajó al pueblo y volvió
con otro soldado que no
tenía tanto temor a las
casas embrujadas.
Abrieron la puerta de un
empellón, y se llevaron
al artista.
Hilario seguía rasgando
el instrumento hasta que
lo sacaron para
interrogarlo. Mientras
lo maltrataban, repetía
entre dientes: “El Señor
es mi pastor, nada me
faltará…” Un balazo
apagó el violín y el
salmo 23, y acaso la
historia continuó en el
cielo.
Los soldados regaron con
gasolina la periferia de
las dos casas. El
teniente había ordenado
incendiarlas y que no
quedara nadie con vida.
Para estar seguro, el
mismo comenzó a arrojar
granadas de guerra al
interior de las
viviendas.
Sucedió en Accomarca el
14 agosto 1985. El
teniente Telmo Hurtado
continuó con su carrera
en el Ejército gracias a
la amnistía general que
decretó el gobierno de
Alberto Fujimori. Cuando
la prensa recordó su
pasado, ya era mayor.
Ahora está frente a los
jueces, y dice que su
jefe, el después general
José Williams Zapata, le
dio la orden, y que éste
la recibió del Estado
Mayor de Huamanga.
Fueron 69 las víctimas
entre hombres mujeres y
niños. Los periódicos
hablaron y hablan de 69
campesinos, de 69
indígenas o de 69
presuntos terroristas… y
esto no significa nada.
Para la anestesiada
opinión pública, esas
calificaciones permiten
que la masacre sea tan
sólo un exceso
olvidable.
Los 69 eran también
seres humanos e imágenes
de Dios. Creo que es
misión del escritor
convertir las cifras y
las abstracciones en
rostros, ojos, tristezas
y personas. Imaginar
cómo eran los 69 sirve
para la que la gente
conozca a los muertos,
los recuerde, los
evoque, los vea, los
escuche y los sueñe, y
piense en las pequeñas
Camilas, y escuche el
violín de Hilario que
entona ”El Señor es mi
pastor. Nada me
faltará.”